Redacción (Martes, 30-04-2013, Gaudium Press) La santidad no proviene de un puro esfuerzo realizado por el hombre, sino de una gracia singular concedida por Dios. Ahora bien, Jesús, el Hombre- Dios, siendo el Creador y al mismo tiempo el tabernáculo de todas las gracias, puede y quiere dispensarlas a todos los que las necesiten y las quieran.
El heroísmo en la práctica de las virtudes -como puede definirse la santidad- es un gracia participativa en la maravillosa plenitud que habita en Nuestro Señor y que él otorga liberalmente.
Uno de estos privilegiados fue José Benito Cottolengo, suscitado por Dios en la coyuntura de los siglos XVIII y XIX.
Atraído por la compasión de Cristo hacia los más pequeños
Cada santo, sin dejar de ver a Dios en su totalidad, coloca un acento muy especial en la contemplación de alguna faceta por la que se siente particularmente cautivado y que lo convida a ser su reflejo. En concreto, José Cottolengo se sintió atraído por la bondad y compasión de Jesús hacia los más pequeños, los pobres y enfermos.
Comprendió hondamente las riquezas de amor del Corazón de un Dios en relación a quienes denominó «estos hermanos míos más pequeños» (Mt 25,40).
El Salvador, en lo alto de la Cruz, obtuvo por su Sangre la filiación divina y la filiación de María para toda la humanidad. Gracias a esta doble dádiva, él mismo se hizo nuestro verdadero hermano. ¡Cuánta unión y afectuosa intimidad existe entre los hijos nacidos de una misma familia! Y sin embargo, esos lazos de sangre sólo son pálidas imágenes del insuperable amor fraternal que Jesús siente por todos nosotros.
San José Cottolengo se internó en ese misterio y quiso manifestarlo en su vida, dedicándose con completo desinterés a quienes padecen la orfandad natural y espiritual, aliviando no sólo sus dolores corporales sino también las enfermedades del alma.
Primeros pasos en la vocación
José Benito Cottolengo nació en Bra, Piamonte, en mayo de 1786.
Desde su infancia dio pruebas de su vocación, encontrándoselo un día midiendo uno de los cuartos de su casa con el ánimo de saber cuántas camas para enfermos cabrían ahí.
Finalizados los estudios, que completó brillantemente gracias a la intercesión de santo Tomás de Aquino, fue ordenado sacerdote y más tarde, en 1818, elegido canónigo del cabildo de Corpus Domini en Turín.
En 1827 dio comienzo a su obra, fundando la «Pequeña Casa de la Divina Providencia», donde recibió innumerables enfermos y abandonados.
Para cuidarlos creó primero un instituto de religiosas llamado «Hijas de San Vicente», y algunos años después otro, denominado «Hermanos de San Vicente de Paúl».
Confianza ciega en la Providencia
Las dificultades para la realización de sus designios no fueron menores.
Muchos otros, dotados con una fe robusta pero no ciega como la suya, se habrían desalentado a mitad de camino. Continuamente se quedaba sin recursos y era acosado por acreedores incomprensivos exigiendo el pago de las deudas. Por otro lado, todos los días veía crecer el número de sus protegidos, que acudían a la «Pequeña Casa» atraídos no sólo por las necesidades de salud, sino sobre todo por la fama de su bondad sin límites.
Ante la actividad incesante de esa obra, se creería que su fundador era un hombre inquieto y preocupado, sumergido en los asuntos materiales, deseoso de supervisar y gobernarlo todo. Un juicio que no podría estar más equivocado: san José Benito era un varón esencialmente contemplativo y desprendido de lo terrenal. La característica preponderante de su santidad y su misión fue la completa confianza en la Divina Providencia.
Se podría decir que toda su espiritualidad estaba compendiada en esta frase del Evangelio: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6, 33).
A menudo les repetía a los suyos: «Estad seguros de que la Divina Providencia jamás falta; podrán faltar las familias, los hombres, pero la Providencia no nos faltará.
Esto es de fe.
