Redacción (Martes, 16-04-2013, Gaudium Press) El Señor, después de haber rezado al Padre, constituyó Doce apóstoles para enviarlos a predicar el Reino de Dios. [1] El número de los Doce recuerda las doce tribus de Israel; por un lado expresa la edificación del nuevo Israel, nacido del «resto» del antiguo, pero por otro lado, es intención de Nuestro Señor romper con la casta sacerdotal limitada a una tribu.
El propio acto de elección comporta ya una participación de los apóstoles en la consagración y misión de Jesús, porque los escoge para enviarlos a predicar, por tanto, los hace partícipes de su consagración y de su misión, realizándose esto en diversos momentos y coincidiendo con la institución del sacramento del orden, observable en diversas ocasiones en las cuales reciben de Jesús la llamada, la potestad y la misión, completada en Pentecostés.
El magisterio une la institución del orden a la Eucaristía. Juan Pablo II, por ejemplo, reafirmó la doctrina tridentina de la unión del orden con la Eucaristía. Después de la Resurrección, el Señor hace de los apóstoles los continuadores de su misión y les da el poder de perdonar los pecados. [2] Esa misión de los apóstoles deriva de la consagración recibida. No es propia, en doble sentido: es una iniciativa de Otro y su capacidad para desarrollarla es participada.
En esa misión los apóstoles fueron confirmados en el día de Pentecostés. Al descender el Espírito Santo, se realizó el cumplimiento de la promesa de Nuestro Señor Jesucristo y se completa la institución del orden sagrado mientras da a los apóstoles la gracia necesaria para cumplir Su misión ejercitando la ‘potestas’ sacra. Los apóstoles recibieron, de este modo, la calificación que permanecerá en los detentores del sacerdocio ministerial: una capacidad ontológica y un «impulso interior» – el don de Pentecostés contiene también aquello que posteriormente se llamará «gracia sacramental específica» de la orden. [3] Si la ‘missio Ecclesiae’ es siempre reconducible a la misión invisible del Hijo y del Espíritu Santo, la ‘missio apostólica’ deberá tener su origen no solo en Cristo, sino también en el Espíritu Santo.
El grupo de los Doce reunidos en el Cenáculo, como germen de la Iglesia, había ya sido enviado por el Señor a los hijos de Israel, y después a todas las gentes, a fin de que, participando de su potestad, los convirtiesen en discípulos, los santificasen y los gobernasen, sin embargo, fueron confirmados en esa misión en Pentecostés. Fueron impulsados a la misión y a predicar audazmente el Evangelio. Ese don del Espíritu Santo, el mismo Espíritu de Cristo, descendió sobre ellos para que lo comuniquen a todos los hombres.
La posición de los Doce, además de ser embajadores y ministros de Cristo, los sitúa también a la cabeza de la comunidad cristiana. Ellos están conscientes de estar investidos de autoridad, ejecutándola inclusive con vehemencia.[4] Escogidos juntos, su unión fraterna estará al servicio de la comunidad. Su autoridad no es de dominio, sino ejercitada «para edificar y no para destruir».[5]
Por P. Juan Carlos Casté, EP
[1] Mc 3, 13-19; Mt 10, 1-42.
[2] Cf. Jo 20, 21-23.
[3] Cf. Philipe Goyret Chiamati, Consacrati, Inviati Il Sacramento dell’Ordine. Libreria Editrice Vaticana, 2003.
[4] Cf. 1 Cor 4, 21; 5, 5.
[5] 2 Cor 13, 10.
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