Redacción (Martes, 04-06-2013, Gaudium Press) Fruto de la preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, emana de los tesoros de la Cristiandad un brillo sobrenatural que los distingue de los monumentos y obras de civilizaciones paganas, pues, por encima de los valores artísticos, se nota en ellos una bendición por la cual remiten a un plano superior, metafísico, y de este al divino. Como decía Dante, las obras de arte de los hombres son «nietas de Dios». 1
Se destacan en esa categoría las catedrales medievales, erigidas en el tiempo en que, según la feliz expresión de León XIII, «la influencia de la sabiduría cristiana y su virtud divina penetraban las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos». 2 En el conjunto de esas magníficas construcciones, brilla con especial esplendor la de Reims, erigida en el siglo XIII en substitución al templo carolingio destruido por un incendio.
Concebida como un himno de gloria al Creador, ella es adornada por 2.303 estatuas y encuadrada por dos torres que se elevan a 81 metros de altura, pareciendo querer destacarse de la Tierra y alzar vuelo en dirección al Cielo.
Hasta 1825, año en que fue coronado Carlos X, ahí se realizaban las ceremonias de consagración de los monarcas de la Hija Primogénita de la Iglesia. Era creencia popular que el rey tenía la facultad de curar a los enfermos de escrofulosis, mal común en aquel tiempo.
Por eso, a la salida del solemne acto litúrgico, aquellos infelices se aproximaban al soberano recién-coronado y este se detenía delante de cada uno, diciendo: «Le roi te touche, Dieu te guérit – El rey te toca, Dios te cura». Bella fórmula que revela la consciencia de ser el hombre apenas un instrumento en las manos del Rey de los reyes y Señor de los señores.
Este estado de espíritu sin pretensiones del Rey Cristianísimo se refleja también en la propia simbología de la catedral que, por su ímpetu ascendente, invita a todos a reportarse continuamente al Creador. Sus altivas torres nos recuerdan que toda nuestra existencia debe estar ordenada en función de la eternidad. Su singular belleza es obra de manos humanas, pero son las innumerables luces sobrenaturales, dones de Dios, que la tornan una verdadera maravilla.
En el monumental pórtico de entrada está representada la más grandiosa y la más humilde de las criaturas: María Santísima. Receptáculo de todas las gracias y electa por el Padre, sobre Ella posó el Espíritu Santo para generar en su claustro virginal el Esperado de las naciones, Nuestro Señor Jesucristo. Con todo, al recibir el entusiástico elogio de Santa Isabel, proclamó Ella su pequeñez y restituyó al Altísimo el inapreciable don recibido: «Mi alma engrandece al Señor, y exulta mi espíritu en Dios mi salvador, pues Él miró la nada de su sierva y desde ahora las generaciones me proclamarán bienaventurada» (Lc 1, 46-48).
Si atribuimos a nosotros mismos la gloria de eventuales éxitos, jamás gozaremos de la felicidad del Reino Celeste. Siguiendo, sin embargo, los pasos de la modesta Soberana de la Restitución, alcanzaremos las alegrías propias a aquellos que, por haber reconocido su nada, son proclamados bienaventurados y cantan eternamente en los Cielos la gloria de Dios.
He aquí una de las más bellas lecciones transmitidas por la magnífica Catedral de Reims.
Por la Hna. Letícia Gonçalves de Sousa, EP
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1ALIGHIERI, Dante. Divina Comédia. Inferno, Canto XI, v.105.
2 LEÓN XIII. Immortale Dei, n.28.
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