Redacción (Martes, 18-06-2013, Gaudium Press) ¡Paz! ¡Paz! Pocas palabras son tan repetidas cuanto esta en nuestros días, ante la inclemencia de guerras, revoluciones, discordias políticas, violencia urbana, desunión familiar y atrocidades provocadas por la intensificación de odios étnicos.
Todos la desean, de ella mucho se habla y se escribe, por todas partes se proponen medios para alcanzarla, pero… ¿quién sabe decir precisamente lo que es paz? Para unos, ella consiste en la ausencia de cualquier enfrentamiento, físico o ideológico, incluso si obtenida a costa de la renuncia a principios morales o a importantes cuotas de las propias convicciones. Para otros, vivir en paz supone huir de la realidad en busca de un utópico equilibrio de espíritu, ajeno a lo que pasa a su alrededor. No faltan tampoco aquellos que la identifican con valores parciales, aunque nobles, como el silencio, la seguridad o el respeto a la naturaleza.
La mayor o menor relación de esos conceptos con la paz es innegable. Con todo, todos ellos se desvían de la esencia de ese bien fundamental para la sociedad, restringiendo su alcance y profundidad a la realización de algún legítimo deseo personal.
Ahora, «quien no sabe lo que busca, no sabe lo que encuentra», dice bien a propósito la sabiduría popular.
¿Qué es la paz?
Para el cristiano, la paz representa mucho más que la simple inexistencia de lucha armada. Ella «no es ausencia de guerra, ni se reduce al establecimiento del equilibrio entre las fuerzas adversas, ni resulta de una dominación despótica», 1 recuerda el Concilio Vaticano II.
Con razón afirmó San Agustín que era ella un bien tan noble que, aún cuando considerada apenas bajo el punto de vista terrenal, «habitualmente nada se oye con mayor complacencia, nada se desea de más atrayente, en fin, nada se consigue de más bello». 2
No existe paz sin el Creador, pues, ella «comporta una exigencia moral; más allá de eso, tiene relación con Dios: es de orden transcendental y de orden teologal».
En la clásica enseñanza de ese insigne Padre de la Iglesia, que marcó la teología occidental y viene resonando en la Cristiandad por más de quince siglos, encontramos que la paz es la tranquilidad del orden: «La paz del cuerpo es la ordenada complexión de sus partes; la del alma irracional, la ordenada calma de sus apetencias. La paz del alma racional es la ordenada armonía entre el conocimiento y la acción. […] La paz de los hombres entre sí, su ordenada concordia. La paz de casa es la ordenada concordia entre los que en ella mandan y los que obedecen; la paz de la ciudad, la ordenada concordia entre gobernantes y gobernados. […] La paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden». 3
Una bella imagen de orden – el principal elemento de la definición agustina -nos es ofrecida por la armonía sideral. Los astros, cuales incontables joyas refulgentes, llenan la inmensidad del firmamento de manera singularmente ordenada y bella, dando la impresión de que en la gigantesca bóveda celeste impera una soberana paz. Y no podía ser de otra forma, pues Dios «creó los cielos con sabiduría» (Sl 135, 5).
Vemos, pues, que cuando cada elemento de un conjunto se encuentra en su debido lugar, cumpliendo su finalidad específica y proporcionando a las demás criaturas lo mejor de sí, se origina una armoniosa tranquilidad, fruto de la recta disposición de las cosas según su naturaleza y de acuerdo con un determinado fin.
No es cualquier tranquilidad, por tanto, que merece ser llamada de paz, sino apenas aquella resultante del orden. La pseudo-paz instaurada con base en alguna situación desordenada, temprano o tarde colapsará. A partir del momento en que los seres -cualquiera que sea- dejan de actuar conforme las reglas del orden, la paz se desvanece.
La tranquilidad que es paz, es aquella que se deriva del orden |
Santo Tomás de Aquino, en la cuestión de la Suma Teológica dedicada a la paz, muestra cómo ella está relacionada con el deseo del bien, una vez que la ordenación interior del hombre tiende con vehemencia a aquello que le trae felicidad: «La verdadera paz no puede existir sino con el deseo de un bien verdadero, porque todo mal, incluso bajo la apariencia de bien por el cual se satisface parcialmente el apetito, encierra muchas deficiencias, y por causa de ellas el apetito permanece inquieto y perturbado. La verdadera paz, por tanto, solo puede existir en el bien y entre los buenos. Luego, la paz de los malos es aparente y no verdadera». 4
Siendo Dios el único Ser capaz de saciar la apetencia de infinito del hombre, y una vez que el orden de la creación fue instituido por Él, podemos concluir que no existe paz sin el Creador, pues ella «comporta una exigencia moral; además de eso, tiene relación con Dios: es de orden transcendental y de orden teologal». 5
La santidad, medio más eficaz de instaurar la paz
La filial sumisión a los designios de Dios torna al hombre de tal modo equilibrado y fortalecido en la virtud, que él, en consecuencia, pacifica todo a su alrededor. Donde está un santo, allí hay gran paz, porque él ordena todas las cosas de acuerdo con el estado de su interior. Con efecto, la santidad posee más eficacia en la instauración de la paz que los tratados diplomáticos, casi siempre todos condicionados a una política voluble, inestable y no siempre ordenada. Y los justos desean ser pacíficos por el más elevado motivo: el de ser llamados hijos de Dios (cf. Mt 5, 9).
En su libro Jesús de Nazaret, el Papa Benedicto XVI resalta que «la enemistad con Dios es el punto de partida de toda corrupción del hombre; superarla es el presupuesto fundamental para la paz en el mundo. Solo el hombre reconciliado con Dios puede estar reconciliado y en armonía también consigo mismo; y solamente el hombre reconciliado con Dios y consigo mismo puede difundir paz a su alrededor y en todo el mundo». 6
En la base de la enseñanza del actual Pontífice está la repulsa al pecado, el cual excluye cualquier forma de paz. En ese sentido, la explicación ofrecida por el Doctor Angélico muestra cómo una falsa paz puede engañar al hombre, si él no goza de la perfecta unión con Dios: «Nadie es privado de la gracia santificante a no ser en razón del pecado, razón por la cual el hombre se aleja del verdadero fin y establece el fin en algo no verdadero. Siendo así, su apetito no adhiere principalmente al verdadero bien final, sino a un bien aparente. Por esta razón, sin la gracia santificante no puede haber verdadera paz, sino solamente una paz aparente».7
Por tanto, el empeño de estar en orden con el Creador es condición esencial de cualquier forma de paz. Sin eso, prevalecen los intereses personales y los egoísmos, fuente de las disputas.
Por la Hermana Hermana María Angélica Iamasaki, EP
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1 CONCILIO VATICANO II. Gaudium et spes, n.78.
2 SAN AGUSTÍN. La Ciudad de Dios. l.19, c.11.
3 Idem, 1.19, c.13.
4 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica, II-II, q.29, a.2, ad.3.
5 HENRY, OP, Antonin-Marcel. Introdução e notas ao Tratado da Caridade. In: Suma Teológica. São Paulo: Loyola, 2004, v.V, p.406, nota a.
6 RATZINGER, Joseph. Gesù di Nazaret. Città del Vaticano: Libreria Vaticana, 2007, p.110.
7 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, q.29, a.3, ad.1.
8 JUAN XXIII. Pacem in terris, n.164.
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