Redacción (Lunes, 20-05-2013, Gaudium Press) «Gimiendo y llorando en este valle de lágrimas» – he aquí nuestra condición, tan bien expresada en el ‘Salve Reina’, oración que podría ser calificada como la oración de la esperanza en alcanzar la bienaventuranza del Cielo, anhelo de todo ser humano bajo el yugo de las fatigas y sufrimientos (cf. Gn 3, 17-19).
Junto a ese deseo de obtener la verdadera felicidad, se diría que hay también en el alma del hombre algo como que saudades, añoranzas, de un Cielo por él todavía desconocido. Y tales sentimientos lo auxilian a cohibir sus malas inclinaciones, pues al recordar el premio eterno al que sus actos concurren, se refrenan los desvaríos de su naturaleza decaída.
Conociendo, desde toda la eternidad, ese insaciable anhelo, excogitó Dios, en su sabiduría y bondad, dar al hombre criaturas que le recordasen la fugacidad de esta vida y la perennidad de la otra, estimulándolo a practicar el bien, en la esperanza de ver finalmente satisfechas sus más altas aspiraciones. Una de estas criaturas es el simpático picaflor. Rasgando los aires con su pico semejante a una lanza, hiende él los cielos dispuesto a todo enfrentar para alcanzar su meta, a primera vista muy pequeña: la corola de una flor. Esta delicada ave nos enseña, así, a contentarnos con lo «poco» que encontramos en esta vida, mientras Dios nos prepara para lo «mucho» que nos dará en la futura.
Debemos poseer el jubiloso equilibrio que tanto trasparece en el picaflor. Distante de cualquier depresión o frenesí, sale él de flor en flor, aparentemente tomado por la alegría de estar cumpliendo la finalidad para la cual fue creado.
Aspecto peculiar a este regocijo es su agilidad. En esta vivacidad, él «se vuelve parecido a una joya preciosa que Dios creó para el hombre poder mirar y nunca agarrar, y tener el encanto de la cosa fugaz que pasa, la cual, en este valle de lágrimas, es para nosotros una esperanza del Cielo. Quiere decir, él fue hecho para ser fugaz. La Providencia creó en esta Tierra de exilio una porción de cosas fugaces óptimas – que dejarían de ser óptimas si no fuesen fugaces -, para darnos una tinta del Cielo. […] Dios tuvo pena de nosotros y nos mandó una luciérnaga del Cielo para la Tierra, para encender y apagar, haciéndonos entender algo del Cielo».1
Si el picaflor fuese pasible de felicidad, desbordaría de contento al verse realizando, con sus reacciones variadas y animosas, el fin para el cual fue creado: ser para el hombre un brillo fugaz de la luz celestial.
Por Fahima Spielmann
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1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Uma joia dotada de asas. In: Dr. Plinio. São Paulo. Ano XV. N.174 (Set., 2012); p.34.
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