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En el sufrimiento, la raíz de la gloria

Redacción (Jueves, 25-04-2013, Gaudium Press) A continuación el comentario sobre el evangelio del V Domingo de Pascua, por Mons. João Clá Dias, Fundador de los Heraldos del Evangelio:

Evangelio

31 Cuando salió [Judas del cenáculo], dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en Él. 32 Si Dios es glorificado en Él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará.

33a Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. 34 Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. 35 En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13, 31-33a.34-35).

I – LA ARMONÍA DE LA NATURALEZA HUMANA EN EL PARAISO

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Mons. João Clá

Nuestra vida en la faz de la tierra puede ser definida como una gran prueba, porque venimos a este mundo para enfrentar una existencia manchada por el pecado, repleta de dificultades, y sólo si somos fieles a las gracias recibidas obtendremos el premio de la bienaventuranza eterna. El Creador ha puesto esa prueba en el camino de todos los seres inteligentes, ni siquiera los ángeles alcanzaron la visión beatífica sin haber pasado antes por ella.1 Adán y Eva, nuestros primeros padres, habían sido introducidos en el Paraíso, en gracia, para ser probados también y no fueron fieles. Por desobedecer y comer del fruto prohibido fueron expulsados del Edén y privados de muchos de los privilegios concedidos por Dios cuando vivían en estado de justicia, entre ellos la ciencia infusa, que les daba el conocimiento de los secretos de la naturaleza, la impasibilidad, por la cual no enfermaban, y el magnífico don de integridad.

El don de integridad

Este especialísimo don hacía que todas las inclinaciones de las pasiones y los impulsos de la naturaleza estuvieran en armonía con la ley divina.2 La sensibilidad y la voluntad eran gobernadas por la razón, perfectamente equilibrada, y ésta se sometía con docilidad a las determinaciones de Dios. El orden existente en el hombre antes del pecado podría ser comparado a un motor afinado, sin ningún tornillo flojo, o a un croché muy bien hecho, sin ningún punto suelto; un completo equilibrio reinaba en todos los movimientos de alma y de cuerpo, sin el menor esfuerzo. Con el don de integridad nunca derramaríamos una lágrima, no padeceríamos dolor ni ningún tipo de sufrimiento, y la tragedia no se presentaría en nuestras vidas, porque todo estaría acorde con el orden establecido por el Creador.

Únicamente conociendo de cerca al Señor y a la Virgen podríamos hacernos una idea exacta de tal privilegio, puesto que ambos lo poseyeron desde el primer instante de su concepción, al no haber pasado por Ellos ni siquiera la sombra de la mancha del pecado. En Jesús encontramos ese don en grado infinito, pues en Él todas las acciones humanas son reflejo de las divinas, como consecuencia de la unión indestructible entre ambas naturalezas. Esta gracia de unión hace que Él, incluso como hombre, sea intrínseca y absolutamente impecable, y que todo su Cuerpo y hasta el más mínimo de sus movimientos sean santos de manera infinita.3 En el caso de la Virgen, pura criatura humana divinizada por la gracia, reconocemos ese don al no haber en Ella ningún movimiento desordenado.

¿De dónde procede la necesidad del don de integridad en el hombre? Del hecho de que éste es un microcosmos, cuya naturaleza cuenta con elementos de los reinos mineral, vegetal, animal y espiritual, a los que, por la gracia, se añade la participación en la vida divina. Esos elementos contienen leyes contradictorias que entran en conflicto en nuestro interior a causa del pecado. Por ejemplo, el elemento espiritual exigirá una dedicación a lo impalpable y sobrenatural que irá en aumento y la ley animal huirá de esa tendencia llamando nuestra atención a lo concreto y material. Mientras un mandamiento de la Ley de Dios nos ordena que no codiciemos los bienes ajenos, nuestros instintos nos inducen a que nos apropiemos de lo que nos gusta, aunque no nos pertenezca. Los ejemplos podrían multiplicarse indefinidamente, porque existe una constante lucha entre las diversas leyes que dan origen a las dificultades de esta vida y causan tormentos, perplejidades y dolor. He aquí la razón de la afirmación de San Pablo: «Según el hombre interior, me complazco en la Ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros» (Rm 7, 22-23). El precepto divino le exige al Apóstol un determinado comportamiento, mientras que su instinto le lleva a adoptar una actitud en sentido contrario. Este es el drama del ser humano sobre la faz de la tierra.

