Redacción (Viernes, 28-12-2012, Gaudium Press) «Viendo Jesús que llegara Su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Profundo misterio nos narra el Teólogo en su Evangelio. ¿Cómo puede un Dios que es infinito «amar hasta el fin» criaturas finitas, entre las cuales muchas le serían ingratas y desearían su aniquilamiento?
Perteneciendo el amor a una potencia apetitiva, éste se relaciona con el objeto amado por medio de un movimiento que busca la bondad o conformidad del apetito con el objeto conveniente. Donde su intento propio es el bien o la complacencia del amante en el amado, por lo que surge cierta connaturalidad entre estos, pudiendo afirmarse que «el bien es la causa propia del amor» (S.T. l-II, q27, al). Así, la voluntad, que gobierna todas las demás facultades del espíritu humano, es gobernada por su amor.
Entretanto, el amor requiere una captación del bien amado, pues el bien no es la causa del apetito sino como aprendido. De esta forma, nadie ama lo que no conoce (S.T. l-II, q. 27, a.1).
Con efecto, al depararse con algo semejante a sí mismo o con su ideal, el apetito tiende a desear el bien como a sí mismo (S.T. l-Il, q. 27, a.1).
Donde de esos tres factores: bondad, conocimiento y semejanza, nace el amor, el cual impregna todos los movimientos de la voluntad, pues todos actúan por un fin y éste, a su vez, siempre es sellado por un amor (S.T. I-II, q.28, a.6).
Luego, la voluntad tiene una conveniencia estrecha con el bien. Esta conveniencia, a su lado, produce la complacencia que la voluntad siente cuando advierte la presencia del bien, moviendo e impregnando la voluntad en dirección a éste. Y en este movimiento la voluntad, movida e inclinada a la unión, busca todos los medios que requiere para llegar a ella. La verdadera esencia del amor consiste en el movimiento y vuelo del corazón, que sigue inmediatamente a la complacencia y termina en la unión. «En otras palabras, la complacencia es el despertar del corazón, y el amor es la acción» (SALES).
Por tanto, la conveniencia del amante con el amado es la primera fuente de amor y consiste en la correspondencia, la cual no es otra cosa que la mutua relación que torna las cosas aptas para unirse y comunicar alguna perfección.
Habiendo sido comprobado que el primer acto de la facultad apetitiva es el amor, podemos concluir que, poseyendo Dios voluntad, consecuentemente en Él no hay solamente amor, sino que es necesario afirmar que substancialmente «Dios es amor» (Jn 4, 16). El Amor de Dios es tan elocuente que genera su Palabra, y de ese amor tan íntimo e intenso entre Ellos procede el Espíritu de Amor. De ese circuito ‘inflamante’, que de sí es difusivo, el Padre nos habla en el alma por medio del Verbo y nosotros entendemos por el soplo del Espíritu Santo, que nos invita a unirnos a Él.
Entretanto, el modo de Dios amar se desarrolla de forma diferente del nuestro, pues, Dios «crea e infunde bondad en las criaturas» (S.T. I, q. 20, a. 2), amándolas gratuitamente. Siendo así, todo lo que existe posee alguna bondad infundida por Dios. Por consiguiente, cuanto mayor sea esta analogía con su Autor, más amada será (GARRIGOU-LAGRANGE). Por este motivo, exclama el Libro de la Sabiduría: «Amas todo lo que existe y no desprecias nada de lo que hiciste, porque si hubieses odiado alguna cosa no la habrías creado. De la misma forma, ¿cómo podría alguna cosa subsistir si no la hubieses querido?» (Sab 11, 24-25).
Siendo Dios infinito, Él distribuye Su amor a las criaturas de las más variadas formas, infundiendo mayor perfección en algunas que serán, a su vez, más amadas. Entretanto, en relación al acto de voluntad, el amor de Dios es el mismo para todas las criaturas, lo que difiere en este amor es el bien que se quiere para las criaturas (ROYO MARIN).
Por este motivo, podemos afirmar que Cristo fue realmente el «Bien-amado» (Mt 3, 17) de Dios Padre. Ser más perfecto que Nuestro Señor Jesucristo sería imposible. De ahí que el Padre colocase en Él todo su complacencia (Lc 3, 22), deseándole la perfección del amor: el holocausto. Un acto de amor que le agrada más que lo que lo desagradan todos los pecados juntos (ROYO MARIN).
