Redacción (Domingo, 10-02-2013, Gaudium Press) La Eucaristía es un misterio inefable. Es propiamente «el misterio de nuestra fe» como dice la aclamación litúrgica de la Misa. Junto con la Trinidad y con la Encarnación, es de los principales misterios de nuestra religión y tiene una característica muy peculiar: es un misterio próximo, palpable, casi familiar.
Es misterio, sí, pero al mismo tiempo tiene una luminosidad y un atractivo que no se amolda al concepto que todos nos hacemos de lo que sea un misterio. Un misterio es algo que no se puede explicar, que no se comprende y que no se termina de descubrir. Ahora, resulta que la Eucaristía se explica y se comprende plenamente a la luz del amor infinito de Dios. No solo se comprende así, sino que solo así se comprende. Y se descubre, bajo los velos de las sagradas especies, en ese signo y presencia que nunca falta en nuestras iglesias: la blanca hostia consagrada.
Si la Eucaristía fuese un invento humano o, inclusive, una creación magisterial de la Iglesia -y no, como lo es, una institución del propio Jesús- no tendría esa fuerza y esa dulzura que congrega a las multitudes como un imán irresistible.
Es que la Eucaristía es un misterio encantador y atrayente, no tiene nada que ver con los temores y las decepciones que ciertos misterios arcanos contienen. Es un misterio de amor de luz y de vida.
Misterio, sí, pero también -y plenamente- realidad. Es presencia real, palpitante, vital. Sin ella nuestros templos serían museos, nuestro culto a Dios, un ritual folclórico, y nuestra vida interior hueca, sin esa savia edificante que en tantas ocasiones hemos experimentado.
«Esto es mi cuerpo que será entregado», «esta es mi sangre que será derramada». El verbo «ser» es inequívoco. No es que está, ni que se representa, ni que se sugiere: «es». Realidad consoladora, ya que Jesús no solo se quedó en su Palabra, en los hermanos que se reúnen en su nombre o en tantos otros signos, sino que es y permanece en el Sacramento Eucarístico. Ecce agnus dei.
La Iglesia vive de la Eucaristía; así tituló una de sus encíclicas el beato Juan Pablo II. El misterio Eucarístico encanta a los niños, robustece a los jóvenes, es sustento para la gente madura, es fármaco para los ancianos y viático para los moribundos. Para todos es semilla de inmortalidad y de gloria.
Ella es uno de los siete sacramentos que son, como se sabe, vehículos de la gracia divina. Solo que la Eucaristía, además de trasmitir la gracia, contiene, es, el mismo Autor de la gracia, Jesucristo Nuestro Señor.
Si es así, ¿cómo se puede pasar indiferente ante de ella? ¿Cómo es posible desinteresarse de una celebración eucarística? ¿Cómo llegar a adorar o a comulgar mecánicamente, solo por rutina o por obligación? Porque, en sana lógica, tanto si la Eucaristía es un misterio que se revela, cuanto si es una realidad que se experimenta, se debe ser en relación a ella consecuente como Santo Tomás que, ante las llagas y el costado abierto del Señor, fue llevado a exclamar ¡Mi Señor y mi Dios!
Es desolador constatar el descuido con que tantos fieles se comportan en relación a la Eucaristía: omisión de la Misa dominical, abandono completo de los sagrarios, descuido de la confesión y comunión pascual que suele dejarse y postergarse a lo largo de los años…
¡Con que ilusión un niño se prepara para recibir su primera comunión! Y con que frialdad renuncia progresivamente, siendo adulto, al amor a la Eucaristía, pudiendo llegar hasta profanarla sin escrúpulos. Lamentablemente, eso se da. ¡He ahí un grave signo de los tiempos que debería hacernos reflexionar!
Los vientos de la civilización posmoderna soplan en el sentido de una ciencia sin fe, aséptica, o de un misticismo enfermizo que puede llevar hasta el mismo satanismo. Esos polos aparentemente opuestos son disputados por los oscilantes espíritus contemporáneos.
En nuestra Iglesia, en cambio, el culto que damos a Dios es tan grandioso y lleno de significado, que cosas que pueden parecer incompatibles, como lo son el misterio y la realidad, se armonizan y conviven sin dificultad.
¡Jesús Eucarístico: misterio inmenso y realidad segura!
Por el P. Rafael Ibarguren EP
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