viernes, 22 de noviembre de 2024
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¡Enviad, oh Señor, vuestro Espíritu!

Redacción (Martes, 19-02-2013, Gaudium Press) Panfletos y noticiarios que transmiten últimos acontecimientos los hay en abundancia. Pero, ¿dónde encontramos subsidios que nos comuniquen el fin último y la realización suprema de la existencia de los hombres? Siendo así, nos pareció oportuno tejer, en este artículo, esta realidad oculta, pero sublime, que encierra en sí la grandeza de los arcanos de Dios: la conquista del Reino de los Cielos, iniciado en la Tierra con la habitación de la Santísima Trinidad en el alma.

1.jpgHabiendo la serpiente entrado al Paraíso, penetró con ella el veneno de muerte fatal, que Adán y Eva sorbieron como la más ordinaria bebida. Insidioso, el demonio salió vencedor, no en la totalidad, pero en amplia medida. Y he aquí que las generaciones procedentes, manchadas por la culpa original, lucharían desfallecidas por esta tierra de exilio, a la espera del Salvador. Durante siglos, la Historia conoció uno de sus más lánguidos, desolados y pungentes períodos, en los cuales eran constantes las penitencias, ayunos y preces que, en la economía de la gracia, se erguían a los Cielos.

«Yo seré un príncipe en ti»

En el momento determinado, entretanto, la Salvación se dignó a venir de las alturas. El Hijo Unigénito de Dios, se encarna triunfando victorioso sobre el príncipe de la muerte, sublimando la obra de sus manos. Las puertas del Cielo se reabren, y es iniciado el Reino de la gracia y la bendición, para el cual Dios llama a cada alma, renovando la invitación hecha a Adán: «¿Mi hijo, yo te di la condición de hombre, no quieres ser más? ¿No quieres ser un príncipe en mi creación? Yo te concedo una participación creada en mi propia vida. Yo habitaré en ti, y tú serás templo en el cual Yo viviré. Te haré mi heredero». 1 Y en el momento en que las aguas bautismales recayeron sobre nuestras cabezas, ingresamos al inmenso cortejo de almas osadas que escalan a la Patria Celeste.

Pero, las consecuencias del pecado original vociferan en nuestro interior: concupiscencias, deseos desenfrenados, intemperancias, frecuentemente nos toman por entero llevándonos a emplear esfuerzos donde lucro alguno lograremos obtener: el pecado. Por eso, pensaría alguien: «¿Ser herederos del reino Cielos? ¿Habrá lo que sobrepuje más profundamente la capacidad humana?» La respuesta el Salvador la dio, cuando exhortó a sus discípulos: «Lo que es imposible a los hombres es posible a Dios». (Lc 18, 27)

Es indudable el hecho de que la vida es dura y repleta de dificultades. Entretanto, ¡ay de los que exacerban el exilio en esta Tierra, cerrando las ventanas de su alma que dan al Cielo! ¿Qué, pues, debería estar al alcance de nuestra consideración, sino el inmenso amor que Dios manifiesta constantemente a los hombres? Las Tres Personas Divinas incurren infaliblemente en nuestra búsqueda: el Padre nos adopta como hijos, en el Bautismo; el Hijo se torna nuestro hermano y nos redime; el Espírito Santo nos santifica. «Es esta la gran obra de amor de Dios al hombre, y es el Espíritu Santo el Amor esencial en el seno de la Trinidad Santísima». 2

La Gracia Santificante infundida en nuestras almas en el momento del Bautismo, misteriosamente nos eleva a la naturaleza divina, tornándonos de ella partícipes. Ahora, «esta realidad creada, que es la Gracia Santificante, lleva siempre consigo, inseparablemente, otra realidad absolutamente divina y menada, que no es otra cosa sino el mismo Dios, uno e trino, que viene a habitar en el fondo de nuestras almas» 3. De hecho, «a los que llamó, también los justificó», (Rm 8, 28) uniéndose íntimamente, como Padre y como Amigo.

¿Qué es un buen hijo sino la gloria del Padre, y qué es un verdadero amigo sino aquel que devota fidelidad? Si la meta suprema de la habitación Trinitaria es hacernos participantes del misterio de la vida divina, transformándonos en Dios 4, ¿por qué vivimos indiferentes a esas realidades?

