Redacción (Jueves, 17-01-2013, Gaudium Press) En un hospital militar, donde se encuentran algunos de los heridos de los combates de la Primera Guerra Mundial, se pueden presenciar escenas que demuestran tan alto grado de heroísmo cuanto en el propio campo de batalla. Los que allá dieron muestras de coraje, aquí no dejan de manifestar su fortaleza de alma.
Sintiendo que la muerte se aproximaba, uno de los moribundos sintió la necesidad de purificar su alma antes de comparecer delante del Supremo Juez. Al ver una de las monjas que cuidaban de los heridos pasar al lado de su lecho, el pobre pecador la llamó y pidió un sacerdote. Con todo, en aquel momento, no estaba allí ningún Padre.
La religiosa, percibiendo que el soldado podría fallecer en cualquier momento, antes incluso de recibir la absolución, susurraba en su oído palabras de contrición, ayudándolo a arrepentirse. Sin embargo, no consiguiendo contener su emoción, exclamó:
– ¡No es posible que aquí no haya ningún padre que pueda atender a este hombre en confesión!
Oyendo la queja, uno de los pacientes le comunicó que en el fondo del cuarto había un sacerdote-soldado, pero estaba tan mal que no tendría fuerzas para atender al pobre moribundo.
La religiosa corrió al lecho del sacerdote y constató que estaba con el cuerpo completamente paralizado. Vivo, entretanto a un paso de la muerte. A pesar de eso, se llenó de esperanza, y confiando en lo imposible, preguntó:
– Padre, ¿usted me oye?
Para sorpresa de todos, los ojos del sacerdote se entreabrieron. La monja, comprendiendo que le restaban pocos momentos de vida, le transmitió el pedido de confesión. Lentamente, cuatro enfermeros levantaron la cama y lo llevaron para junto al enfermo que lo había solicitado. Los dos moribundos tenían consciencia de que podían morir en cualquier instante.
Y llegado el momento de la absolución. El sacerdote luchaba contra la propia naturaleza a fin de levantar la mano sobre el soldado arrepentido y trazar la señal de la cruz, que consumaría el perdón. A pesar de todos los esfuerzos, la mano permanecía inmóvil, siendo imposible levantarla sin la ayuda de alguien. Con una mirada, pidió auxilio a la religiosa para levantar el brazo y, de esa forma, terminar de cumplir su ministerio. Pronunció las decisivas palabras: «Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti».
Ante la admirable grandeza de ese acto divino, los enfermeros cayeron de rodillas y los heridos se levantaron en sus lechos a fin de asistir a tan magnífica escena.
Cumplida la misión, expiró no solo el sacerdote, como también aquel a quien acabara de salvar. Obedeciendo al llamado del Maestro, ambos soldados partieron, y, juntos, cruzaron los umbrales de la eternidad.
Por Ariane Heringer Tavares
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