Redacción (Miércoles, 19-12-2012, Gaudium Press) Era Noche Buena en Milán, la ciudad que el Duque Ludovico Sforza gobernaba rodeado por una de las cortes más refinadas de su tiempo. Su cocina gozaba de especial renombre. Desde la tarde comenzaban sus chimeneas a exhalar perfumes maravillosos, despertando el apetito de toda la comarca. El cocinero mayor, deseando ofrecer una cena inolvidable, se había resuelto a preparar un postre especial: un fabuloso dulce cuya misteriosa receta habían traído los venecianos del Lejano Oriente.
El maestro se afanaba en la elaboración de su obra maestra y al mismo tiempo orientaba y supervisaba a los demás cocineros, que se dedicaban a dejar listos los innumerables platos del opíparo banquete. Toda la gran cocina estaba contagiada por la alegría característica de la Navidad italiana.
Pero había una excepción… Solo en un rincón, un joven aprendiz recién llegado de Lombardía suspiraba de nostalgia, recordando las fiestas navideñas organizadas en los rústicos hogares de su región, poco favorecidos en recursos económicos, es cierto, pero ricos en vida familiar y amor a lo maravilloso.
Llevado por esa melancolía, decidió preparar un pan especial como los que hacía su madre en víspera de Navidad. Sin contar con todos los ingredientes necesarios, tuvo que contentarse con las sobras del cocinero mayor, afanado en su misterioso postre.
¿Cuál sería el resultado? Ni él mismo lo sabía…
Una vez comenzada la cena de Navidad, la actividad en la cocina se intensificó y el cocinero mayor dejó olvidado en el horno su lindo y misterioso dulce… Cuál no sería su consternación al comprobar que se había quemado. El sueño dorado de un gran éxito se había transformado en una dura y humillante realidad, pues ¿cómo prepararía en tan breve tiempo un postre especial? Frente a tal desastre, no pudo contener unas pocas lágrimas.
El joven lombardo, compadecido de su maestro, se le aproximó para ofrecerle los tres grandes panes que acababa de sacar del horno. Al primer golpe de vista, el experimentado cocinero advirtió la elegancia de su forma cilíndrica y se convenció que su delicioso perfume era el anuncio de un primoroso sabor.
2.jpg A la mesa estaba el mismísimo Duque Sforza en compañía de su corte, vale decir, los más exigentes comensales de Italia. Pero no quedaba otra salida sino correr el riesgo. Así que se ocupó personalmente de dividir el curioso manjar en rebanadas y las dispuso con arte en bandejas de plata.
Grande fue la sorpresa del duque y sus invitados al ver la exótica vianda, adornada con frutas confitadas y desprendiendo un halagueño perfume. Comenzaron instintivamente a aplaudir; un instante después, su delicado sabor les había conquistado el paladar. ¡Éxito total!
El duque mandó llamar a su presencia al autor de esa obra maravillosa. Para asombro de todos no apareció el afamado maestro, sino un tímido ayudante de cocina.
– ¿Cuál es tu nombre? – Me llamo Toni…
– ¡Muy bien! Entonces éste será ahora el Pane Toni (el pan de Toni).
Así fue como el duque Ludovico Sforza bautizó al curioso pan dulce con el nombre de su creador. Y determinó que preparase otros iguales, en mayor número, para la Navidad del año siguiente. Había nacido el panetone por obra de la casualidad, como tantas otras maravillas del arte culinario.
En poco tiempo el «Pan de Toni» conquistó los hogares italianos y se expandió al mundo entero, quedando indisolublemente ligado a las fiestas navideñas.
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