El holocausto, que es la sublimación del amor, solamente es posible cuando el amante se impulsa a dar, dar de sí, darse por entero (CORREA DE OLIVEIRA). Entrega ésta tan perfecta que «la persona se da toda, ella ya no es unida con aquello a lo que se dio, sino ella es una con lo que se dio. No es unión, sino es unidad» (CORREA DE OLIVEIRA). Del mismo modo afirma Santo Tomás: «el amor es una fuerza que junta y unifica» (ROYO MARIN).
Eso explica el Evangelio de San Juan, que nos dice que Dios «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el final». O sea, llegando a la forma más perfecta de amor, que es el holocausto, Nuestro Señor no se contuvo y quiso amarlos «hasta el fin», queriendo no únicamente entregarse, sino formar una unidad con los suyos; no solamente encarnándose y muriendo, sino dando hasta la última gota de su Sangre (Jn 19,34). Además, quiso perpetuar su convivencia hasta el fin del mundo por medio de la Eucaristía. De ahí «los suyos» referirse no solamente a los Apóstoles o al redil de Israel, sino también a los gentiles (Jn 10,16) y a cada uno de nosotros.
El holocausto, la sublimación del amor
Con razón, Santo Tomás acentúa que la muerte de Nuestro Señor fue prueba del amor divino, pues el Hijo no solo quiso obedecer al Padre, sino que voluntariamente deseó entregarse, por lo que la Redención fue la mayor epifanía del amor de Dios. Así siendo, «debemos hacer todo por amor» (S.T. I-II, q.1 14, a.4).
Vemos en otro pasaje, sobre el mismo trecho, a Nuestro Señor diciendo que deseó ardientemente comer esa Pascua (Lc 22, 15). O sea, desde toda la eternidad el Hijo esperaba, con santa ansia de sacrificarse, el momento en que Él, pudiendo decir al Padre «He aquí que vengo hacer con placer Vuestra voluntad, oh Señor» (Hb 10, 5), se dirige «apresuradamente» (Jo 12,3) al lugar del Supremo Holocausto. Esa prisa, que nos narra el Evangelio, es señal característica de quien ya se entregó, pues quien ama no tiene obstáculos y «sinos» (CLA DIAS), el único problema que se pone es realizar cuánto antes su amor.
Más aún, «el amor que Nuestro Señor nos tiene es humano y divino, inagotable y lleno de matices» (CLA DIAS). Y Él nos pide algo en reciprocidad: que permanezcamos en Él (Jn 15, 9), quiere decir, más allá del amor, Él nos quiere infundir la bondad que solo Él puede conferir, tornándonos más semejantes a Él. No desea solamente un amor mutuo, sino anhela por un ‘unum’ con la criatura amada, que se torna más perfecto en la medida en que se desdobla en holocausto (CORRÊA DE OLIVEIRA), a ejemplo del amor que Él nos tiene.
Por este motivo, en la misma cena Nuestro Señor exhorta a los Apóstoles, repitiendo insistentemente por doce veces, a permanecer en su amor (Jn 15,4).
El amor, siendo acto de la voluntad, aunque ésta sea espiritual, vacila muchas veces, mezclándose a lo sensible (SALES), sin embargo, más que un amor humano, que tiende a la unión de corazón – como se ve en las Sagradas Escrituras, por ejemplo, cuando Jonathan amó a David como su a propia alma (lSm 18, 1) -, el amor unitivo de Dios es eficaz y lleno de benevolencia, siempre estable en relación a la voluntad, desea cada vez más la unión con las almas. Así entendemos mejor el pasaje de Jeremías (31,1): «con amor eterno te amé, por eso te he atraído a Mí, con Mi misericordia».
Por estos motivos, pidamos este impulso en relación a la misericordia divina, por medio de Aquella que es ‘vía veritas’ del amor divino, donde más amor y unión con Dios sería imposible, que siempre nos mantenga unidos y amantes a Dios, para así tener la certeza de un día poder estar totalmente ligados a ese vínculo de amor.
Por Fahima Akram Salah Spielmann.
Deje su Comentario