Redacción (Miércoles, 06-02-2013, Gaudium Press) La evangelización del Japón tuvo su inicio el 15 de agosto de 1549, cuando San Francisco Javier pisó por primera vez el suelo nipón y comenzó a perfumarlo con el aroma de sus virtudes y dones admirables.
Al comienzo los jesuítas, y algunas décadas después los franciscanos, emprendieron con vigor y valentía la obra de salvación de los paganos japoneses. Peripecias brillantes y decepciones dolorosas acompañaron cada paso de esos valientes soldados de Cristo. En menos de medio siglo los cristianos en el Imperio del Sol Naciente eran ya cerca de 300 mil, y ese número tendía a aumentar cada vez más.
Pero la misión progresaba en un ambiente hostil a la Fe, en un país convulsionado por la guerra civil. Su reunificación, iniciada por un señor feudal llamado Nobunaga, estaba en proceso de consolidación. Pero tras su súbita muerte en 1582, su sucesor, Hideyoshi, sometió a la nación a un despótico gobierno basado en la fuerza de las armas.
Al principio Hideyoshi no persiguió a los católicos. No obstante, con el paso del tiempo notó que sus vasallos conversos al Catolicismo -muchos de los cuales ocupaban destacados puestos en el ejército- constituían un impedimento para la realización de sus designios dictatoriales; y que la Ley de Dios era un obstáculo para sus excesos morales.
En consecuencia, en 1587 firmó un decreto de expulsión de los misioneros. Debido a las medidas de prudencia adoptadas por los jesuítas, esa inicua decisión no llegó a ser ejecutada. No sólo se quedaron allá los hijos de San Ignacio, sino que a partir de 1593 comenzaron a llegar misioneros franciscanos provenientes de Filipinas, intensificándose aún más la obra de evangelización.
Ambiciones e intrigas desencadenan la persecución
Infelizmente, el ambiente político estaba muy perturbado con intrigas, codicias materiales y maquinaciones de los enemigos de la Religión cristiana. Todo presagiaba una violenta persecución del Gobierno imperial.
En esas delicadas circunstancias ocurrió en 1596 el lamentable incidente del naufragio del galeón español San Felipe en el litoral japonés. Una tempestad dejó a la nave sin timón, hasta que encalló y empezó a hundirse. La tripulación y los pasajeros, misioneros franceses venidos de Filipinas, se salvaron en pequeños barcos. También hubo tiempo para retirar toda la carga, constituida por preciosos tejidos de seda.
Hideyoshi envió a un agente gubernamental, Masuda, para inspeccionar y evaluar esas mercancías. Regresó con dos informaciones. La primera muy objetiva: el valor de la carga era suficiente para revitalizar las exhaustas finanzas del dictador. La segunda, de fuente bastante dudosa: el piloto de la nave le había confiado que en las conquistas españolas, la predicación misionera precedía y preparaba el terreno para la invasión militar.
Esto le sirvió como pretexto a Hideyoshi, predispuesto ya por las intrigas de los bonzos; y cambió radicalmente su actitud de contemporización. Mandó arrestar a los franciscanos y confiscar las mercancías del galeón. Poco tiempo después, ordenó el cerco de las casas de los misioneros en Osaka y Kyoto.
Humillación transformada en triunfo
El centro de irradiación de la misión franciscana era la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles en Kyoto, en ese entonces capital imperial. El 2 de enero de 1597 fueron arrestados los misioneros: el Superior, Fray Pedro Batista; los padres Martín Loynaz de la Ascensión y Francisco Blanco, de Galicia; el clérigo Felipe de Jesús y los hermanos legos Francisco de San Miguel y Gonzalo García. Junto a ellos quince nipones conversos, entre los que había varios catequistas y tres acólitos, llamados Luis Ibaraki, Antonio y Tomás Kozaki.
En Osaka fueron encarcelados los catequistas Juan de Goto y Santiago Kisai, y un novicio jesuíta llamado Pablo Miki. Este último, de señorial origen, había nacido en 1568 y trabajaba con el Superior Provincial en Nagasaki. Eximio predicador, hacía un intenso apostolado. Más tarde, en la prisión, los tres tuvieron la alegría de ser recibidos oficialmente en la Compañía de Jesús.
Los 24 prisioneros fueron reunidos en una plaza pública de Kyoto, donde los verdugos les cortaron la oreja izquierda a cada uno de ellos. En seguida, los trasportaron cubiertos de sangre en pequeñas carrozas, para que fueran escarnecidos por la población.
Sin embargo, las rudas carrozas de ignominia se transformaron en tribuna de gloria. En el trayecto de Kyoto a Nagasaki, los mártires eran recibidos en triunfo por los fieles de las aldeas católicas. Los caminos y los poblados por donde pasaron fueron escenario de innumerables y conmovedoras conversiones.
Un viejo padre estimula al hijo a morir con alegría
El día 8 de enero de 1597, Hideyoshi firmó el decreto condenando a muerte a esos 24 héroes de la Fe, por motivos exclusivamente religiosos. Con ellos se reunieron más tarde otros dos que los habían acompañado en el trayecto.
Hanzaburo Terazawa, hermano del gobernador de Nagoya, recibió de Hideyoshi la orden de ejecutar a todos los prisioneros. Fue a su encuentro en un lugar próximo a esa ciudad.
