Redacción (Viernes, 29-03-2013, Gaudium Press) Era el Templo restaurado por Herodes. Aunque «hecho de bellas piedras y recamado de ricos donativos» (Lc 21, 5), bien lejos estaba de poseer el esplendor y la magnificencia del anterior, erigido según la capacidad y la sabiduría de Salomón.
En aquel día, una pareja, llevando el más bello de todos los niños, atravesó los umbrales del recinto sagrado, con la intención de cumplir las prescripciones de la Ley respecto a los primogénitos. En la apariencia, aquella escena nada tenía de extraordinario: con mucha frecuencia las familias israelíes, venidas de las más variadas ciudades, llegaban a Jerusalén, trayendo a sus hijos para presentarlos al Señor y ofrecer el sacrificio prescrito por la Ley: un par de tórtolas o dos palomitas (cf. Lc 2-24). Casi siempre las madres preferían asociar esta ceremonia a aquella de su propia purificación, a la cual estaban obligadas por las rígidas normas del Levítico.
Entretanto, en esa ocasión, el ritual de la presentación se revestía de dimensiones verdaderamente divinas y fuera previsto con siglos de antecedencia por el profeta Ageu: «Llenaré de mi gloria este templo – dice el Señor del universo. La plata y el oro me pertenecen – oráculo del Señor del universo. El esplendor futuro de este templo será mayor que el primero – oráculo del Señor del universo. En este lugar Yo daré la paz – dice el Señor del universo» (Ag 2, 7b-10). Y por Malaquías: «Luego llegará a su templo el Dominador, que vosotros buscáis, y el Ángel de la Alianza, que vosotros deseáis» (Ml 3, 1b).
Con efecto, aquel arrebatador niño, conducido en los brazos de su Madre para someterse humildemente a los preceptos de la Ley mosaica, era el propio Dominador, el Hijo Unigénito de Dios, nacido bajo el dominio de la Ley, para rescatar a los que se encontraban bajo el dominio de la Ley (cf. Gl 4, 5).
Día de gaudio (alegría) y de gloria aquel en que, por fin, las profecías alcanzaban su realización y el Divino Niño comenzaba a ser reconocido por los que «en Jerusalén esperaban la redención» (Lc 2, 38).
«Una espada traspasará Tu alma»
Entrando al templo, María y José se depararon con un anciano de venerable aspecto, que para allá se dirigiera, lleno de esperanza, bajo la inspiración del Espíritu Santo (cf. Lc 2, 27). Al ver al Niño Jesús, Simeón, que podría ser denominado el varón-esperanza, luego comenzó a bendecir a Dios y a profetizar respecto a Él, dejando admirados a su padre y su madre (cf. Lc 2, 33). También Ana, la profetisa, que se encontraba en el Templo, se puso a hablar sobre Él, tornándose una de las primeras anunciadoras de la misión redentora de Jesús. María y José oían todas esas palabras, y sus corazones se llenaban de gozo al constatar que el inefable misterio del cual ambos eran depositarios, Dios Se dignara comunicarlo también a otras almas, manifestándoles la presencia de Cristo en el mundo.
Simeón tomó al Niño en los brazos y, después de haber sido pago el impuesto, lo entregó a su Madre, diciéndole: «Una espada traspasará Tu alma» (Lc 2, 35).
¡Qué contraste impresionante! Allí estaba la pareja princeps, dos criaturas escogidas por Dios para servir de arquetipo a la humanidad: María y José. En esos momentos de consolación, en los cuales la Luz descendía del Cielo para revelarse a las naciones comenzaba a caer sus primeros rayos, se abría ya, de manera oficial, la «vía dolorosa» que el Señor apuntaba a Su Santa Madre. La alegría de María – de poseer un Hijo que es Dios y de pertenecer a un Dios que es Su Hijo – en aquel instante se transformó en tristeza. Auge de alegría y auge de tristeza se conjugaron en el corazón de la Virgen: cuánta perplejidad en esa ocasión en que todo debería hablar de júbilo y, entretanto… «¡una espada traspasará Tu alma!»