Por tanto, si en alguna ocasión faltara algo, sólo podrá ser atribuido a nuestra falta de confianza. Es necesario confiar siempre en Dios; y si Dios responde con su Divina Providencia a la confianza ordinaria, proveerá extraordinariamente a quien confíe extraordinariamente».
«¿Por qué os inquietáis con tan poco?»
Una fe llevada a tan heroico extremo sólo podía lograr resultados milagrosos, que fueron abundantes a lo largo de la existencia de nuestro santo. En cierta ocasión la religiosa encargada de la cocina vino a anunciarle:
-No queda nada de harina en la casa… ¡Mañana no habrá pan para alimentar a los indigentes!
-¿Por qué os inquietáis con tan poco? Veis que la lluvia cae a cántaros y es imposible mandar que nadie salga en este momento- le respondió.
La buena hermana, cuyo santo abandono no había llegado a la perfección de su fundador, se retiró muy descontenta con la respuesta. Algunos instantes después, Cottolengo entró al comedor y creyéndose a solas, sin sospechar que otra hermana lo espiaba a través de la cerradura, se arrodilló ante la imagen de la Santísima Virgen y oró fervorosamente con los brazos en cruz.
Apenas habían pasado unos minutos cuando un hombre conduciendo una carroza llegó a la puerta del establecimiento. Sin querer decir de dónde venía ni quién lo enviaba, anunció que estaba encargado de depositar en la «Pequeña Casa» toda la harina que traía en su vehículo. Las monjas llegaron alborozadas a contárselo todo al santo canónigo, que recibió la noticia sin mostrar ninguna sorpresa, y tranquilamente ordenó hacer el pan.
El dinero apareció en el bolsillo
En otra ocasión, san José Cottolengo se vio en un aprieto mucho más grave. Uno de sus acreedores lo amenazó de muerte si no le pagaba la deuda en ese mismo momento.
Él se disculpó, le pidió un poco más de paciencia, prometiendo pagarle apenas fuera posible. Pero el hombre se mostró inflexible, y sin más sacó un arma de entre sus ropas para acabar con la vida del santo.
Éste, en un gesto maquinal, se llevó la mano al bolsillo y para su gran sorpresa encontró un envoltorio que contenía la exacta suma reclamada.
Se la entregó de inmediato al acreedor, que se marchó turbado por su violenta actitud, e impresionado ante el milagro y el ejemplo de serena confianza que acababa de presenciar.
Abandono a la voluntad de Dios
Su deseo de hacer el bien a todos los que se le acercaban no ponía requisitos ni obstáculos: llegaba al extremo de prodigar los cuidados más humildes a los enfermos y de entrar en los juegos de los débiles mentales con la intención de distraerlos.
No consideraba esto como humillaciones, ya que todo lo analizaba bajo un prisma sobrenatural, sabiendo que lo importante no está en la realización de grandes obras o prodigios estupendos, sino en ser a los ojos de Dios aquello que él quiere de nosotros.
Desde esta elevada concepción que impregnaba todos sus actos, brotaba el alegre desprendimiento con que se abandonaba a la voluntad de Dios, repitiendo siempre:
«¿Por qué os angustiáis con el día de mañana? La Providencia no pensará en eso, porque vosotros ya lo habéis pensado. Por tanto, no arruinéis su obra y dejadla hacer.
Aunque se nos permita pedir un bien temporal determinado, en lo que me concierne, temería cometer una falta si pidiera algo en tal sentido».
En 1842 falleció José Benito Cottolengo.
Durante su permanencia en este mundo, los anhelos de su corazón y la vida de su alma estuvieron dirigidos únicamente a la gloria de Dios. Por eso dejó tras de sí una obra monumental de caridad con el prójimo, que hoy está presente en cuatro continentes, como prueba irrefutable de la veracidad de la promesa de Jesucristo. El santo sólo buscó el Reino de Dios y su justicia.
Cristo le dio todo el resto por añadidura.
Un sitial de honor está reservado para él entre los corderos de la derecha en el día supremo, cuando el justo Juez dirá: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme. […] En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 34-36 y 40).
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