Redacción (Jueves, 20-12-2012, Gaudium Press) En la Carta Apostólica «Novo Millennio Ineunte», el Papa Juan Pablo II insistió en la necesidad de buscar la santidad y afirma que el Bautismo coloca en la estrada de todo cristiano «el radicalismo del Sermón de la Montaña: ‘Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial'»:
En primer lugar -expresa el Papa-, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad. ¿Acaso no era éste el sentido último de la indulgencia jubilar, como gracia especial ofrecida por Cristo para que la vida de cada bautizado pudiera purificarse y renovarse profundamente? (…) Terminado el Jubileo, empieza de nuevo el camino ordinario, pero hacer hincapié en la santidad es más que nunca una urgencia pastoral.
Un don que genera un deber: el de la santificación
Conviene además descubrir en todo su valor programático el capítulo V de la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, dedicado a la « vocación universal a la santidad ». Si los Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta temática no fue para dar una especie de toque espiritual a la eclesiología, sino más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca y determinante. Descubrir a la Iglesia como « misterio », es decir, como pueblo « congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo », llevaba a descubrir también su « santidad », entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquél que por excelencia es el Santo, el « tres veces Santo » (cf. Is 6,3). Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual él se entregó, precisamente para santificarla (cf. Ef 5,25-26). Este don de santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado.
Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: «Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor».
Ningún bautizado puede contentarse con una religiosidad superficial
Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atane al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede « programar » la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral?
En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, « ¿quieres recibir el Bautismo? », significa al mismo tiempo preguntarle, « ¿quieres ser santo? » Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: « Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48).
Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos « genios » de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre ellos a muchos laicos que se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este « alto grado » de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección.
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