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Santa Catalina Labouré: La santa del silencio y de la confianza

Redacción (Viernes, 28-12-2012, Gaudium Press) A finales de 1858 circulaba en París la noticia de las apariciones de la Virgen María a una campesina de los Pirineos, en Lourdes, un rinconcillo del territorio francés sin relevancia alguna. Se intercambiaban diversos puntos de vista a propósito de las extraordinarias curaciones constatadas tras el uso de las aguas del milagroso manantial de la gruta de Massabielle y, sobre todo, era comentada la celebridad de la joven vidente, Bernadette Soubirous,cuya modestia e inquebrantable fe habían suscitado la admiración del pueblo, que ya la veneraba como santa.

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Santa Catalina Labouré, alrededor del año 1850

El suceso se difundió rápidamente por la capital francesa llegando también a los oídos de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, que cuidaban a los ancianos en el hospicio de Enghien. En medio de una animada conversación al respecto, de los labios de una religiosa -discreta, pero que en ese momento se mostraba asumida por un vehemente entusiasmo- se escucha una exclamación: «¡Es la misma!».1 Ninguna de ellas logró entender el significado de esas palabras. Se miraron con extrañeza unas a otras y siguieron hablando como si no hubiesen oído nada.

«Un arcoíris místico entre la Rue du Bac y Lourdes»

Años atrás, en 1830, una novicia de la Compañía de las Hijas de la Caridad -residente en la Casa Madre ubicada en la Rue du Bac de París- también fue agraciada con apariciones de la Santísima Virgen, las cuales ya habían adquirido una fama mundial. Además de hacerle importantes revelaciones sobre el futuro de su congregación y el de Francia, la Madre de Dios le confió a la vidente la misión de acuñar una medalla a través de la cual derramaría abundantes gracias sobre el mundo. La distribución de los primeros ejemplares tuvo lugar durante la epidemia de cólera que azotaba a París por aquellas fechas; y fueron tantas y tan sorprendentes las curaciones que se le atribuyeron al uso de esa medalla -denominada por el pueblo, no sin razón, milagrosa- que ya se había extendido por varios países en muy poco tiempo.

El nombre de la vidente, no obstante, se mantuvo oculto, incluso a sus hermanas de hábito, y sólo fue revelado después de su muerte. Era la silenciosa, diligente y siempre de buen humor Sor Catalina Labouré. Sus ojos azules, serenos y límpidos, brillaban de alegría al oír hablar por primera vez de las recientes apariciones de Lourdes, un eco de las que ocurrieron en la Rue du Bac. Era otra luz que despuntaba en el mismo camino de misericordia trazado por la Reina del Cielo para conducir a la humanidad a una nueva era de gracias marianas.

No había duda, ¡era «la misma»! La Virgen le había enseñado a la novicia de París la fórmula para invocarla: «Oh María sin pecado concebida». A Bernadette se le presentó así: «Soy la Inmaculada Concepción». Exultante de gozo, la Hna. Catalina empezó a alimentar una profunda admiración por la nueva vidente, aunque no la conociese; tampoco sabía que Bernadette llevaba colgada la Medalla Milagrosa cuando vio a la Madre de Dios, y probablemente nutría en su corazón nobles sentimientos de veneración por la desconocida vidente de la Virgen de la Medalla… Desde un prisma sobrenatural, existía una estrecha unión de almas entre las dos santas que formaba «como un arcoíris místico entre la Rue du Bac y Lourdes».2

Santa Bernadette daba muestras de heroica humildad, restituyendo a la Reina del Cielo los honores y alabanzas que el pueblo le tributaba. Santa Catalina practicaba de modo diferente una humildad semejante: entregada a los más modestos servicios en el hospicio de Enghien, donde cuidó a ancianos y pobres durante más de cuarenta años.

Infancia aureolada de fe y seriedad

Cuando Catalina nació, el 2 de mayo de 1806, aún permanecían en Francia las heridas que la Revolución de 1789 había abierto. En el pueblecito borgoñés de Fain-lès-Moutiers, donde vivía la familia Labouré, no había sacerdotes. Para bautizar a la recién nacida fue necesario llamar al párroco de una aldea vecina. A pesar de la generalizada negligencia religiosa de la época, de la cual no se excluía a su padre, Pierre Labouré, la fe de Catalina y de sus nueve hermanos era salvaguardada y fortalecida gracias al empeño de su madre, Madeleine Gontard, cuya principal preocupación en la educación de sus hijos era la de inculcarles una ilimitada confianza en la Santísima Virgen.