Por el pecado, el sufrimiento se tornó inherente a la condición humana
¿Por qué quiso Dios unir el dolor a la alegría en una verdadera paradoja, inevitable en la vida humana? Todos nosotros, por las inclinaciones de la naturaleza, siempre propensa a buscar la felicidad y a huir de cualquier sufrimiento, somos incapaces de comprender esa maravilla, si no es por un especial auxilio de la gracia. Fuera de la filosofía cristiana iluminada por la fe, el problema del dolor ha sido siempre algo difícil de resolver. Mientras algunos lo conciben como un mal a ser evitado a todo costo, otros, pasando al extremo opuesto, lo consideran imprescindible y llegan a hacer de él un placer malsano y amargo, única salida para su falta de esperanza.
La Iglesia, al contrario, siempre trató de ese asunto de forma equilibrada. En virtud del pecado original, el sufrimiento se tornó inherente a la condición humana, y el hombre debe utilizarlo para el servicio de Dios, transformándolo en una fuente de méritos y hasta de gloria.
Respecto al modo cómo los hombres, tanto los buenos como los malos, soportan las tribulaciones, así escribe San Agustín: «Aunque justos y pecadores sufran un mismo tormento, el resultado no es el mismo. El mismo fuego hace resplandecer el oro, purificándolo, y la paja lanzar humo; el mismo trillo sirve para limpiar los granos y romper las bordes… Así también, una misma adversidad purifica y perfecciona a los buenos, y destruye y aniquila a los malos. Por consiguiente, en una misma calamidad, los pecadores se rebelan y blasfeman contra Dios, mientras los justos lo glorifican y piden misericordia; la gran diferencia de sentimientos no está en la calidad del mal que unos y otros padecen, sino en la de las personas que lo sufren. Sacudidos de un mismo modo, el lodo exhala un mal olor insoportable, y el bálsamo precioso un suavísimo olor».1
Cristo quiso asumir nuestra carne en estado enfermo
Para conocer a fondo todo el valor que se desprende del dolor cuando santamente aceptado, nos basta observar que éste fue la vía escogida por la Providencia para el propio Hombre-Dios y Su Madre Santísima. Al acercarnos a un altar en cualquier iglesia de la tierra, siempre lo encontraremos presidido por un Crucifijo; y, a los pies de esa Cruz, indisociable del Hijo, imaginamos una Madre que llora: Stabat Mater dolorosa, juxta crucem lacrimosa…
Reza la teología que, para rescatar al género humano, habría bastado Nuestro Señor Jesucristo ofrecer a Dios Padre un simple gesto, una corta palabra, o hasta incluso un piscar de ojos, por ser de valor infinito todos sus actos.2 Por tanto, una única gota de sangre derramada durante la Circuncisión sería suficiente para consumar la obra de la Redención.3
Entretanto, decretó el Padre Eterno que Él sufriese la Pasión y Muerte de Cruz, pues no podría permitir que a Su Verbo – «efusión de la luz eterna, espejo sin mancha de la actividad de Dios, imagen de Su bondad» (Sb 7, 26) – fuese negada una gloria en plenitud y esplendor. Fue por ilimitado amor a Su Unigénito que Dios permitió las ignominias de la Flagelación, las humillaciones del Ecce Homo, el agotamiento de la Vía Sacra y los tormentos de la Crucifixión. El Hijo, que por Su naturaleza divina no era capaz de sufrir, quiso asumir nuestra carne en estado enfermo, y no en cuerpo glorioso, como correspondía a Su alma, la cual se encontraba en la visión beatífica desde el primer instante de la Encarnación.