Por consiguiente, querer planificar una vida sin sufrimiento es algo imposible, porque no hay nadie que esté libre de contrariedades. No obstante, ¿se podrá compensar la ausencia de ese don consiguiendo que sus efectos operen en nuestras almas de alguna manera?

Regresar al camino del don de integridad

La solución se encuentra en un factor sobre el cual hubo alguien que se atrevió a aproximarlo al género de los sacramentos,4 quizá un «octavo sacramento» -añadiendo de forma análoga un nuevo componente al definitivo septenario que la doctrina católica nos enseña-, y es el sufrimiento.

En el alma humana, de hecho, hay una aptitud que el profesor Plinio Corrêa de Oliveira denominaba «sufritiva», que consiste en «una especie de capacidad y necesidad de sufrir».5 Así como nuestros músculos necesitan ejercicio para que no se atrofien, también nosotros -habiendo sido expulsados del Paraíso y perdido el don de integridad- hemos de realizar el ejercicio del sufrimiento para que éste equilibre nuestra naturaleza desordenada.

Y cuando nuestra facultad de sufrir «no se agota con el sufrimiento efectivo, termina causando una frustración mayor que hace sufrir más que el sufrimiento. El modo menos sufrible de llevar la vida consiste en sufrir. Una de las razones profundas de los desequilibrios modernos es que las personas no sufren, porque acaban imaginándose que es posible llevar una vida sin sufrimiento».6 En una palabra, el dolor es lo que hace del hombre una criatura dichosa en esta vida de estado de prueba.

Pareciera que esta doctrina es muy difícil de admitirse, pues nuestra naturaleza no puede rechazar la felicidad y anda en su búsqueda a cada instante. Sin embargo, los filósofos paganos, mediante el sencillo recurso de la razón y la lógica, ya percibieron el papel del dolor en la vida humana. «Júzgote por desgraciado si nunca lo fuiste: pasaste la vida sin tener contrario; nadie (ni aun tú mismo) conocerá hasta donde alcanzan tus fuerzas»,7 llegó a afirmar Séneca.

Dios, que nos creó ávidos de encontrar la felicidad, también puso en nuestras almas la capacidad de sufrir. ¿Cuál es la razón de este divino modo de actuar? Es lo que nos enseña con gran profundidad la liturgia del quinto domingo de Pascua.

II – LA VERDADERA GLORIA SÓLO NACE DEL DOLOR

El Evangelio nos presenta un fragmento del discurso de despedida del Señor en la Última Cena. En ese momento culminante, en el que instituía para los siglos futuros el sacramento de la Eucaristía -el más precioso de todos los Sacramentos, en lo que respecta a la sustancia-, Jesús tenía delante de sí a uno que asistía con pésimas intenciones. Después de que Judas recibiera el pedazo de pan mojado, la muerte entró en él, pues, aunque ya estaba en pecado mortal por haber tramado la entrega del divino Maestro, se convirtió en presa de un demonio movido por una furia enorme que ya no aguantaba más la humillación infligida a los infiernos por un Hombre que obraba milagros tan grandes y tenía tanto poder. El espíritu de las tinieblas ya había constatado, mucho antes, cómo su imperio peligraba y escapaba a su control.8

31 Cuando salió [Judas del cenáculo], dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en Él. 32 Si Dios es glorificado en Él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará».

A primera vista, este versículo parece incomprensible. ¿Cuál es el momento -el ahora- en el cual el Señor dice que será glorificado? Precisamente cuando Judas abandona definitivamente el Colegio Apostólico con el objetivo de entregar al Salvador a los poderes de este mundo, para que sea juzgado y muerto.

Jesús, en su naturaleza divina, tenía pleno conocimiento de todo el dolor que iba a experimentar, hasta el punto de sudar sangre en el Huerto de los Olivos. No obstante, ante la perspectiva de la traición «se turbó en su espíritu» (Jn 13, 21), pues, aun teniendo en su personalidad divina -desde toda la eternidad- conciencia de ese momento, en lo que respecta al puro sentimiento humano no había tenido todavía la experiencia de la deslealtad, lo cual dilaceró su instinto de sociabilidad. Más aún, otro apóstol llegaría a negarle y los demás huirían; por eso les dice: «Donde yo voy no podéis venir vosotros» (Jn 13, 33). La escena es conmovedora, porque al ser su naturaleza humana perfecta, esa infidelidad le dolió mucho más de lo que le dolería a cualquiera de nosotros.