Los primeros años de Zoé -como llamaban a nuestra santa antes de ingresar en la vida religiosa- transcurrieron sin nubarrones, en medio de las alegrías de una infancia perfumada por la inocencia. Desde muy temprano adquirió el gusto por la oración y no dudaba en abandonar las infantiles diversiones cuando su madre la llamaba para rezar juntas delante de una sencilla imagen de María, entronizada en una habitación de la residencia familiar.

Dotada de un precoz sentido de responsabilidad y seriedad, Zoé percibió enseguida las dificultades de su madre en la ejecución de las arduas labores para el sostenimiento de la casa, y se decidió a ayudarla. Antes de cumplir los 8 años ya sabía coser, ordeñar a las vacas, preparar la sopa y barrer el suelo. Y la compenetración que la movía a abrazar con alegría las monótonas tareas diarias -tanto en el hogar, durante su infancia y juventud, como en el hospicio de Enghien, a lo largo de más de cuatro décadas- era explicada por ella misma con palabras sencillas y llenas de luz: «Cuando hacemos la voluntad de Dios, no nos aburrimos nunca».3

Una gracia transformante

A los 9 años de edad, la pequeña Zoé vio cómo el horizonte de su vida se cubría de tragedia: en octubre de 1815 su madre fallecía. Lloró copiosamente al contemplar su cuerpo inerte, pero no por mucho tiempo, pues ella misma le había enseñado a quién tenía que acudir en los momentos de aflicción. Pasada la primera impresión, se fue a la habitación donde estaba la imagen de la Virgen, ante la cual había rezado tantas veces en compañía de su madre, y con decisión se subió a una silla para ponerse a la altura de la imagen, la abrazó y exclamó entre sollozos: «De ahora en adelante, tú serás mi madre».4 La respuesta de la Reina del Cielo fue inmediata. La niña, que había llegado débil y deshecha en lágrimas, se retiró de allí fuerte y dispuesta a enfrentar las adversidades. Ésta fue la última vez que lloró en su vida, porque la virtud de la fortaleza le acompañó en un crescendo hasta el final de sus días.

En 1871, cuando ya era una religiosa de 65 años, el movimiento revolucionario de la Comuna de París le proporcionó diversas ocasiones para manifestar con heroísmo aquella virtud. Un día, por ejemplo, tomó la iniciativa de ir al cuartel general de los insurrectos para defender a su superiora, contra la que había sido expedida una orden de detención. Expuso sus argumentos con tal firmeza ante los casi sesenta comuneros presentes que terminó saliendo victoriosa. Los revolucionarios impresionados empezaron a tratarla con mucha deferencia; incluso llegaron a pedirle que testificara en el juicio de una prisionera, considerando su declaración, favorable a la acusada, como la última palabra en el caso.

Resultado también de aquella gracia recibida durante su infancia fue la constancia de ánimo con la que soportó las numerosas muestras de impaciencia e incredulidad de su confesor cuando, por mandato de la Virgen, le relataba las visiones que tenía. Algunos meses antes de su muerte le confió a su superiora que la actitud de ese sacerdote había constituido un auténtico martirio para ella. Padeció con la fortaleza de los mártires un holocausto silencioso, como se lo había anunciado la Santísima Virgen en la primera de sus apariciones: «Hija mía, Dios quiere encargarte una misión. Tendrás muchas tribulaciones, pero las superarás pensando que lo haces para la gloria de Dios. Tendrás conocimiento de lo que es de Dios. Serás atormentada hasta que se lo digas al que está encargado de guiarte. Serás contradecida. Pero tendrás la gracia. No tengas miedo. Dilo todo con confianza y humildad. Ten confianza».5

Una verdadera hija de San Vicente de Paúl

«Estarás contenta de venir a mí. Dios tiene designios sobre ti».6 Cuando tenía cerca de 14 años, Catalina soñó que un sacerdote desconocido le dirigía esas palabras; su mirada penetrante y llena de luz se le quedó grabada para siempre en su memoria. Unos años más tarde, mientras visitaba la casa de las Hijas de la Caridad, se encontró con un cuadro del fundador de esta congregación, San Vicente de Paúl, en cuya fisonomía reconoció al sacerdote de su sueño. Entonces, la vocación a la que se sentía tantas veces atraída le quedó clara: sería hija de San Vicente.

