Redacción (Martes, 30-04-2013, Gaudium Press) Es tremenda la paradoja de nuestra voluntad, descrita por San Pablo a los romanos: «No hago el bien que querría, sino el mal que no quiero»… ¿Cómo entender esa misteriosa fuerza dentro de nosotros, pareciendo querer y no querer el bien, al mismo tiempo?
En Dios, la bondad y el querer son idénticos a su Ser. Así, Él solo puede querer el bien. Ya las criaturas, todas ellas tienen una característica común, reflejando esta perfección divina: un amor o inclinación hacia el bien, en cada ser, según su naturaleza.1 Con todo las plantas y animales, por ser irracionales, no tienen sino bienes finitos como objeto de su actuar; jamás alcanzan el Bien supremo – Dios -, pues no son capaces de conocerlo. Esa posibilidad fue concedida solamente al ángel y al hombre, porque tienen naturaleza racional.
El ser humano comprende el lenguaje de los símbolos y, así, el universo le habla de Dios. Además, viendo el bien finito de los seres, concibe la existencia de un bien infinito y lo desea con toda su voluntad. Por eso, Santo Tomás declara que «ninguna cosa puede aquietar la voluntad del hombre, sino el bien universal. Pero este no se encuentra en ningún bien creado, a no ser en Dios, porque toda criatura tiene bondad participada. Por eso, solo Dios puede satisfacer plenamente la voluntad humana».2
Dios requiere una libre cooperación de las naturalezas inteligentes
Es necesario tener en vista que, en esta vida, nuestra naturaleza – y, por tanto, nuestra voluntad – no está en su perfección última, pero sí en estado de prueba. Dios – que en la creación actúa para su mayor gloria -, creó las cosas naturales en estado incompleto, y estas tienden a llegar a su plenitud a través de diversos procesos, según su naturaleza. Vemos, por ejemplo, brotar de una insignificante semilla una gran secuoya.
Pero tales entes no tienden a su finalidad libremente y por sí mismos. Dios requiere solamente de las naturalezas inteligentes una libre cooperación para alcanzar su fin: la eterna bienaventuranza.
En cuanto a la naturaleza angélica, el definitivo perfeccionamiento (o su rechazo y perdición) se dio en un solo acto de la voluntad, inmediato y definitivo. No es lo que sucede con el hombre. Como explica el Doctor Angélico, «el hombre por su naturaleza no fue hecho para alcanzar, de inmediato, su última perfección, como sucede al ángel. Por eso, debe recorrer un camino más largo que el del ángel para merecer la bienaventuranza».3
Otro punto clave para tener en cuenta es ser la criatura humana, en su composición, la más compleja entre todas las criaturas, por causa de las diversas naturalezas en ella contenidas. «Está ella en la frontera de las criaturas espirituales y corporales», observa Santo Tomás, y «por eso, en ella se reúnen las potencias tanto de unas como de otras criaturas».4
El mal nunca es amado sino bajo razón de bien
En estado de justicia original, en el Paraíso, el hombre no sufría ninguna interferencia de su naturaleza compuesta. Antes del primer pecado, gozaba él del don de integridad, por el cual vivía en pleno equilibrio interior – entre su razón, voluntad y sensibilidad – y en perfecta armonía con la voluntad de Dios. Cediendo a la tentación del demonio y levantando su propia voluntad contra la expresa voluntad de Dios, pecó. El orden anterior fue quebrado y, por castigo, el don de integridad, aquel equilibrio perfecto, le fue retirado. Como resultante, toda su descendencia – incluso siendo lavada del pecado original por el Bautismo – permanece con el efecto evidente de ese pecado en su naturaleza.5
San Francisco de Sales afirma que nuestra voluntad quedó fácilmente sujeta a los caprichos de los apetitos inferiores: «el pecado debilitó más la voluntad humana de lo que oscureció el entendimiento, y la rebelión del apetito sensual, la que llamamos de concupiscencia, perturba ciertamente el entendimiento, pero es contra la voluntad, que él excita principalmente a la revuelta».6
Con todo, asevera Sertillanges, la voluntad no puede dejar de querer el bien en su sentido universal, pues es él su objeto propio como naturaleza. «A eso la voluntad no puede escapar, y como toda acción no es, en el fondo, más que una manifestación de la naturaleza, en toda acción que es fruto de la voluntad, se puede ver la marca del bien y su influencia». 7
Por tanto, aun cuando el hombre peca, da al pecado una apariencia de bien, pues «el mal nunca es amado sino bajo la razón de bien, esto es, como es un bien relativo aprendido como un bien absoluto». 8 Y agrega Santo Tomás: «es de esta manera que el hombre ama la iniquidad, mientras que por ella alcanza un cierto bien, como el placer, el dinero o cosa semejante». 9
Para que la voluntad humana sea buena debe conformarse con la divina
Las plantas y animales, por no estar dotados de razón, jamás alcanzan el Bien Supremo, pues no son capaces de conocerlo.