Actuando de ese modo, Dios no visó apenas obrar la Redención de la forma más espléndida, sino quiso proponer a los hombres de todos los tiempos el Modelo perfecto a ser seguido. Así se expresa respecto a este tema el piadoso P. André Hamon: «Cuando Dios, en Sus eternos decretos, decidió la Encarnación del Verbo, se propuso presentar a los ojos de los hombres el modelo de la vida nueva que debería salvarlos. Como hombre, el Verbo Encarnado les mostraría el camino; como Dios, les daría la garantía de la perfección del modelo. Sus virtudes serían imitables, pues serían la acción de un hombre; y una regla segura, ya que serían la acción de un Dios».4
El misterio profundísimo de la Cruz
Ahora, al contemplar al Hombre-Dios, nos deparamos con ese profundo misterio: Él, el Omnipotente, el Señor de la Gloria, a quien los Ángeles adoran sin cesar, «se hizo en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4, 15), y sufrió las contingencias de la condición humana como hambre, sed, sueño y fatiga. Para la mentalidad del hombre moderno – invadida por la idea de un triunfalismo mal comprendido, del cual desapareció casi completamente el verdadero sentido del dolor -, la figura de Nuestro Señor Jesucristo clavado en la Cruz, clamando al Padre la magnitud de Su abandono, aparece como la de un fracasado. «En verdad, Él tomó sobre Sí nuestras enfermedades, y cargó nuestros sufrimientos: y nosotros lo reputábamos como un castigado, herido por Dios y humillado» (Is 53, 4).
Entretanto, debemos buscar discernir la sublime lección contenida en el Sacrificio del Calvario, cuya renovación incruenta se obra diariamente en todos los altares del mundo. En su poema El Triunfo de la Cruz, así canta San Luís María Grignion de Montfort: «Es la Cruz, sobre la tierra misterio profundísimo, que no se conoce sin muchas luces. Para comprenderlo es necesario un espíritu elevado. Entretanto, es preciso entenderlo para que podamos salvarnos. […] La Cruz es necesaria. Es preciso sufrir siempre: o subir al Calvario o perecer eternamente. Y San Agustín exclama que somos réprobos si Dios no nos castiga y nos prueba».5
Dios quiso someter al hombre a la prueba
La vida en el Paraíso Terrestre era libre de cualquier incómodo. El hombre estaba sumergido en la felicidad: los vegetales se encontraban a su disposición, los animales lo servían, no había enfermedades ni cansancio, y, por un especial favor del Creador, la amenaza de la muerte no lo alcanzaba. También su alma vivía en paz, pues, gracias al don de la integridad, la carne y el espíritu no entraban en conflicto, y todas las pasiones se ordenaban a la luz de la Fe.
No obstante, en medio de aquella agradable existencia llena de delicias, Dios quiso que hubiese una prueba y, en consecuencia, un pequeño dolor: «No comas del fruto del árbol de la ciencia del bien y el mal; porque en el día en que de él comas, morirás indudablemente» (Gn 2, 17).
Era conveniente que Dios, seriedad infinita, exigiese del hombre un tributo de su sumisión, por medio del cual éste demostrase la autenticidad de las alabanzas y las honras que prestaba a su Creador. La aceptación de esta prueba era una renuncia magnífica y un homenaje impar, que partía de la humanidad ya en su nacedero y se elevaba hasta el trono de Dios.
El pecado y sus consecuencias
Ahora, Adán y Eva sucumbieron a la tentación. Tal vez les haya sobrevenido la idea, no explícita, de que no debería existir el más leve dolor en el orden de la creación, y delante de la prueba que Dios les imponía tomaron una actitud de revuelta interior, inducidos a robar la propia honra de Dios.
Nuestros primeros padres pecaron. Y la caída trajo el castigo, en sentencia proferida por el propio Dios: «Multiplicaré tus sufrimientos […] maldita sea la tierra por tu causa. Tirarás de ella con trabajos penosos tu sustento todos los días de tu vida» (Gn 3, 16-17).
El pecado produjo una revolución en esa armonía interior y exterior en la cual antes vivían: el hombre se encontró de repente cercado de mil peligros de la naturaleza, los animales se le tornaron hostiles, la tierra produjo espinas y abrojos, y él se vio obligado a comer el pan con el sudor de su rostro (cf. Gn 3, 18-19). Su alma se volvió víctima de las malas inclinaciones, sujeta al error y a la rebeldía de los instintos contra los dictámenes de la razón. Y la Historia pasó a registrar la peregrinación ardua y dolorosa de una humanidad en guerra constante contra sí misma, conforme dice el Libro de Job: «La vida del hombre sobre la tierra es una lucha» (Job 7, 1).
