Redacción (Domingo, 27-01-2012, Gaudium Press) Valentina era una campesina de mejillas rosadas y rebosante de vitalidad. Había nacido en un pueblecito del montañoso Piamonte. Sus padres le habían acostumbrado, desde niña, a bajar regularmente hasta Turín para venerar las reliquias de San Juan Bosco y quedarse algunas horas rezando en la basílica de María Auxiliadora.
El ambiente recogido y solemne de aquella iglesia le extasiaba. Todo estaba marcado por la presencia del fundador de los salesianos e inundado de jovial devoción a María Auxiliadora.
San Juan Bosco era, sin duda, el santo de la alegría, de la Fe y de la confianza.
Se preguntaba igualmente cómo era posible que sintiera tanta comodidad dentro de un templo tan majestuoso y espléndido. Y se maravillaba al pensar que ese grandioso edificio había sido construido sin que San Juan Bosco contara con suficientes recursos económicos, confiando día a día en el auxilio de la Virgen Santísima para poder continuar las obras empezadas.
Aunque en menor medida, Valentina sentía una consolación similar cuando visitaba la parroquia de su pequeña ciudad, donde se veneraban dos hermosas imágenes de María Auxiliadora y San Juan Bosco. En aquella iglesia se había casado y a cada uno de sus hijos, al nacer, los había encomendado a los dos para que los protegiesen, amparasen y guiasen por el buen camino. Ya tenía tres niños: Angelina, la mayor, piadosa como su madre, Giovanni y Giuseppe, dos gemelos traviesos como San Juan Bosco lo había sido, pero obedientes y cariñosos.
Giacomo, su marido, era un hombre honesto y trabajador. Con todo, enfermó gravemente y Valentina se vio obligada a vender pastelitos dulces y salados, cosa que hacía con primor, para mantener a su familia durante prolongados meses. Sin embargo, los medicamentos de su esposo eran muy caros, y las deudas iban acumulándose…
Pasaba noche y día pensando cómo conseguir los medios para cancelarlas. Hasta que se le ocurrió una idea… Tomó un pequeño sombrero de paja y se fue a la iglesia, y le dijo al P. Francesco:
– He venido a traerle un regalo a San Juan Bosco.
Y le entregó el tosco sombrero. El sacerdote se quedó perplejo, pero mirando con bondad a su feligresa le replicó:
– Hija mía, ¿qué puede hacer San Juan Bosco con este regalo?
Valentina le explicó las dificultades por las que estaba pasando su familia. Le recordó como San Juan Bosco llevaba a cabo, sin dinero, grandes empresas, confiando en que María Auxiliadora le obtendría los medios. Y le reveló que sentía en su interior tener la certeza de que el santo le ayudaría si le fuera puesto en las manos de la imagen aquel sombrero.
El sacerdote estaba acostumbrado a lidiar con la simplicidad bonachona de los habitantes de las aldeas de la comarca y su tozudo carácter.
Miró con profundidad a Valentina, hizo una rápida valoración y aceptó su pedido. Había visto en ella mucha Fe y estaba seguro de que los demás parroquianos no se escandalizarían cuando vieran tan extraño adorno en la mano del santo; tan sólo se llevarían una sorpresa. De una forma paternal intentó confortarla con palabras de aliento y le prometió que la tendría muy presente en las intenciones de las Misas.
Ahora bien, el plan de Valentina causó sensación en la ciudad. Todo el que entraba en la iglesia se preguntaba: ¿por qué la imagen de San Juan Bosco tenía ese sombrero en su mano?
Quizá hubiera alguna necesidad en la parroquia que el sacerdote no podía revelar… Y la gente comenzó a depositar en él sus ofrendas.
El P. Francesco se quedó admirado con la reacción del pueblo y, todos los días, entregaba a la buena señora la cantidad recaudada por la imagen. Al principio sólo había monedas, pero poco a poco aparecieron billetes de un valor considerable.
Pasadas unas semanas, Valentina había podido pagar las deudas más apremiantes; aún le quedaba saldar otras muchas…
Una tarde apareció en la ciudad un reputado médico de Turín. Era un amante de la naturaleza y reservaba buena parte de sus vacaciones para hacer un largo paseo por el gran valle del Lanzo. Y cuando llegaba a cada una de las pintorescas aldeas de la región, como era un fervoroso católico, lo primero que hacía era visitar la iglesia.
Al entrar en la parroquia del P. Francesco y ver a la imagen de San Juan Bosco con tan ordinario sombrero de paja en la mano, como si estuviera pidiendo limosna, no pudo contener un sordo grito de sorpresa.
Rezó un rato ante ella y fue en busca del sacerdote para decirle:
– Padre, soy médico, de Turín, y tengo la impresión de que hay grandes necesidades en esta parroquia.
Si así no fuera, usted no habría puesto al pobre Don Bosco pidiendo limosna… Dígame, con toda confianza, ¿cómo puedo ayudarle?
El sacerdote se sonrió y le contó detalladamente la historia de la piadosa Valentina y su singular idea para remediar sus males. Lejos de reírse de la simplicidad de la campesina, el médico se quedó conmovido y quiso acercarse hasta la casa de aquella familia para examinar personalmente al enfermo. Verificó que de hecho Giacomo se estaba recuperando y siguiendo el tratamiento correcto, aunque un poco anticuado. La medicina había progresado mucho y ya disponía de medios para acortar drásticamente la convalecencia, usando medicamentos un poco más caros.
Tocado por la fe con la cual Valentina se había puesto en las manos de María Auxiliadora, por medio de San Juan Bosco, se comprometió a proveer las medicinas y correr con todos los gastos de la familia, hasta que Giacomo se recuperase enteramente y volviera a trabajar.
A cambio, les pedía una sola cosa: cuando estuviese curado, viajase con su mujer y sus hijos a Turín para agradecer al querido santo su restablecimiento. Se hospedarían en su propia casa, que no estaba lejos de la basílica, y al día siguiente participarían juntos en la Eucaristía y rezarían ante las reliquias del santo.
El P. Francesco regresó a la parroquia muy meditativo y cuando llegó se apresuró a retirar de las manos de la imagen aquel sombrero no muy respetuoso que ya era innecesario.
La Misa del día siguiente la celebró en honor a María Auxiliadora. En el sermón les contó a los feligreses lo que había ocurrido, incentivándolos a que pusieran todas sus necesidades, materiales o espirituales, en las manos de Aquella que es el «Auxilio de los Cristianos». Y también en las de aquel santo sacerdote que tanta devoción le había tenido.
Por la Hna. Daniela Ayau Valladares, EP
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