Redacción (Lunes, 25-02-2013, Gaudium Press) Continuamos con la fascinante historia de la conversión del pianista Hermann Cohen, narrada por el P. Charles Sylvain.
La conversión
Al partir para Ems, en Alemania, para dar un concierto, apenas llegó, se apuró en buscar una iglesia. Quería él participar de la Celebración Eucarística, sin manifestar ningún respeto humano delante de sus amigos. Dejemos a la propia pluma de Hermann la narración de lo que le ocurrió en aquel inolvidable día.
«Poco a poco los cánticos, las oraciones, la presencia – aunque invisible, sentida por mí – de un poder sobrehumano, comienzan a agitarme, a perturbarme, a hacerme temblar; en una palabra, la gracia divina se aplace en derramarse sobre mí con todas las fuerzas.
Súbitamente, en el momento de la elevación, siento brotar a través de mis párpados un diluvio de lágrimas que no cesa de derramarse en abundancia sobre mi rostro en llamas… ¡Oh momento para siempre memorable para la salud de mi alma! ¡Yo te tengo presente en mi espíritu con todas las sensaciones celestiales que me traías de lo alto! […] Experimenté entonces lo que sin duda San Agustín debe haber sentido en el jardín de Casicíaco al oír el famoso ‘Tolle, lege’. […]
Recuerdo haber llorado algunas veces en mi infancia, mas jamás había conocido semejantes lágrimas. Mientras ellas me inundaban, sentí surgir en lo más hondo del alma dilacerada por mi consciencia, los más lancinantes remordimientos por toda mi vida pasada.
Entonces, espontáneamente, como por intuición, comencé a manifestar a Dios una confesión general, interior y rápida de todas las enormes faltas cometidas desde mi infancia. […] Sentía, al mismo tiempo, por una calma desconocida que invadió mi alma como bálsamo consolador, que el Dios de misericordia me perdonaría, desviaría su mirada de mis crímenes, tendría piedad de mi sincera contrición y de mi amargo dolor… Sí, sentí que me concedía su gracia, y que, al perdonarme, aceptaba como expiación mi firme resolución de amarlo sobre todas las cosas, y desde aquel momento me convertí a Él.
Al salir de esa iglesia de Ems, ya era cristiano. Sí, tan cristiano cuanto es posible serlo antes de recibir el Santo Bautismo…». 5
Arduos combates
Se siguió un corto período de admirable fervor y duros combates, en que nuestro joven, huyendo de los ruidos del mundo, se dedicó con empeño al estudio de la doctrina católica, cuyas prácticas observaba como si ya estuviese bautizado.
El demonio, sin embargo, quiso impedir a cualquier precio que aquella alma escogida le fuese arrancada para siempre. Esto valió a Hermann una terrible y última batalla, en la noche que precedió a su Bautismo: «Le envió un sueño de representaciones seductoras y le renovó vivas imágenes que consideraba para siempre expulsadas de su memoria» 6.
Oprimido por esa visión aterradora, Hermann se tiró a los pies del crucifijo y, con los ojos llenos de lágrimas, le imploró socorro, por la mediación de la Virgen Santísima. Inmediatamente huyó la tentación y él se levantó fortificado y victorioso, dispuesto a todas las luchas que de su nueva condición resultarían.
El bautismo
Con gran entusiasmo recibió el santo bautismo el día 28 de agosto de 1847, fiesta de San Agustín, cuyo nombre adoptó. En carta dirigida al P. Afonso Maria Ratisbonne, judío convertido como él, el joven neófito describió el desarrollo de la ceremonia y lo que experimentó en el momento en que el agua, derramándose sobre su frente, le confería la vida divina:
«Mi cuerpo estremeció, y sentí una conmoción tan viva, tan fuerte, que no sabría compararla a no ser con el choque de una máquina eléctrica. Los ojos de mi cuerpo se cerraron al mismo tiempo en que los del alma se abrieron para una luz sobrenatural y divina. Me encontré como sumergido en un éxtasis de amor, y, tal como a mi santo patrono, me pareció participar, por un impulso del corazón, de los gozos del Paraíso y beber la torrente de delicias con las cuales el Señor inunda a sus elegidos en la tierra de los vivos…» 7.
Después de la conversión, la vida y las costumbres de Hermann sufrieron una completa transformación. Se entregó con ardor a todas las obras de celo y piedad, y su naturaleza fogosa, apasionada y enérgica, pasó a actuar únicamente bajo el influjo de la gracia.