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Aparición de la Virgen a Santa Catalina Labouré –
Capilla de Nuestra Señora de la
Medalla Milagrosa, París

No obstante, cuando el día de su 21º cumpleaños, el 2 de mayo de 1827, anunció en su casa la decisión que había tomado, su padre se opuso tajantemente. Después de intentar, en vano, disuadirla a abrazar la vida religiosa, su padre la mandó a París a trabajar en el restaurante de uno de sus hermanos, con la ilusión de que allí encontraría un buen partido para casarse.

Sin embargo, ese ambiente estaba frecuentado por obreros groseros y a menudo deshonestos que no hizo sino fortalecer la pureza sin mancha de la joven. Tal era su amor a la vocación que se comportaba como si ya fuera una auténtica Hija de la Caridad, cumpliendo a la perfección las recomendaciones que el santo le dejó a sus hijas espirituales, entre ellas que «si a las religiosas [de clausura] se les exige un grado de perfección, a las Hijas de la Caridad se les deben exigir dos».7

Catalina no deseaba otra cosa que abrazar por completo esa osada meta, y perseveró en su empeño hasta vencer la obstinación de su padre. «Si observamos bien las pequeñas cosas, haremos bien las grandes».

La confianza y sencillez de un alma inocente

Por fin, el 21 de abril de 1830, Catalina llegó al convento de la Rue du Bac. El consejo de las superioras enseguida discernió en ella una auténtica vocación: «Tiene 23 años y muy apropiada para nuestra condición: piadosa, de buen carácter, un fuerte temperamento, amor al trabajo y bastante alegre»,9 éste fue el parecer escrito a su respecto. Además era una aldeana genuina, como deseaba San Vicente, quien había elegido las buenas cualidades de las campesinas como base natural para delinear el ideal de virtud de las Hijas de la Caridad. Y ya fuese en la vida comunitaria, ya en el servicio a los pobres, e incluso durante las manifestaciones sobrenaturales de la cual fue objeto, en la Hna. Catalina siempre brilló una de las virtudes más amadas por su santo fundador: la sencillez de corazón.

«El espíritu de las aldeanas es sencillísimo: ni rastro de artificio ni palabras de doble sentido, ni son tozudas ni apegadas a sus opiniones […] Así, hijas mías, deben ser las Hijas de la Caridad, y conoceréis que lo sois si sois sencillas, si no sois testarudas, antes sumisas al parecer de otros y cándidas en vuestras palabras, y si vuestros corazones no piensan una cosa mientras vuestras bocas pronuncian otra».10 Ese ideal trazado por San Vicente encontró, casi dos siglos después, perfecta realización en el alma de esta dilecta hija.

A la semana siguiente de su llegada al convento, se le apareció tres veces, en días consecutivos, el corazón de San Vicente, prenunciando las inminentes desgracias que se abatirían sobre Francia, con la promesa de que las dos congregaciones fundadas por él no perecerían. La feliz religiosa también tuvo la gracia de ver a Cristo presente en la Sagrada Hostia, durante todo el tiempo de su noviciado, «excepto en todas las ocasiones en las que yo dudaba», 11 confesó ella.

Imbuida de la fe que mueve montañas y atrae la benevolencia de Dios, Catalina no titubeó en pedir más: quería ver a la Santísima Virgen. La víspera de la fiesta de su fundador -que entonces se conmemoraba el 19 de julio-, le confió su deseo en una breve oración y se fue a dormir esperanzada: «Me acosté con el pensamiento de que esa misma noche vería a mi buena Madre. Hacía mucho tiempo que deseaba verla».12 Y fue generosamente atendida, no sólo «esa misma noche», sino también en dos ocasiones más, una en noviembre y otra en diciembre del mismo año de 1830.

