Redacción (Martes, 21-05-2013, Gaudium Press) Madrugada de domingo en una modesta aldea. El Sol lanza sus primeros rayos, coloreando las alamedas de piedra por entre los árboles. De súbito, los sonidos de la campana parroquial cortan el silencio. Con sus trajes domingueros, las familias se dirigen lentamente a la Santa Misa. Todo invita a la distensión y al reposo.
¡Qué diferencia entre esa bucólica escena y la realidad de las metrópolis modernas!… Pensemos en cualquiera de nuestras urbes cosmopolitas con millones de habitantes: en ellas también el Sol dominical despunta propicio; con todo, gigantescos predios comprimidos unos en otros mal permiten a los rayos matinales colarse por las ventanas de los departamentos; además, una gruesa camada de polución tolda el horizonte; la agitación y el ruido de vehículos son incesantes y ni siquiera de noche se detienen por completo.
Si paramos en la calle a algún presuroso ciudadano y le hacemos notar que es domingo, él tal vez nos mire con sorpresa, mientras interrumpe por pocos instantes sus actividades lucrativas. Él no tiene tiempo para perder… ni incluso los domingos.
En el séptimo día, no harás trabajo alguno
No hay en la naturaleza el desenfrenado ritmo de las ciudades hodiernas. Al contrario, se observa en ella una sabia alternancia de acción y reposo. Cuando amanece, reviven las plantas, cantan los pájaros, todo transborda de vitalidad. Pero, al anochecer, las criaturas retornan al silencio y a la serenidad.
Ni el alma humana escapa de ese ciclo. Entretanto, ella encontrará su verdadero descanso apenas en la Visión Beatífica. Solo allí, en presencia del Autor de toda consolación, se sentirá plenamente aliviada de sus fatigas y preocupaciones. «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo contemplaré el rostro de Dios?» (Sl 41, 3). Por tanto, nada más conveniente para nosotros, en esta nuestra corta peregrinación terrenal, que haya ciertos días consagrados exclusivamente a la Religión, como benéfica anticipación del eterno reposo en la celeste Bienaventuranza.
Si hasta Dios «descansó de su trabajo» y «reposó de toda la obra de la Creación» (Gn 2, 2-3), ¿por qué no seguir su ejemplo? ‘A fortiori’, cuando no se trata solamente de una actitud a ser imitada, sino de una orden expresa en los más claros términos: «Trabajarás durante seis días, y harás toda tu obra. Pero en el séptimo día, que es un reposo en honor al Señor, tu Dios, no harás trabajo alguno. […] Porque en seis días el Señor hizo el Cielo, y la Tierra, el mar y todo lo que contiene, y reposó en el séptimo día» (Ex 20, 9-11).
La finalidad sobrenatural del sábado
Para los israelíes, pueblo electo de la Antigua Alianza, el día dedicado al Señor era el sábado, vocablo que en hebraico significa reposo.
Ahora, en el tiempo de Jesús, los escribas y fariseos pasaron a interpretar ese precepto de la ley con exagerado rigor, habiéndolo reducido casi exclusivamente a sus aspectos materiales. Ese desvío fue motivo de recriminaciones de parte del Divino Maestro y de odio de los Doctores de la Ley para con quien se manifestara «Señor también del sábado» (Lc 6, 5). Así, en cierta ocasión, Él los interpeló en la sinagoga diciendo: «¿En el sábado es permitido hacer el bien o el mal; salvar una vida, o dejarla perecer?» (Lc 6, 9). Y curó en seguida al pobre hombre de la mano seca, haciendo brillar su bondad y omnipotencia, en contraposición a la hipocresía farisaica.
Más que los aspectos materiales del reposo sabático, Cristo ponía en realce la finalidad sobrenatural del tercer precepto del Decálogo, olvidada por los escribas y fariseos: «Recuerda santificar el día de sábado» (Ex 20, 8).
