Redacción (Viernes, 21-12-2012, Gaudium Press) Cuántas veces un perfume, una imagen, un sonido, un sabor, una música o hasta incluso una palabra nos recuerdan cierta época de nuestra vida, recuerdan algún episodio histórico, o nos hacen revivir momentos especiales. Así sucede, ya en el mes de noviembre, cuando calles y tiendas comienzan a prepararse para una de las fiestas más importantes del año: el nacimiento del Niño Jesús.
Son muchas las señales que evocan, bajo aspectos diferentes, el momento en el cual los Cielos se abrieron para permitir el descenso del Redentor, venido al mundo por amor a los hombres.
El árbol de Navidad, bellamente adornado de bolas coloridas y luces, nos recuerda, con sus regalos, el mayor don dado por Dios a la humanidad: ¡su propio Hijo! En el pesebre se representa la adoración que los Reyes del Oriente rindieron al Niño Jesús, llevándole oro por ser el Rey de los reyes, incienso por ser Dios verdadero en su verdadera humanidad, y mirra por ser el Redentor, que habría de comprar con su sufrimiento la salvación de los hombres.
No podemos olvidarnos del menú de la Cena, parte importante de la celebración navideña. Pensado con antecedencia, él busca simbolizar los manjares celestiales en torno de los cuales se reúnen los bienaventurados en el Cielo empíreo, a fin de propiciar una conversación amena y una convivencia agradable.
Pero tal vez lo que más hable al alma sean las músicas navideñas, invadidas de inocencia y desbordantes de afecto hacia el Dios Niño nacido en Belén. Y, entre todas, expresando por excelencia el significado de la Navidad, está el Stille Nacht, el Noche de Paz.
Cuenta la tradición que esta famosa canción nació del corazón de dos hombres. Uno de ellos fue el padre Joseph Mohr, a quien podemos imaginar en su pequeño pueblo austríaco de Obendorf, en el año de 1818, preparando su sermón para la Misa del Gallo. He aquí que, mientras él se encontraba inmerso en la lectura de las Sagradas Escrituras, depositando toda su atención sobre ellas, tocó a su puerta una campesina pidiéndole ir a bendecir al bebé recién nacido de un leñador.
El sacerdote se abrigó y acompañó a la buena mujer. Por el camino, permanecía absorto, pensando en la homilía que habría de predicar, pero al llegar a la humilde cabaña, el escenario con que se deparó lo marcó profundamente. Bañado por una tenue luz y calentado por una chimenea débil, un lecho simple acogía a la joven madre con el recién nacido dulce y serenamente adormecido en sus brazos, aguardando ser bendecido.
¡Cuánta paz! ¡Cuánta inocencia! ¡Cuánta presencia sobrenatural había en aquella simple escena!
En el regreso, un poema fluyó con extrema facilidad de su pluma describiendo los sentimientos que acunaron su alma en la pobre casucha. ¡Estaba escrito el Stille Nacht!
En la mañana siguiente, el padre Mohr se dirigió a la casa de su gran amigo, Franz Gruber, profesor de música del lugar, y le mostró las líneas que había escrito. Gruber se encantó con la poesía e, inspirado por su navideña belleza, luego compuso una melodía para ella.
A partir de ahí, aquella que marcaría la Historia como la canción de Navidad arquetípica fue siendo difundida poco a poco por el mundo. Y no fueron las bellas voces de los cantantes ni el melodioso sonido de los instrumentos que la consagraron, sino su virtud para impregnar de candor navideño los ambientes donde ella está siendo entonada.
Sepamos aprovechar este tiempo de Navidad, lleno de bendiciones e inocencia, para ver, en las fragilidades de un Dios hecho Niño, el Señor y Creador del Universo. Que nuestros sentimientos de ternura y compasión al contemplar su infantil pequeñez estén acumulados de reverencia y veneración, junto con el ardiente deseo de que todos los hombres le entreguen sus vidas, su voluntad y todo su ser.
Pidamos también la gracia de ser inocentes, a fin de poder entender a fondo el verdadero significado de lo que sucedió en la gruta de Belén. ¡Y dejemos que los acordes del Stille Nacht nos transporten místicamente a la noche del nacimiento del Divino Rey, para poder regocijarnos de alegría con toda la naturaleza, porque lo Invisible se tornó visible, por su Divina Humanidad, en una «noche feliz»!
Por Silvana Gabriela Chacaliaza Panez
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