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Los efectos del sacrificio de Cristo

Redacción (Martes, 12-03-2013, Gaudium Press) Afirma Santo Tomás que el hombre tiene necesidad del sacrificio por tres motivos: para obtener la remisión de los pecados, la gracia necesaria para la santificación y la unión perfecta del espíritu con Dios, lo que se verificará, sobre todo, en la gloria eterna.[1] El sacrificio de Cristo produjo los efectos mencionados:

«Ahora, todo eso llegó hasta nosotros mediante la humanidad de Cristo. En primer lugar, porque nuestros pecados fueron borrados: ‘Fue entregado por nuestros pecados’, dice la Carta a los Romanos. En segundo lugar, porque por Él recibimos la gracia que nos salva: ‘Él se tornó causa de salvación eterna para todos aquellos que le obedecen’, dice la Carta a los Hebreos. En tercer lugar, por Él alcanzamos la perfección de la gloria, como nos dice la Carta a los Hebreos: ‘Tenemos confianza, por la sangre de Jesús, de entrar al santuario’, esto es, a la gloria celestial».[2]

Así, al encarnarse el Verbo y asumir la naturaleza humana, puede como hombre ser el mediador sumamente agradable a Dios. Por su sacerdocio, por su ofrenda como víctima de expiación, sella con su sangre la nueva y definitiva alianza, de la cual todas las anteriores eran una mera figura: «Jesús se tornó el fiador de una alianza mejor» (Hb 7, 22). Es delante de este misterio de amor con el cual se obra nuestra redención, que el Apóstol exclama: «Tal es precisamente el sacerdote que nos convenía: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y elevado por encima de los cielos» (Hb 7, 26). Para Santo Tomás, esas cinco características de Cristo Sacerdote marcan la diferencia entre el nuevo sacerdocio y el de la Ley Antigua, el cual era figurativo de aquel que vendría.

En efecto, explica el Aquinate,[3] Jesús respecto a la santidad «reunía las perfectas condiciones», porque «fue consagrado a Dios desde el inicio de su concepción: ‘Por eso mismo, el Santo que ha de nacer de Ti será llamado Hijo de Dios'» (Lc 1, 35); Su inocencia fue suma, «visto que Él no cometió pecado»; no tuvo mancha, como muy bien es simbolizado por el cordero sin defecto de la Antigua Ley (Éx 12, 5); «fue de manera absoluta a peccatoribus segregatus – separado de los pecadores», pues aunque haya vivido entre ellos, jamás trilló sus vías (cf. Sb 2, 15); y, por último, «está sentado a la derecha de la majestad de Dios» (Hb 1, 3), o sea, por encima de todas las criaturas celestiales; «en Él la naturaleza humana es sublimada», y habiendo sentado a la derecha de Dios (cf. Hb 1, 3), «es un sacerdote extremadamente adecuado».

En Cristo es eliminado todo cuanto era imperfecto en el sacerdocio del Antiguo Testamento. La Ley constituía en el sacerdocio hombres frágiles y de vida breve (cf. Sb 9, 5) que debían, con frecuencia, ofrecer sacrificios por sus propios pecados y por los del pueblo (cf. Lv 16, 5-7), mientras que «contra la Sabiduría, el mal no prevalece» (Sb 7, 30), pues Cristo no tuvo que ofrecer por Sí,[4] debido a su inocencia y santidad. «Su único sacrificio bastó para borrar los pecados de todo el género humano».[5]

Mons. João S. Clá Dias, EP

[1] Cf. S Th III, q. 22, a. 2.
[2] S Th III, q. 22, a. 2, resp.
[3] Super Heb. cap. 7, lec. 4.
[4] «A prefiguração não se pode equiparar à verdade. Por isso, o sacerdócio prefigurativo da antiga lei não podia atingir um grau tal de perfeição que não precisasse mais do sacrifício de satisfação. Ora, Cristo não teve essa necessidade; portanto, a razão não é a mesma para ambos. É o que diz o Apóstolo: ‘A lei estabeleceu, como sacerdotes, homens sujeitos à fraqueza, mas a palavra do juramento, posterior à lei, estabeleceu o Filho perfeito para sempre'(Hb 7,28)» (S Th III q. 22, a. 4, ad 3).
[5] Super Heb. cap. 7, lec. 4.

 

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