«El alma tan delicada y tan ponderada de Jesús tuvo que sufrir múltiples incomprensiones, prejuicios e ideas ambiciosas de sus apóstoles. […] Un dolor más lancinante estaba reservado al Corazón de Jesús: uno de los Doce, que Él había escogido con tanto celo, amparado con tanta dedicación, a quien había dado incluso una misión de confianza, le iba a traicionar».9 Cristo recibió esa ingratitud con equilibrio perfecto, en un estado de ánimo plenamente resignado. Con todo, mientras sufría también le llegó el consuelo, porque sabía que a través de esa aceptación comenzaría su gloria.

El Padre quería la mayor gloria para el Hijo

A partir del momento en que Jesús -segunda Persona de la Santísima Trinidad y, al mismo tiempo, hombre perfectísimo con el alma en la visión beatífica, dotado de ciencia infusa y de conocimiento experimental- da su total consentimiento a la Pasión, viene a realizarse esa gloria. Su exaltación consistía en ser preso, pasar por todos los tormentos de la condenación, subir al Calvario, ser levantado en la Cruz y aquí derramar toda su Sangre, hasta el traspasamiento de su Corazón. Cuando el Verbo eterno se encarnó, lo hizo invirtiendo una ley instituida por Él, pues su alma fue creada en la visión beatífica y, a pesar de eso, asumió un cuerpo pasible cuando debería ser glorioso.10 Rechazó tales prerrogativas por desear un cuerpo semejante al nuestro, pero no manchado por el pecado, para poder padecer, darnos ejemplo y, sobre todo, porque el Padre así lo quería, con miras a que su gloria eterna como hombre fuese la mayor posible. El sufrimiento bien aceptado, amado y asumido le obtuvo el triunfo, lo que significa que el cumplimiento de los designios del Padre no exigía la magnificencia del cuerpo glorioso, los esplendores de un poder terreno o una exaltación por parte de los hombres, sino únicamente la conformidad con el dolor.

Además, el Señor era consciente de que el fin no era la muerte, sino la resurrección y su ascensión al Cielo, donde recibiría la glorificación definitiva y el reconocimiento eterno del Padre, de los bienaventurados y de los ángeles, por haber cumplido su misión redentora. Recíprocamente, el Padre también sería glorificado, porque Él y el Hijo son uno. Esa unión sustancial permitiría que, por la aceptación del sufrimiento tal como éste se presentaba, Jesús enalteciese al que lo había enviado.

Nuestra gloria también debe estar en el sufrimiento

Un análisis más profundo de los padecimientos de Cristo apunta a que nuestra gloria también se logra a través del sufrimiento. ¡Cuántas veces la gracia nos inspira que vayamos por un camino determinado -que empezamos a recorrer con entusiasmo- en el que, sin embargo, surgen las dificultades! Ante el sufrimiento nunca debemos desanimarnos. Al contrario, cuando se presenta la cruz, nos toca imitar a Jesucristo: arrodillarnos, besar el instrumento de nuestra amargura y cargarlo sobre los hombros con decisión, seguros de que así comienza el camino de nuestra gloria. En este sentido enseña sabiamente San Francisco de Sales: «Cuán felices son las almas que […] beben valerosamente el cáliz de los sufrimientos junto con el Señor, que se mortifican, llevan su cruz y que sufren y reciben amorosamente de su divina mano toda clase de sucesos, con sumisión, según su beneplácito».11 El mismo doctor de la Iglesia aún comenta: «El padecimiento de los males es la ofrenda más digna que podemos hacerle a quien nos ha salvado sufriendo».12

Los dramas que hemos de enfrentar son indispensables para conquistar la eternidad feliz. Cuando aceptamos un sufrimiento con entera resignación, amor y piedad, introducimos en el alma la paz, porque silenciamos al egoísmo y manifestamos, no sólo con palabras sino también con hechos, el deseo de ir al Cielo, toda vez que «la felicidad consiste en sufrir con peso y medida, con vistas a un fin determinado».13 Así, cuando la tribulación se abata sobre nosotros nunca le reprochemos a Dios que lo haya permitido; debemos seguir el ejemplo de Jesús, que exclamó: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz» (Lc 22, 42). Llenos de gozo, conformémonos con la voluntad de Dios, seguros de que todo lo que nos sucede tiene como finalidad el bien de nuestras almas, pues Él no puede desearnos el mal.