Con el paso de los años, se intensificó en ella la confianza filial e ilimitada que depositaba en esos tres pilares de devoción, hasta el punto de que, poco antes de fallecer, no pudo ocultar su asombro cuando su superiora le preguntó si no tenía miedo a la muerte: «¿Por qué tendría miedo de ir a ver al Señor, a su Madre y a San Vicente?».13

«La Santísima Virgen eligió bien»

Santa Catalina nunca violó el secreto sobre su condición de vidente y mensajera de las apariciones de la Medalla Milagrosa. No obstante, muchas personas llegaron a vislumbrar en ella a la predilecta de la Reina del Cielo, porque era mucho su amor a Dios, no sólo afectivo, ya que era innegable su ardorosa piedad, sino también efectivo, como lo atestiguó una de sus contemporáneas: «Sus acciones, en sí mismas ordinarias, las hacía de manera extraordinaria».14 En ella había algo de discreto, elevado e inefable.

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Restos mortales de Santa Catalina Labouré – Capilla de Nuestra Señora
de la Medalla Milagrosa, París

Su santidad era la principal mantenedora del secreto. La respuesta que daba a las hermanas que se atrevían a interpelarla a ese propósito, consistía siempre en un absoluto silencio. Un silencio nacido de la humildad, sin nada de taciturno ni de ríspido; por el contrario, un sagrado silencio, que llegaba a despertar veneración.

Cuando, después de su muerte, fue anunciado a las Hijas de la Caridad el nombre de la vidente de la Rue du Bac, tuvieron una reacción marcada más por la admiración que por la sorpresa. No era difícil asociar a la ejemplar hermana a la figura -algo mitificada ya- de la vidente ignota. Y era imposible que no se quedaran deslumbradas al constatar la excelencia de su humildad, que la había mantenido en el anonimato, aunque ejerciendo una misión de alcance universal.

Tal vez en ese momento viniera a la memoria de las hermanas el ingenuo dicho que los niños del orfanato dirigido por la Hijas de la Caridad acostumbraban a repetir entre ellos observando de lejos a Sor Catalina Labouré: «La Santísima Virgen eligió bien».15 ¿Habrían sido esas palabras, tan verdaderas, mero fruto de la imaginación infantil o habría revelado Dios a los pequeños, una vez más en la Historia, los misterios ocultos a los sabios y entendidos?

Con todo, más luminoso que su heroico silencio, Santa Catalina nos dejó una lección de confianza filial en la Madre que nunca desampara. «La confianza siempre tiene premio. Si pedimos con confianza obtenemos más, con más certeza y más abundantemente. La confianza nos abre el Sapiencial e Inmaculado Corazón de María».16

Por la Hermana Isabel Cristina Lins Brandão Veas, EP

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1 LAURENTIN, René. Vie de Catherine Labouré . París: Desclée de Brouwer, 1980, p. 197.
2 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia . São Paulo, 12/11/1980.
3 SANTA CATALINA LABOURÉ, apud LAURENTIN, op. cit., p. 377.
4 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. A Medalla Milagrosa. História e celestiais promessas . São Paulo: Takano, 2001, p. 7.
5 LAURENTIN, op. cit., p. 85.
6 Ídem, p. 40.
7 SAN VICENTE DE PAÚL. Correspondence, Entretiens, Documents , apud HERRERA, CM, José; PARDO, CM, Veremundo. San Vicente de Paúl. Biografía y selección de escritos . 2ª ed. Madrid: BAC, 1955, pp. 270-271.
8 SANTA CATALINA LABOURÉ, apud LAURENTIN, op. cit., p. 156.
9 LAURENTIN, op. cit., p. 50.
10 SAN VICENTE DE PAÚL, op. cit., p. 260.
11 SANTA CATALINA LABOURÉ, apud LAURENTIN, op. cit., p. 78.
12 Ídem, p. 81.
13 Ídem, p. 289.
14 LAURENTIN, op. cit., p. 375.
15 BERNET, Anne. La vie cachée de Catherine Labouré. Mesnil-sur-l’Estrée: Perrin, 2001, p. 225.
16 CORRÊA DE OLIVEIRA, op. cit.

 

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