Por el hecho de ser aclarado por una inteligencia ordenada a lo universal, el deseo de la voluntad naturalmente es, de cierto modo, infinito, por causa de la infinitud de su objeto. De cara a cualquier bien limitado, conforme elucida Garrigou-Lagrange, «la inteligencia, verificando inmediatamente el límite, concibe un bien superior y, naturalmente, ese bien es deseado por la voluntad». 10
Ahora, si la voluntad no dirige el enorme ímpetu de su querer – un amor espiritual a Dios -, acaba transfiriendo toda la amplitud de este a los bienes sensibles. Pero como tiene deseo de infinito, pasa a ser atraída por un abismo implacable: «la concupiscencia que no es natural, la del hombre depravado, no tiene límites, porque, por su inteligencia, él concibe siempre nuevas riquezas y nuevos placeres; de ahí viene, a veces, las querellas sin fin entre los individuos y las guerras interminables entre los pueblos. El avaro es insaciable, así como el hombre del placer o aquel que aspira siempre a dominar». 11
Para ser buena, dice Santo Tomás, la voluntad humana debe alcanzar su propia medida, conformándose con la voluntad divina. Esto porque «aquello que es primero en cualquier género es la medida y la razón de todo lo que es de ese género». 12 El quid del ideal moral consiste en esa conformidad y constituye la mayor prueba de nuestra voluntad.
«La conformidad más real, más íntima, más profunda», observa Tanquerey, «es la que existe entre dos voluntades». 13 Y Dios quiere establecer con nosotros exactamente esa estrecha afinidad. En su bondad, Él también nos proporciona, en el Evangelio, un ejemplo vivo, sublime e insuperable de cómo alcanzar esta feliz condición.
Por la Hermana Kyla Mary Anne MacDonald, EP
(El próximo 2 de mayo: En Cristo hay dos voluntades – Caridad y santo abandono al benepláctito divino)
___
Notas:
1Cf. SÃO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica, I-II, q.1, a.2.
2 Idem, I-II, q.2, a.8.
3 Idem, I, q.62, a.5, ad.1.
4 Idem, I, q.77, a.2.
5 Cf. Idem, II-II, q.164, a.1.
6 SÃO FRANCISCO DE SALES. Tratado do Amor de Deus. L.1, c.17.
7 SERTILLANGES, Antonin-Gilbert. S. Thomas d’Aquin. 4.ed. Madison: Alcan, 1925, v.II, p.207.
8 SÃO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica, I-II, q.27, a.1, ad.1.
9 Idem, ibidem.
10 GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. O homem e a eternidade. Lisboa: Aster, 1959, p.22.
11 Idem, p.17.
12 SÃO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica, I-II, q.19, a.9.
13 TANQUEREY, Adolfe. Compêndio de Teologia ascética e mística. 6.ed. Porto: Apostolado da Imprensa, 1961, p.238.
Deje su Comentario