Consideremos con alegría que estamos en esta tierra únicamente de paso, porque si permaneciésemos en ella para siempre, los tormentos variarían y se sucederían indefinidamente. Por lo tanto, para los que a imitación del Señor enfrentan bien la prueba, la muerte significa que llegó el momento de descansar. Por eso canta la Iglesia en la liturgia de los difuntos: «requiescant in pace – descansen en paz».

No fue otra la enseñanza de San Bernabé y San Pablo a los fieles de Antioquía, contemplada en la primera lectura de esta liturgia: «Hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14, 22). Por otro lado, la ausencia del sufrimiento significa la pérdida de una valiosa oportunidad para comprobar cómo somos contingentes y dependemos de Dios, ya que únicamente existimos porque Él nos sustenta en el ser en todo momento. Sólo nos convencemos de esa dependencia mediante el dolor, porque nos muestra nuestra pequeñez y nos lleva a reconocer la necesidad de un Bien infinito, que no se halla en nosotros.

III – UNA PRÁCTICA ANTIGUA BAJO UNA NUEVA FORMA

Sin embargo, para que el dolor aceptado con resignación produzca sus frutos, Jesús nos ofrece un medio seguro: un nuevo mandamiento para guiar la conducta de todos los que se consideran sus discípulos.

33a «Hijitos, me queda poco de estar con vosotros».

El Maestro era consciente, como hemos señalado, que la hora de su partida estaba próxima y, aunque fuese a resucitar, los dejaría después de su ascensión al Cielo. Así, antes del comienzo de sus suplicios, deseaba transmitirles las recomendaciones más importantes, creando las condiciones para que los Apóstoles se diesen cuenta de la inminencia de la Pasión y conservasen la esencia de su doctrina divina.

34 «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros».

Sorprende que en la primera frase de este versículo el Señor se refiera al amor de unos por otros como un mandamiento nuevo. Sabemos que el amor ya se practicaba desde el principio de la humanidad y que todos se querían de alguna manera. ¿Dónde está la novedad? Precisamente en la forma que se nos indica, pues ese amor no es como el de antes. La novedad es el ejemplo que Él nos da, según enseña San Juan Crisóstomo: «¿Cómo es que llamó ‘nuevo’ a este mandamiento, si se encuentra en el Antiguo Testamento? Él lo hizo nuevo por el modo en que se amarían. A tal fin añadió: ‘como yo os he amado’. […] Omitió mencionar los milagros que iban a realizar y los identificó [a los discípulos] por su caridad. ¿Por qué fue eso? Porque esta virtud es la marca distintiva de los hombres santos y base de toda virtud. Por medio de ella todos nosotros somos salvados».14 De hecho, hasta entonces el amor se ajustaba a criterios humanos, respondiendo a la retribución de algún beneficio recibido o a una iniciativa que daría como resultado la ayuda deseada. En el amor al prójimo como se concebía en las sociedades del Antiguo Testamento, había siempre intereses o, por lo menos, ventajas. Pues bien, Jesús nos enseña que no es ése el amor que tiene por nosotros.

Nos quiere a cada uno, como Dios, con un amor perfecto, eterno y absoluto; y desde su humanidad nos ama como hermanos, siendo su divinidad el origen de ese cariño. El amor de Dios por sus criaturas es misterioso y tiene sus peculiaridades, porque como Creador es el único que no puede amar lo que ha hecho sino por amor a sí mismo, pues al crear dejó vestigios en todos los seres,15 según se lee en el Libro de la Sabiduría: «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, si odiaras algo, no lo habrías creado. ¿Cómo subsistiría algo, si tú no lo quisieras?, o ¿cómo se conservaría, si tú no lo hubieras llamado? Pero tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (Sb 11, 24-26). No obstante, tratándose de los seres racionales, Dios no dejó en ellos únicamente un rastro, sino que los hizo a su imagen.16 Esto lo podemos comprender mejor, en cierto sentido, a través de un ejemplo. La cámara fotográfica goza de inmensa aceptación en nuestra sociedad, porque con ella se puede guardar el recuerdo de algún momento de nuestra vida que nos gustaría revivir. Ahora bien, la fotografía sólo es una reproducción inanimada de los acontecimientos, y no deja de ser cierto que conserva algo de lo que pasa. Nosotros somos «fotografías» en las que las tres Personas de la Santísima Trinidad se complacen en reconocer su imagen y en amarse a sí mismas al verse reflejadas, contemplando en acto el plan concebido desde toda la eternidad para cada uno de nosotros.