La culpa de nuestros primeros padres atrajo sobre ellos, y sobre su posteridad, la maldición y la pérdida de la amistad de Dios, reparable solamente por medio del Bautismo y de la gracia. Pero alcanzó también el orden del universo, del cual Adán fuera hecho rey: «Le diste poder sobre las obras de Vuestras manos, Vos le sometisteis todo el universo» (Sl 8, 7).
Afirma San Pablo: «La creación fue sujeta a la vanidad (no voluntariamente, sino por voluntad de aquel que la sujetó), todavía con la esperanza de ser también ella liberada del cautiverio de la corrupción, para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que toda la creación gime y sufre como que dolores de parto hasta el presente día» (Rm 8, 20-22).
Un Dios abrazado a la Cruz
A pesar de haber maculado la Creación, el pecado no consiguió frustrar los planes de Dios, como era intención del demonio. Al contrario, determinó Él, en sus insondables designios de misericordia, establecer un orden del universo todavía más bello y esplendoroso, nacido de la Encarnación y del sacrificio de su Hijo Unigénito.
En la armonía de ese nuevo orden, habría de ser preponderante el papel del dolor. Habiendo sido mal correspondida la prueba en el Paraíso, la vida de la gracia, traída por la Redención, no podría concebirse sin sufrimiento, de modo que los «degradados hijos de Eva» reparasen la falta de sus padres.
Era preciso que los hombres adorasen un Dios abrazado a la Cruz, el Vir dolorum previsto por Isaías, clavado sobre el madero del oprobrio y de la ignominia, y tuviesen delante del Hombre-Dios moribundo todas las ternuras y veneraciones que el corazón humano es capaz.
Él descendió a esta tierra de exilio, atravesando las brumas del pecado sin dejarse tocar por él, y, tomando sobre Sí nuestras debilidades, con ellas subió al Gólgota para allí consumar Su holocausto y restituir a los hombres la paz y la felicidad que habían perdido.
Es bien verdad que, a lo largo de los tres años de vida pública, tuvo Él un período brillante a los ojos del mundo, durante el cual las multitudes iban a su búsqueda, sôfregas de oír sus enseñanzas y beneficiarse de sus milagros. Cuando en Su entrada solemne en Jerusalén, la multitud cantaba «hosanna al Hijo de David» (Mt 21, 9). Hubo, inclusive, aquellos que quisieron proclamarlo rey (cf. Jn 6, 15). Pero, en medio de todos los éxitos, el peor de los dolores se incrustaba en Su Corazón, delineando Su misión de Siervo Sufridor y colocando una sombra sobre el futuro que lo esperaba: era la brutal falta de correspondencia de aquellos que más lo deberían reconocer. «Vino para el que era Suyo, pero los Suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11).
Si, en Su trayectoria terrenal, Nuestro Señor hubiese recibido siempre todas las glorificaciones del Tabor y del Domingo de Ramos, algo de Su bienquerencia por los hombres y de Su disposición de entregar la vida por ellos habría dejado de resplandecer a nuestros ojos, y no comprenderíamos suficientemente el misterio de amor que se discierne en la Cruz y en el Santo Sepulcro. «Nadie tiene mayor amor que aquel que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
Somos llamados a colaborar en la obra de la Redención
Ahora, movido por Su ilimitado amor a los hombres, Jesús quiso también la participación de ellos en Su dolor. Él no necesita de concurso humano alguno para redimirnos, una vez que la Preciosísima Sangre derramada en la Pasión bastaría para borrar los pecados de infinitas criaturas, mas desea asociarnos a Sus sufrimientos y así hacernos partícipes de Sus méritos y de Su gloria. Es este el simbolismo del agua que el sacerdote mezcla al vino, en la preparación del cáliz para el Santo Sacrificio. Nuestros dolores, de sí, valen menos hasta que unas pocas gotas de agua, pues, la mayoría de las veces, están contaminadas por imperfecciones y miserias; pero unidas al «vino que engendra vírgenes», pueden aquellas tornarse una «misma y única bebida de salvación».6
San Pablo mostró haber penetrado a fondo en ese misterio, cuando escribió en su epístola a los Colosenses: » Ahora me alegro en los sufrimientos soportados por vos. Lo que falta a las tribulaciones de Cristo, completo en mi carne, por Su cuerpo que es la Iglesia» (Cl 1, 24).