El domingo, plenitud del sábado
En la Nueva Alianza el día de precepto pasó a ser el domingo, quedando el sábado, conforme enseña el Doctor Angélico, dedicado a la gloriosa Virgen María, porque su fe permaneció íntegra en ese día en que Cristo yacía muerto en el sepulcro. 1
Como primer día de la semana, el domingo recuerda la primera creación; pero como octavo día, posterior al sábado, significa la nueva creación inaugurada por la Resurrección de Cristo. Y por eso, se lee en el Catecismo que el domingo «lleva a la plenitud, en la Pascua de Cristo, la verdad espiritual del sábado judío y anuncia el reposo eterno del hombre en Dios. Pues lo culto de la Ley preparaba el misterio de Cristo y lo que en él se practicaba prefiguraba, de alguna forma, algún aspecto de Cristo». 2
La observancia del domingo, explica Santo Tomás de Aquino, «substituye la del sábado, no en virtud de la ley, sino en virtud de la determinación de la Iglesia y de la costumbre del pueblo cristiano. Esta observancia no es figurativa, como era la del sábado en la antigua Ley, y es la razón por la cual la interdicción de trabajo a los domingos no es tan rígida cuanto era la del sábado; ciertos trabajos, como los de la cocina, que eran prohibidos en el sábado, son permitidos los domingos […] Porque aquello que es figurativo sirve para manifestar la verdad y no permite la menor modificación. Pero los trabajos considerados en sí mismos pueden variar según las circunstancias de tiempo y lugar». 3
Se trata, por tanto, no de simplemente reposar a la manera de la antigua Ley, sino de abstenerse «de los trabajos o actividades que impiden el culto debido a Dios, la alegría propia al día del Señor, la práctica de las obras de misericordia y el descanso conveniente del espíritu y el cuerpo». 4
El Tercer Mandamiento de la Ley de Dios
Los tres primeros Mandamientos de la Ley de Dios, están íntimamente unidos a la virtud de la Religión que es, según el padre Royo Marín, «la primera y más excelente de las virtudes morales, incluyendo las propias virtudes cardenales». 5 Por el cumplimiento del primero (Amar a Dios sobre todas las cosas), le tributamos el amor de nuestro corazón; por el segundo (No tomar su santo Nombre en vano), el de nuestros labios; y por el tercero (Santificar los domingos y fiestas de guarda), le manifestamos ese amor por medio de nuestras acciones. 6
El Tercer Mandamiento, nos enseña la Santa Iglesia, «observa la prescripción moral naturalmente inscrita en el corazón del hombre de prestar a Dios un culto exterior, visible, público y regular, bajo el signo de su beneficio universal para con los hombres». 7 Y por eso ella nos manda asistir a la Celebración Eucarística en el propio domingo o en la tarde anterior, incurriendo en falta grave quien no lo haga. 8 Se exceptúan los casos de dispensa de la legítima autoridad, de grave incómodo -como, por ejemplo, enfermedad, necesidad de sustentar económicamente a la familia-, o el desempeño de oficios destinados al bien común, como plantón médico o servicio militar.
Debemos, por tanto, además de no faltar a la Misa los domingos y otros días de precepto (como Navidad, Corpus Christi, etc.), abstenernos de los trabajos serviles. Por encima de todo, sin embargo, en los siete días de la semana y muy especialmente en el domingo, tenemos obligación de evitar a todo costo esa pésima obra servil llamada pecado, pues «todo hombre que se entrega al pecado se vuelve su esclavo» (Jn 8, 34).
Tercer Mandamiento y virtudes cardenales
El culto a la velocidad y el delirio de la ganancia -frutos de la revolución industrial- exacerbaron una serie de tendencias que desequilibraron el alma humana. Sin atacar directamente la Fe, la Esperanza y la Caridad, tornaron difícil la práctica de las virtudes cardenales: Justicia, Templanza, Fortaleza y Prudencia.
La virtud de la Justicia, de la cual deriva la de Religión, nos hace dar a cada ser su debido valor, máxime cuando se trata de Dios. La Templanza modera la atracción por los placeres, asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos, mantiene los deseos dentro de los límites de la honestidad. La Fortaleza sustenta el alma en los momentos de dificultades, da firmeza para resistir a las tentaciones y fuerza para vencer los obstáculos. Y, por último, la Prudencia ayuda a discernir el verdadero bien y a escoger los medios adecuados para alcanzarlo.
Ahora, ¿no es acto de perfecta justicia dedicar al Autor del tiempo y de la vida por lo menos un día en la semana? ¿Hay algo más temperante que reposar de las ocupaciones profanas y elevar los ojos del alma para las realidades celestes? ¿No es preciso fortaleza para el hombre detenerse y analizar su conducta durante la semana, reconocer sus faltas y tomar la firme decisión de enmendarse? Y quien así procede se muestra realmente prudente, optando por trillar el camino que lo mantiene en la amistad de Dios, el Bien verdadero y absoluto.
Por Sebastián Correa Velásquez
1 Cf. SÃO TOMÁS DE AQUINO. Les Commandements. Paris: Nouvelles Editions Latines, 1970, p.121.
2 CCE 2175.
3 SÃO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q.122, a.4, ad.4.
4 CCE 2185.
5 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología Moral para seglares: moral fundamental y especial. 7.ed. Madrid: BAC, 2007, v.I, p.329.
6 Cf. SÃO TOMÁS DE AQUINO, Les Commandements, op.cit., p.115.
7 CCE 2176.
8 Cf. CCE 2180-2181.
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