Ese punto de partida, verdaderamente sublime, abre nuevas perspectivas para la convivencia humana, que se regiría por la búsqueda mutua, en los demás, de los reflejos de la bondad que existe en Dios en grado infinito. Debemos ver a nuestro prójimo como un espejo de la Santísima Trinidad, como una obra maestra, como una piedra preciosa fulgurante, de incalculable valor, tallada por el poder divino. De ahí nace la auténtica consonancia, que es la primera chispa del amor entre las almas llamadas a unirse de cara a un ideal, el cual contemplan en armonía, como señaló sutilmente Saint-Exupéry al definir la superior forma de unión surgida cuando «hombres del mismo grupo experimentan el mismo deseo de vencer».17 Si entre personas que aman a Dios se constata una estrecha relación cuyo origen es ese santo idealismo, está demostrada entonces la práctica del nuevo mandamiento.

Sin embargo, no olvidemos que el verdadero amor de unos a otros debe ser jerarquizado, ya que Dios puso sus reflejos en las almas de forma desigual, dándole a cada uno un aspecto único, con una variedad que manifiesta la incomparable riqueza del Creador.

Amor que se manifiesta en el empeño de santificar a los demás

La magnitud del amor divino es inconmensurable, porque Dios está dispuesto a hacer por nosotros lo que fuese necesario, hasta el punto de haber ofrecido su propia vida pasando por la crucifixión, el peor suplicio de su tiempo. Se inmoló por todos, pero lo habría hecho aunque fuera por un solo hombre. Por lo tanto, nuestro amor a los demás también debe ser llevado hasta sus últimas consecuencias, ambicionando para ellos lo que Dios quiere para cada uno: la santidad. Desear que el prójimo abandone las ideas egoístas, pragmáticas e interesadas del mundo y camine hacia la Jerusalén celestial es la manifestación de amor más perfecta que le podemos dar. Para eso, debemos emplear todos los medios a nuestro alcance, soportando sus debilidades, corrigiéndole con compasión, dándole buenos ejemplos y sacrificando nuestros gustos y preferencias personales, si con ello le ayudamos a practicar la virtud; aun sabiendo que esos pequeños actos representan muy poco en comparación con lo que, por los méritos infinitos del divino Modelo, nos está reservado al cruzar los umbrales de la eternidad. Maravilloso mandamiento que, cuando se practica, ordena el alma y elimina los apegos, caprichos y dificultades de las relaciones humanas. De esta manera, todas las miserias se desvanecen y sólo permanece el amor sobrenatural que es la ternura de Dios por las criaturas y de las criaturas entre sí.

También es oportuno que llevemos esta enseñanza al terreno individual, a cada uno de nosotros. Si éste debe ser nuestro amor a los demás, recordemos que cuando la práctica de la virtud de la humildad es mal concebida, tendemos a considerar nuestras propias carencias para autodestruirnos, yendo contra el amor de Dios. Puesto que hemos sido creados, podemos afirmar con total certeza que en cada uno de nosotros hay algún reflejo divino que debe ser objeto de nuestro amor con nosotros mismos, paralelo al amor que Él nos tiene. Cuando hacemos algo bueno y Él nos premia, no está exaltando nuestro esfuerzo, sino sus propios dones,18 y, por lo tanto, se glorifica a sí mismo. Y si son sus dones los que reconocemos en nosotros, nos corresponde amarlos para practicar el nuevo mandamiento en toda su integridad.

La señal distintiva de los verdaderos cristianos

35 «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros».

En este último versículo el Señor da un paso más y declara que la forma de amor enseñada por Él es la marca distintiva de los que realmente le siguen. Y las personas ajenas a la convivencia de los cristianos, viendo un amor tan auténtico, se dan cuenta de que allí está presente Dios mismo. Y a pesar de haberse ido al Cielo, no abandonó a su Iglesia, pues: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). El hecho de que vivamos bajo la influencia de un amor sobrenatural, sobre el cual Jesús nos dio ejemplo, es una manera de prolongar en esta tierra su presencia, orientando, amparando e instruyendo con desinterés a los que también le aman, sin sentimentalismo, romanticismo o egoísmo alguno, con un amor tan puro que cause admiración a los hombres e incluso a los mismos ángeles, a tal punto que éstos encuentren sobre la faz de la tierra un límpido espejo de la convivencia que existe entre los elegidos en la visión beatífica.