Este pasaje es así comentado por Tanquerey: «Ciertamente, esta Pasión es, no solamente completa, sino abundante y superabundante. Entretanto, como Jesús es la cabeza de un cuerpo místico, del cual todos nosotros somos los miembros, la Pasión de este Cristo místico se completa cada día en sus miembros sufridores, y ella no estará terminada sino cuando el último de los electos haya sufrido su parte de los dolores de Cristo. […] Entonces el dolor tendrá un sentido, entonces seremos verdaderamente los colaboradores del Divino Salvador en la obra de la salvación de las almas».7
Crisol donde Dios lanza a las almas muy amadas
Llevando esto en consideración, el papel del dolor en la vida humana adquiere una perspectiva tan elevada que torna enteramente fuera de propósito cualquier queja o inconformidad de nuestra parte en relación a las cruces que Dios tenga por bien enviarnos.
En la aceptación entera de la voluntad divina encontramos el mejor medio de restituir al Creador la gloria que le fue negada por la primitiva desobediencia, manifestándole, por un acto de conformidad con Sus designios, nuestro tributo de amor y de reparación a Su Majestad ofendida.
Al mismo tiempo, si iniciamos las veredas del dolor col ánimo decidido, nos es ofrecida la ocasión de alcanzar preciosos beneficios para el progreso de nuestra vida sobrenatural. Dada la tendencia natural del hombre para el egoísmo, fácilmente él se olvida de Dios cuando la felicidad y el éxito parecen seguir sus emprendimientos. La adversidad es, pues, un poderoso auxilio para purificar el alma del apego excesivo a las criaturas, obligándola a considerar la inanidad de los bienes pasajeros y volverse solo para Dios, único Bien del cual todo se puede esperar.
Tales disposiciones delante del sufrimiento confieren un carácter respetable a aquel sobre el cual este se abate, tornándolo digno de admiración.
En los días de hoy, el sentido cristiano de la palabra «admirable» se va perdiendo, dando lugar a conceptos deturpados, según los cuales el hombre, para alcanzar la plena realización de su personalidad, debe ser exitoso en la vida, correr de victoria en victoria, sin jamás ser incomodado por cualquier revés o dificultad; solo así se tornará merecedor del aplauso y de la aceptación de los demás. La experiencia histórica, sin embargo, nos revela lo contrario: los hombres sufridores, que a lo largo de su existencia tuvieron que enfrentar peligros, angustias, incomprensiones y hasta incluso aparentes catástrofes, pero, fortalecidos por la gracia divina, acabaron venciendo, esos sí son verdaderamente dignos de la aprobación de los demás hombres y del beneplácito de Dios.
El dolor es, pues, el crisol donde la Providencia lanza a las almas muy amadas, sobre las cuales reposa una especial predilección de Su parte, para de ellas recoger apenas la plata finísima, libre de cualquier impureza. El Libro del Eclesiástico pone una luz sobre esa atrayente temática: «Mi hijo, si entrares al servicio de Dios, permanece firme en la justicia y el temor, y prepara tu alma para la probación; humilla tu corazón, espera con paciencia, da oídos y acoge las palabras de sabiduría; no te perturbes en el tiempo de la infelicidad, sufre las demoras de Dios; dedícate a Dios, espera con paciencia, a fin de que en el último momento tu vida se enriquezca. Acepta todo lo que te suceda. En el dolor, permanece firme; en la humillación, ten paciencia. Pues es por el fuego que se experimentan el oro y la plata, y los hombres agradables a Dios, por el crisol de la humillación» (Eclo 2, 1-5).