Cada alma constituye un territorio de elección en el Reino de Dios. Y a fin de llevar a cabo esa misión, el propio Espíritu Santo nos auxilia constantemente con el soplo de sus dones. En este sentido, canta la Iglesia en el Veni Sancte Spiritus: Dulce Huésped del Alma. «Cuando el Espíritu viene y posee totalmente el alma con sus consejos, instrucciones e impulsos de amor, nos comunica por medio de nuestros pensamientos la voz del Señor, ilumina nuestra inteligencia, inflama la voluntad». 5 ¡He aquí, pues, la clave de oro de la santidad!

«Nada es más bonito en la Terra que ver directamente en las almas la santificación de ellas obrada por el Espíritu Santo». 6 Con las llamas del intenso amor, el Paráclito inculca cuáles las veredas que el alma debe trillar para alcanzar el culmen de la santidad. Muchos son los carismas, e innúmeras las vocaciones. Sin embargo, si hay algo que no se extingue, independiente del llamado, es la lucha continua para efectivizar la santificación. Y tomando el timón de nuestras almas, el Espíritu Santo como que sopla en el interior de nuestras almas diciendo: «Usted no está luchando por sí, usted está luchando por Mí, y luchando por Mí, el patrón de su lucha soy Yo» 7.

Así lo consignó Nuestro Señor a Santa Catarina de Siena: «El Espíritu Santo es el patrón de las naves fundadas a la luz de la santísima fe, conociendo por ella, que el mismo Espíritu Santo, será quien las gobierne». 8 Como un navegante que se subyuga a las órdenes del capitán, abandonémonos al soplo del Espíritu Santo, para llegar bien al muelle de la eternidad. Solamente así estaremos debidamente preparados para el gran día de nuestro encuentro con Dios.

No nos olvidemos, entretanto, que cualquier falta grave expulsa implacablemente al Guía de nuestras almas. «¿No sabéis que sois templos de Dios, y que el Espíritu de Deus habita en vosotros?». (1Cor 4, 17) Esmerémonos, pues, ardientemente en mantener en nuestro templo el Divino Espíritu. Invoquémoslo, sobre todo cuando las olas del infortunio aflijan nuestras almas, para que explore nuestro corazón derramando la abundancia de sus dones, de manera a transformarnos por completo.

De esa necesidad viene la oración que hace siglos reza la Santa Iglesia: Emitte Sputum tuum, et renovabis faciem terrae.

«O sea, antes que nada, el rostro de esta nuestra «tierra» interior, de nuestra propia alma, puede ser renovada de un instante para otro, por una gracia del Espíritu Santo. Igualmente por una particular intervención de Él, ha de ser regenerado el rostro del mundo, a través del apostolado de auténticos católicos, inspirados por la Sabiduría divina, llenos de fuerza y valor para enfrentar los enemigos de la fe, así como para atraer y hacer el bien a todos los que deban pertenecer a la Santa Iglesia». 9

Por Maria Cecília Lins Brandão Veas

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1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Harmonia: Uma criatura de Deus. In: Dr. Plinio. São Paulo: Ano XII, n. 137, ago. 2009, p. 20.
2 ROYO MARÍN, Antonio. El gran desconocido. Madrid: BAC, 2004, p. 71.
3 Ibid. p. 70.
4 Ibid. p. 76.
5 SAN BERNARDO. Obras Completas, y. IV. BAC: Madrid, 2006, serm. 2, 6.
6 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Nossa Senhora do Rosário, uma festa de glória! In: Dr. Plinio. São Paulo: Ano XV, n. I75, out. 2012, p. 18-19.
7 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Memórias: Palestra. São Paulo, 17 set. 1989. (Arquivo IFTE)
8 SANTA CATALINA DE SIENA. Obras de Catalina de Siena. 3. ed. Madrid: BAC, 2002. p. 406.
9 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Emite Spiritum tuum et creabuntur. In: Dr. Plinio. São Paulo: Ano XII, n.134, maio. 2009, p. 4.

 

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