Redacción (Jueves, 07-03-2013, Gaudium Press) En la lejana Palestina, hace más de dos mil años, una niña llamada Judith se sentaba al lado de un pozo, todas las mañanas, para pedir limosnas.
Tras la muerte de su madre vivía sólo con su padre, quien la llevaba todos los días allí para conseguir el sustento de ambos. La joven era ciega de nacimiento. Sin embargo, su desgracia no le hacía perder el ánimo. Ayudaba a las caravanas, siempre alegre y bien dispuesta, a extraer agua, mientras cantaba bonitas canciones, y con eso iba ganando algo de dinero, que enseguida era recogido con avidez por su progenitor. La destreza con la que sacaba el agua y la sencillez de su corazón conquistaban la admiración de los viajantes, que encontraban en la inocencia de esa alma infantil el mejor refrigerio para sus fatigas.
En las horas en que se quedada a solas, Judith era un espectáculo para los ángeles. Tener la infelicidad de no poder ver las bellezas creadas no le impedía anhelar la venida del Mesías. Al contrario, algo le hacía sentir en el fondo de su alma que ese momento estaba cercano. Un día, cuando estaba en su sitio habitual, oyó las voces de un hombre y de una joven mujer. Con el edicto promulgado por César Augusto el movimiento de transeúntes había aumentado bastante y seguramente aquel matrimonio iría a inscribirse en la tierra de sus antepasados. Servicial como siempre, se ofreció de muy buena gana a proporcionarles agua, y les preguntó con cortesía:
– ¿También estáis viajando vos por lo del empadronamiento?
– Sí, pequeña, respondió el hombre. Me llamo José. Soy de la casa de David y voy a Belén con mi esposa, María, que está encinta.
El tono grave y bondadoso de su voz penetró en el fondo del alma de la ciega muchachita. Cerca de ellos se sentía llena de paz y alegría. Y la noble señora, como adivinando sus sentimientos, le acarició su cabeza diciéndole:
– Muy pronto, una Luz brillará en las tinieblas de este mundo. Y a causa de esa Luz te prometo que verás con tus propios ojos las maravillas creadas por Dios.
Transcurrieron varios meses desde entonces y la vida junto al pozo continuaba siendo la misma… No obstante, la pequeña conservaba en su corazón la promesa de esa señora. Pensando en ella, canturreaba alegremente cuando una tarde fue interrumpida por el típico ruido de animales.
– Niña, ¿qué haces aquí solita?, le preguntó una persona con acento extranjero.
– Canto y saco agua de este pozo para ayudar a mi padre. Pero decidme: ¿quién sois vos? ¿De dónde venís? He oído una música y un tropel y he pensado que sería una caravana.
– Has juzgado bien. Formo parte del séquito del rey Melchor, que regresa a Oriente. He tenido que parar para dar de beber a mi caballo y debo reunirme con la comitiva tan pronto como se recupere del esfuerzo.
– ¿Y qué ha llevado a un rey, como vuestro amo, a emprender tan largo viaje?
– ¿Cómo preguntas eso? ¿Serás la única en Israel que no sabe lo del nacimiento del Rey de los judíos en Belén?
– ¡El Rey de los judíos!, exclamó Judith, mientras su corazón latía con fuerza.
– Sí. Es un niño bellísimo y majestuoso. Cuando mi señor lo vio, se prostró ante Él y lo adoró. Después se dirigió a su madre, María, y le rogó se dignase aceptar el oro que le habíamos traído.
La niña escuchaba boquiabierta mientras el paje continuaba narrándole las peripecias del viaje: la prodigiosa estrella que se les apareció, la conversación con Herodes y los sacerdotes, la llegada a Belén, el aviso recibido en sueños aconsejándoles volver por otro camino…
Cuando se marchó, un torbellino de ideas giraba en la mente de Judith. Aquel niño de Belén ¿no sería el Mesías esperado? Y su madre, ¿no decía el paje que se llamaba María, como la bondadosa Señora que había conocido? Con todo, no era posible que Ella viajase en un pobre jumento, acompañada tan sólo por su esposo. Debía tratarse de una mera coincidencia…
Pasaron algunos meses más y los viajeros que frecuentaban el pozo empezaron a contarle terribles acontecimientos: el rey Herodes, por recelo de perder el trono, había ordenado matar a todos los niños menores de dos años. Judea entera estaba transida de dolor y bañada en sangre inocente…
«¿Cómo podía un rey tan poderoso tener miedo de un niño indefenso?», se preguntaba la chiquilla. «¿Cómo era posible siquiera concebir una orden tan cruel y arbitraria? ¿Qué habría ocurrido con el Rey de los judíos? ¿Y con el hijo de María?».
A partir de esas noticias, el canto de Judith pasó a ser menos alegre. Su fe, no obstante, no había disminuido. El timbre suave de las palabras de la distinguida dama le volvía una y otra vez a su mente. «Señora -le decía en su interior- no me he olvidado de vuestra promesa».
Una fresca mañana la joven oyó unas voces conocidas. El corazón le salía del pecho y tuvo que contenerse para no salir corriendo al encuentro de esas personas… porque se acordó que era ciega. Sin embargo, pronto se disipó cualquier duda. Se trataba, de hecho, de José y de María, que iban camino de Egipto huyendo de Herodes.
En esta ocasión no viajaban solos: un niño fuera de lo común les acompañaba, el cual jugaba elegantemente con un lirio blanco que llevaba en la mano. Aunque Judith no lo veía, por un misterioso sexto sentido percibía su presencia y fue acercándose a Él poco a poco. El niño la miraba con amor y, cuando ya estaba muy cerca, le entregó, con una sonrisa, su albísima y perfumada flor, tocándole la mano.
– ¡Un lirio en el desierto!, exclamó al recibirlo. ¡Con esa fragancia y textura! Y con estos pétalos tan blancos y lindos como nunca se ha visto… Por un momento se quedó paralizada… ¡Sus ojos veían la luz! Podía admirar la azucena que el niño le había dado, contemplar al venerable varón, cuya voz le reconfortaba el alma, deleitarse con el rostro fulgurante de aquella señora inmaculada.
Más que eso, veía sentado en los brazos de su madre, como en el más valioso de los tronos, al Mesías cuya venida tanto había suspirado. La promesa de María se había cumplido. Ante la Luz del mundo, los ojos de la niña inocente comenzaron a ver la luz.
Por Emelly Tainara Schnorr
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