Dos actitudes delante la tragedia
Recibida con resignación, o con sobrenatural entusiasmo, el dolor enaltece al hombre y lo invita a una donación generosa de sí mismo, de la cual, en la prosperidad, tal vez él no se juzgase capaz. Así, puede haber circunstancias infelices que, de modo inesperado, reduzcan a la derrota a alguien anteriormente coronado de éxito. Colocado delante de su propia tragedia, él podrá llorar, lamentando su fracaso, y ahogarse en el abatimiento y en la revuelta contra Dios; o entonces él se erguirá con una grandeza de alma triunfal, comprendiendo la belleza de su infortunio, ya que éste lo aproxima más a la Divina Víctima del Calvario.
En palabras dirigidas a los peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro, así se expresaba el hoy Papa Emérito Benedicto XVI: «Jesús sufre y muere en la Cruz por amor. De este modo, considerando bien, dio sentido a nuestro sufrimiento, un sentido que muchos hombres y mujeres de todas las épocas comprendieron e hicieron suyo, experimentando una profunda serenidad también en la amargura de arduas pruebas físicas y morales».8
En el instante en que el hombre se abraza a la Cruz y la toma como un presente de la munificencia divina, se manifiesta todo el poder sublime y al mismo tiempo misterioso del holocausto. Su dolor se torna fecundo y proficuo, más eficaz en el orden de la Comunión de los Santos y en la realización de los designios de Dios de que sus esfuerzos naturales o sus demás obras apostólicas. Ofrecido el sacrificio, algo en el alma germina, nace y genera frutos, elevándose delante de Dios como oblación grata e inmaculada, y dando al hombre una alegría y una paz interior que todas las riquezas y glorias del mundo jamás podrán proporcionarle.
En los días llenos de los imponderables serios y graves de la Semana Santa, alleguémonos a los pies de la Cruz donde pende el Salvador, abandonado por casi todos – sobre todo en este siglo en que tantos y tantos hombres solo buscan el placer y bienestar personal – y coloquemos en las manos de la Mater Dolorosa, cuya alma fue traspasada por el gladio del dolor, toda nuestra entrega y disposición de padecer por Cristo y por Su Iglesia. Las lágrimas de María purificarán nuestra ofrenda de las eventuales miserias de las cuales pueda estar manchada y la tornarán útil para la edificación de Su Reino y el triunfo de Su Inmaculado Corazón.
Hermana Clara Isabel Morazzani Arráiz, EP
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1 AGOSTINHO, Santo. A Cidade de Deus. l. 1, c. 8.
2 Cf. ROYO MARÍN, OP, Fr. Antonio. Jesucristo y la vida cristiana. Madrid: BAC, 1961, p. 324.
3 Cf. DENZINGER, H.. HÜNEMANN, P. Compêndio dos símbolos, definições e declarações de fé e moral. São Paulo: Loyola; Paulinas, 2007, p. 328, n. 1.025.
4 HAMON, M. André-Jean-Marie. Méditations. Paris: Lecoffre, 1933, v I, p. 55-56.
5 MONTFORT, São Luís Maria de. Carta-circular aos amigos da Cruz. Cântico «O Triunfo da Cruz». Trad. Maria Helena Montezuma Pohle. Rio de Janeiro: Santa Maria, 1954, p. 67-68.
6 Cf. CANTALAMESSA, OFMCap, Raniero. Obediencia. Trad. Ricardo M. Lázaro Barceló. 3. ed. Valencia: Edicep, 2002, p. 71. TANQUEREY, Adolphe. La divinisation de la souffrance. Paris-Tournai-Rome: Desclée de Brouwer, 1931, p. IX-X. Ângelus, 01/02/2009.
7 TANQUEREY, Adolphe. La divinisation de la souffrance. Paris-Tournai- Rome: Desclée de Brouwer, 1931, p. IX-X.
8 Ângelus, 01/02/2009.
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