Redacción (Jueves, 11-04-2013, Gaudium Press) Tal vez me dí cuenta de que algo estaba mal en un trayecto de autobús, una mañana cualquiera de marzo, en camino hacia mi escuela. La vida se sentía triste, rutinaria, apagada y aburrida, aunque estuviera viviendo un viaje extraordinario y enriquecedor. Teniendo todo, viviendo en un país diferente, sin preocupaciones, no podía entender por qué estaba triste. Pero era así. El alma, como arrugada, se recogía dentro del pecho y los ojos parecían no ver la buena fortuna de mi situación y los muchos motivos de alegría que en realidad tenía. En unos cuantos días la respuesta llegaría a mí, insospechada, en otra mañana cualquiera, sin necesidad de acudir a una terapia o un medicamento.
Vancouver es una bella ciudad canadiense. Lo es para mí, y permanece en mi memoria como un agradable recuerdo. Está situada junto al Océano Pacífico, y su centro está ubicado junto a una profunda bahía que se atraviesa en un pequeño ferry o dos imponentes puentes, uno de los cuales exhibe portentosos leones en sus entradas y su vía atraviesa un bello parque. El mar y los bosques proveen un paisaje hermoso y reflexivo, y las montañas cubiertas de nieve me regalaron un espectáculo verdaderamente excepcional, tras 16 años de los estables y benignos climas tropicales de Colombia.
Pero estaba triste. Era una tristeza más bien parecida a una pregunta. No era lógico sentirse abrumado y aburrido en un viaje, conociendo gente nueva de todos los lugares del mundo que viajaban como yo a practicar el idioma. No era lógico, porque todo parecía gustarme, me sentía como en casa, y la amabilidad de las personas que me rodeaban aún despierta en mí un sentido de gratitud. Cada aspecto de mi vida estaba en orden, e incluso conté con la buena fortuna de asistir a una parroquia pastoreada por un sacerdote mexicano, lo cual incrementaba la familiaridad ya característica de la Iglesia. En un mar de alegrías, me sentía triste. Pero la respuesta estaba cerca.
No recuerdo si ese día hacía frío. Es probable que sí, ya que el invierno no se había retirado aún de esas tierras. Salí temprano de casa, como acostumbraba, y caminé por la calle que bajaba hacia la estación del autobús. Si pensarlo, levanté la mirada y vi algo diferente, algo que parecía llegar a lo más profundo de mi alma y que cambió al instante mi semblante. En un pequeño trozo del cielo, las nubes cedieron finalmente y, después de meses, algo del profundo azul que había estado siempre detrás de ellas llegó hasta mis ojos.
Me quedé de pie, como extasiado, en medio de la calle. Sin darme cuenta, una lágrima resbaló por mi mejilla, y sonreí al entender lo que había sucedido. Me reí a carcajadas, luego, al ver que lloraba por haber visto una pequeña parcela de cielo azul. Era el mismo cielo azul que había visto con regularidad durante toda mi vida. Era el mismo cielo azul que nunca me importó. Pero, en ese día, era el final de mis tristezas y el símbolo de la esperanza. Ver el cielo azul en ese momento fue como recuperar el sentido de la belleza y la habilidad de valorar todo lo bueno que seguía a mi lado. El mundo era el mismo, pero había un cielo azul allá arriba.
Esa es la importancia del firmamento. Difícilmente se me ocurre algo más relevante, y es posible que en nuestras vidas lo hayamos necesitado con urgencia reiteradamente. Es posible que hoy también tengamos que recordar que existe un cielo azul encima de nuestras cabezas, detrás de las nubes grises, para valorar todo lo bueno que tenemos a nuestro lado.
De ese cielo azul, sencillo, hermoso y gratuito, aprendí que muchas veces no hace falta cambiar nada. Sólo nos hace falta recobrar la esperanza. Nos falta recordar que tenemos alma, que nuestra vida está orientada a Dios, a la eternidad, como argumentaba bellamente Antón Chéjov en boca de un artista ideado en uno de sus cuentos. Y entonces, al recuperar el sentido de la belleza y de la gratitud, la tristeza se desvanece como la escarcha bajo los rayos del sol.
Ahora es de ustedes la receta.
Gaudium Press / Miguel Farías.
Deje su Comentario