Le esperaban todavía algunos años de tormento, pues, a pesar de su vivo deseo de tornarse religioso, diversas circunstancias lo obligaron a permanecer en el mundo por cierto tiempo. La práctica de la oración fue su sustento, y la Sagrada Eucaristía su vida. Instituyó, en compañía de Mons. de la Bouillerie, entonces Vicario General de París, la adoración nocturna que luego se esparció por más de cincuenta diócesis de Europa.
Vida religiosa
A los veintiocho años de edad, en octubre de 1849, fue admitido en la Orden de los Carmelitas Descalzos, recién-reformada en Francia, con el nombre de Fray Agustín María del Santísimo Sacramento. Al año siguiente hizo su profesión religiosa, y en 1851 fue ordenado sacerdote. Una carta dirigida a un amigo, pocos días antes de su ordenación, es prueba de la profunda seriedad con que recibió ese sacramento:
«Seré sacerdote en el Sábado Santo y cantaré la Misa en el Domingo de Pascua. Ni tú ni yo, querido hijo, conoceremos jamás en esta vida terrenal lo que encierra de grandeza y majestad el temible misterio de los altares, al cual los ángeles asisten temblando» 8.
La vida religiosa del P. Hermann transcurrió en profunda humildad, sufrimientos de toda orden y gracias místicas impresionantes. A pesar de ser un alma intensamente contemplativa, fue impulsado por la voluntad divina a una gran actividad evangelizadora: continuos viajes, fundaciones de varios monasterios, predicaciones que reunían multitudes de fieles y direcciones espirituales interrumpidas apenas por cortos períodos de absoluto recogimiento.
Su amor a Jesús era tan fuerte que, a pesar de la debilidad de su salud, no ahorraba esfuerzos para atraer a Él el mayor número posible de almas, e hizo voto de mencionar la Eucaristía en todos sus sermones. A su incansable celo, a la elocuencia de su palabra y al estímulo de sus ejemplos, se deben incontables conversiones, entre ellas las de diez miembros de su familia y de varios otros judíos.
Su talento musical, que en otro momento lo había llevado a la perdición, él ahora lo empleaba en alabanza al Santísimo Sacramento y de la Virgen María, componiendo bellísimos cánticos a Ellos devotados.
Mantuvo lazos de amistad con grandes figuras católicas de la época, como el Santo Cura d’Ars, San Pedro Julián Eymard, Santa Bernadette Soubirous, el Cardenal Wiseman.
Último campo de batalla
Después de años de fructuoso apostolado en Francia, Inglaterra, Bélgica y Suiza, en noviembre de 1870 fue enviado por sus superiores a Prusia, como capellán de los prisioneros de guerra franceses. Allí dio muestras de infatigable dedicación, dejándose consumir como hostia pura al servicio de la Iglesia. El 22 de diciembre describía sus ocupaciones y alegrías con estas palabras:
«Los prisioneros me cercan desde las ocho de la mañana hasta la noche. Me entregué a ellos, y me están usando cuanto pueden, y me usarán hasta consumirme» 9.
En efecto, en enero del año siguiente, al ministrar los últimos sacramentos a dos soldados moribundos atacados de viruela, contrajo, él mismo, esta enfermedad que lo llevaría a la muerte. Tomado por fuerte crisis, recibió la Unción de los Enfermos, renovó sus votos religiosos y, a pesar de los atroces dolores que padecía, cantó en alta voz el Te Deum, el Magnificat, el Salve Regina y el De Profundis.
Finalmente, en la noche del 19 de enero, habiendo empeorado mucho, se confesó y recibió por última vez a aquel Jesús Eucaristía que después de su conversión fuera el único objeto de todas sus aspiraciones y deseos. Permaneció por largo tiempo absorto en acción de gracias, y un poco más tarde sus compañeros le pidieron la bendición. En seguida, extenuado, se dejó caer nuevamente en su lecho, murmurando:
«¡Y ahora, mi Dios, en Vuestras manos entrego mi espíritu!» 10.
Fueron sus palabras finales, después de las cuales permaneció calmo e inmóvil durante toda la noche, hasta las diez horas de la mañana, cuando hizo un ligero movimiento y expiró santamente en los brazos de su amado Jesús.
Por la Hna, Hermana María Lucilia Morazzani Arráiz, EP
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5 SYLVAIN, Charles. Hermann Cohen, Apóstol de la Eucaristía. Estella: Gráficas Lizarra S.L., 1998. p.24.
6 Idem, ibidem, p. 26.
7 Idem, ibidem, p. 27.
8 Idem, ibidem, p. 50.
9 Idem, ibidem, p. 136.
10 Idem, ibidem, p. 138.
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