IV – SUFRIMIENTO Y AMOR : CAUSAS DEL PREMIO FINAL

Ante el panorama mostrado en el Evangelio de este quinto domingo de Pascua, no podemos dejar de tener presente la finalidad a la que nos conduce la noción sobrenatural del sufrimiento y del amor al prójimo a semejanza del que el Señor manifestó por nosotros. Esa finalidad se indica con mucha claridad en la segunda lectura, extraída del Apocalipsis: «He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el ‘Dios con ellos’ será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido» (21, 3-4).

San Juan señala, proféticamente, el lugar destinado a todos los que sigan las recomendaciones dadas por el Redentor, donde ya no existe el dolor, y la alegría es plena en la visión de Dios cara a cara. Cualquier sufrimiento de esta tierra frente a la bienaventuranza eterna será nada, como decía Santa Teresa del Niño Jesús: «¡Cuándo pienso que por un solo sufrimiento soportado con alegría se amará mejor a Dios durante toda la eternidad».19 En efecto, ni siquiera nos acordaremos de las dificultades que tuvimos en este mundo, porque el estado de prueba habrá pasado como un abrir y cerrar de ojos. Únicamente quedará la bienaventuranza.

No somos capaces de concebir cómo será la vida en la eternidad: tan llena de gozo que San Pablo, después de subir al tercer cielo, volvió sin conseguir expresar en términos humanos lo que Dios les ha preparado a los que le aman (cf. 1 Co 2, 9), y de la cual San Juan Bosco, habiendo visitado en sueños la antecámara del Paraíso, regresó describiendo maravillas.20 La convivencia con los ángeles, con los santos, con la Virgen María y con Dios es lo que nos espera; pero, para llegar a ese Reino, aceptemos con resignación todos los sufrimientos permitidos por la Providencia divina para nuestro bien y amemos a nuestros hermanos con un cariño sincero. No olvidemos que el dolor termina en la hora de nuestra muerte, mientras que en el Cielo «el amor no pasa nunca» (1 Co 13, 8).

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1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 64, a. 2.

2 Cf. Ídem, q. 95, a. 1.

3 Cf. ROYO MARÍN, OP, Antonio. Jesucristo y la vida cristiana. Madrid: BAC, 1961, pp. 72-73.

4 Cf. BEAUDENOM, Léopold. Méditations affectives et pratiques sur l’Évangile. París: Lethielleux, 1912, t. I, pp. 227-228; FABER, apud CHAUTARD, OSCO, Jean-Baptiste. A alma de todo apostolado. São Paulo: FTD, 1962, p. 112.

5 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 23/5/1964.

6 Ídem, ibídem.

7 SÉNECA. Tratados filosóficos. Cartas. México: Porrúa, 1979, p. 75.

8 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., III, q. 81, a. 2.

9 TANQUEREY, Adolphe. La divinisation de la souffrance. Tournai: Desclée, 1931, p. 26.

10 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., III, q. 14, a. 1, ad 2.

11 SAN FRANCISCO DE SALES. Sermon pour la fête de Saint Jean Porte-latine. In: Œuvres Complètes. Sermons. 2.ª ed. París: Louis Vivès, 1862, t. IV, p. 540.

12 SAN FRANCISCO DE SALES. Lettre CXII, à une dame. In: Œuvres Complètes. Lettres Spirituelles, op. cit., t. X, p. 333.

13 CORRÊA DE OLIVEIRA, op. cit.

14 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía LXXII, n.º 3. In: Homilías sobre el Evangelio de San Juan (61-88). Madrid: Ciudad Nueva, 2001, v. III, p. 130.

15 Cf. ROYO MARÍN, OP, Antonio. Dios y su obra. Madrid: BAC, 1963, p. 451.

16 Ídem, ibídem.

17 SAINT-EXUPÉRY, Antoine de. Vol de nuit. París: Gallimard, 1931, p. 104.

18 Cf. SAN AGUSTÍN. Epístola CXCIV, c. V, n.º 19. In: Obras. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1972, v. XIb, p. 71.

19 SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS. Carta 43 B, A sor Inés de Jesús. In: Obras Completas. Burgos: Monte Carmelo, 1996, p. 342.

20 Cf. SAN JUAN BOSCO. Vestíbulo del Cielo. In: Biografía y escritos. Madrid: BAC, 1955,
pp. 654-663.

 

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