Cuando vio a Luis Ibaraki quedó extremadamente atribulado. Sintiéndose responsable de la muerte de un inocente, le ofreció la libertad si quería entrar a su servicio. El niño dejó la decisión a cargo de Fray Pedro Batista. Este respondió en sentido afirmativo, con la condición de que se le permitiera vivir como católico.
Hanzaburo no contaba con esa respuesta. Luego de algunos instantes de perplejidad, replicó que para seguir con vida, Luis debería renegar de la Fe católica.
«En esas condiciones no vale la pena vivir» – respondió a su vez el decidido acólito. Otra fuerte emoción se apoderó de Hanzaburo cuando descubrió entre los prisioneros a su viejo conocido Pablo Miki. En otros tiempos, había asistido también a algunas de sus clases de catecismo. ¡Cuántos recuerdos se agitaron en su espíritu!
Viéndolo tan conmovido, Pablo Miki aprovechó la oportunidad para pedirle tres favores, a los que difícilmente podría negarse: que la ejecución fuese el viernes, y les permitiera antes confesarse y asistir a la Santa Misa. Hanzaburo consintió, pero después se desdijo, temiendo la reacción del tiránico Hideyoshi.
Por orden suya se levantaron 26 cruces en una colina cercana a Nagasaki.
En la mañana del 5 de febrero, camino al lugar del suplicio, el catequista Juan de Goto vio que su venerable padre se acercaba. Como despedida, venía a demostrar a su hijo que no hay cosa más importante que la salvación del alma. Después de estimular al joven para que tuviera mucho ánimo y fortaleza de espíritu, exhortándolo a morir alegremente pues lo hacía al servicio de Dios, añadió que también él y su madre estaban dispuestos a derramar su sangre por amor a Cristo, si era necesario.
La gracia del martirio atrae a los cristianos japoneses
Llegando a lo alto de la colina, los 26 mártires fueron fuertemente amarrados en las cruces ya preparadas. En torno a ellos se aglomeraban cerca de cuatro mil fieles, muchos de los cuales querían ser también crucificados. Un problema inesperado para los embrutecidos soldados paganos, que se vieron obligados a usar la violencia para… salvar la vida de esos cristianos tan profundamente movidos por la gracia del martirio.
Fray Martín entonó entonces el Canto de Zacarías, «Bendito sea el Señor Dios de Israel, porque visitó y trajo la redención a su pueblo», mientras Fray Gonzalo recitaba el «Miserere». Otros cantaban el «Te Deum». Los sacerdotes jesuítas Francisco y Pasio, enviados por el Provincial de Nagasaki, los exhortaron a permanecer firmes en la Fe.
El niño Luis Ibaraki gritó con voz alta y firme: «¡Paraíso! ¡Paraíso! ¡Jesús, María!». Un momento después todos los presenten gritaban a todo pulmón: «¡Jesús, María! ¡Jesús, María!».
El primero en consumar el martirio fue Fray Felipe de Jesús. Su cuerpo se estremeció al recibir los tremendos golpes de dos lanzazos que le atravesaron el pecho, derramando sangre copiosamente.
El pequeño acólito Antonio le pidió al P. Batista que entonara el «Laudate pueri Dominum» (Alaben niños al Señor). Pero éste se encontraba en profunda contemplación y no lo escuchaba. Entonces Antonio empezó solo el canto, pero fue interrumpido por los lanzazos que traspasaron su corazón infantil. Desde lo alto de la cruz, el Hermano Pablo Miki no cesaba de alentar con divina elocuencia a sus compañeros. Su alma ya degustaba anticipadamente el Cielo.
Los golpes mortales de las lanzas fueron sucediéndose, uno tras otro, abriendo las puertas del Paraíso a los felices mártires. El último en expirar fue el P. Francisco Blanco.
En la tarde del mismo día, el obispo de Nagasaki y los padres jesuítas, que no pudieron asistir al martirio por prohibición de Hanzaburo, fueron a venerar los cuerpos de los santos mártires, cuya sangre había sido piadosamente recogida por los católicos como preciosa reliquia.
En 1627, transcurridos 30 años, el Papa Urbano VIII reconoció oficialmente su martirio. Y el Beato Pío IX los canonizó el 8 de junio de 1862.
La colina de la ejecución comenzó a ser llamada como el Monte de los Mártires y se convirtió en un centro de peregrinación. En ella innumerables católicos fueron degollados o quemados vivos, durante la dura y cruel persecución que se prolongó por cuatro décadas, hasta culminar en el levantamiento de Shimabara, en 1638, donde murieron 37 mil cristianos.
Con eso el Cristianismo quedó exterminado casi totalmente en suelo nipón. Pero la sangre de tantos miles de mártires no corrió en vano. Unido a la preciosísima Sangre de Jesús, fecunda no solamente el suelo de Japón sino el de todas las naciones donde incontables misioneros anunciaron y anunciarán el Evangelio a lo largo de los siglos. Y su ejemplo conmueve y anima hasta hoy al que lee la historia de su muerte sublime.
Forman una esplendorosa corona de gloria sobre la frente sacrosanta de la Reina de los Mártires.
Por Oscar Macoto Motitsuki
(Revista Heraldos del Evangelio, Febrero/2004, n.26, pag. 20-22)
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