Redacción (Miércoles, 19-06-2013, Gaudium Press)
La paz en la tierra es consecuencia de la paz con Dios
En la Santa Cena, Nuestro Señor nos dio como herencia un don precioso: «Os dejo la paz, os doy mi paz. No os la doy como el mundo la da» (Jn 14,27).
La paz en la Tierra es consecuencia natural de la paz con Dios, como dejó consignado el Beato Juan XXIII: «En último análisis, solo habrá paz en la sociedad humana si esta está presente en cada uno de los miembros, si en cada uno se instaurara el orden querido por Dios. Así interroga San Agustín al hombre: ‘¿Quiere su alma vencer tus pasiones? Sométase a quien está en lo alto y vencerá el que está abajo. Y habrá paz en ti, paz verdadera, segura, ordenadísima. ¿Cuál es el orden de esa paz? Dios comandando el alma, el alma comandando el cuerpo’ «. 8
Y el Papa Benedicto XVI, después de advertir la relevancia de los factores de orden cultural, político y económico para obtenerse la paz, agrega: «Pero, en primer lugar la paz debe ser construida en los corazones. De hecho es en ellos que se desarrollan sentimientos que pueden alimentarla o, al contrario, amenazarla, debilitarla, sofocarla. Es más, el corazón del hombre es el lugar de las intervenciones de Dios. Por tanto, al lado de la dimensión ‘horizontal’ de las relaciones con los otros hombres, se revela de importancia fundamental, en esta materia, la dimensión ‘vertical’ de la relación de cada uno con Dios, en el cual todo tiene su fundamento». 9
Nos enseña el Doctor Angélico que hay en el ser humano tres clases de orden: consigo mismo, con Dios y con el prójimo. 10 Lo que implica tres tipos de paz: del hombre consigo mismo, o paz interior; del hombre con Dios, decurrente de su entera sumisión a la voluntad divina; y del hombre con sus semejantes, que consiste en vivir en concordia con todos. La paz en una colectividad será la resultante de la concordia entre los individuos que la componen; la concordia entre las varias colectividades de una nación equivale a su paz interna. Y, por último, la concordia entre las naciones corresponde a la tan soñada paz internacional.
Con razón escribió Santo Tomás: «La justicia produce la paz indirectamente, removiéndole los obstáculos. Pero la caridad la produce directamente, porque ella es, por su propia razón, causa de la paz».11 Y la Constitución pastoral Gaudium et spes nos ofrece esta bella enseñanza: «La paz es así también fruto del amor, el cual va más allá que lo que la justicia consigue alcanzar. La paz terrena, nacida del amor del prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, venida del Padre. Pues el propio Hijo encarnado, Príncipe de la Paz, reconcilió con Dios, por la Cruz, a todos los hombres; restableciendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo, extinguió el odio y, exaltado en la Resurrección, derramó en los corazones el Espíritu de amor». 12
La paz de Cristo en el reino de Cristo
En su Encíclica Ubi arcano, el Papa Pío XI se valió de una fórmula en extremo acertada, la cual permanece hasta nuestros días como el paradigma a ser alcanzado no solo por los cristianos, sino por toda la humanidad: «La paz de Cristo en el reino de Cristo». 13
Cuando, en la Santa Cena, el Señor transmitió las últimas enseñanzas a los Apóstoles, nos dio como herencia un don precioso: «Os dejo la paz, os doy mi paz. No os la doy como el mundo la da» (Jn 14, 27). Más tarde, al aparecer en el Cenáculo y encontrar a los discípulos asustados y pusilánimes, sus primeras palabras fueron: «¡La paz esté con vosotros!» (Jn 20, 19). También otras veces habló Jesús sobre la paz, pero siempre con una nota muy peculiar: su paz, y no otra cualquiera.
Distinta de las fruiciones del mundo, caracterizadas por la agitación que se imprime en el alma, la paz de Cristo aquieta las pasiones desordenadas y conduce al «gozo perfecto del bien supremo, que une y pacifica todos los anhelos». 14 Ella «reside en las profundidades del alma», 15 incita a practicar la justicia unida a la caridad y enseña la paciencia. Quien posee esa paz ama el derecho y la autoridad. Ella no se alimenta de bienes perecederos, sino de realidades sobrenaturales, ni se perturba con las mayores desgracias, porque está fundada sobre la roca firme de la fe.
Decimos con propiedad ser esa la paz de Cristo porque, antes de Él, el mundo vivía en las tinieblas del paganismo donde vigoraban atrocidades de todos los tipos, prevaleciendo la máxima: homo homini lupus – el hombre es lobo del hombre. Por eso, Santo Efrén de Nísibi pudo afirmar que «en el nacimiento y en la muerte de Jesús de Nazaret, el Cielo y la Tierra se funden en un abrazo de paz». 16
En cuanto al reino mesiánico instituido por el Divino Maestro, este se distingue substancialmente de todos los reinos terrenales, porque jamás existió un soberano dotado de la capacidad de gobernar el interior de sus súbditos. Tal privilegio pertenece al Hombre-Dios, que no desea imperar apenas en el exterior, sino renovar el interior de sus criaturas: «Dentro de vosotros meteré mi espíritu, haciendo que obedezcáis a mis leyes y sigáis y observéis mis preceptos» (Ez 36, 27).
Si cerramos las puertas del alma al suave yugo de Jesús, y dejamos en ella penetrar el pecado, abandonaremos la paz de Cristo y el reino de Cristo. Es por haberse «miserablemente separado de Dios y de Jesucristo» que los hombres cayeron al abismo de males de la I Guerra Mundial, acentuó en su encíclica Ubi arcano el Papa Pío XI. Y agregó: «Ya que fueron renegados los preceptos de la Sabiduría cristiana, no hay motivo para admirarse de que los gérmenes de la discordia -sembrados por todas partes como en suelo bien preparado- hayan producido ese execrable fruto de una guerra que, lejos de debilitar por el cansancio los odios internacionales y sociales, los alimentó más abundantemente por la violencia y la sangre». 17
La Iglesia es la gran propulsora de la paz
Emocionante es el relato del Evangelista San Lucas sobre la conmoción de Nuestro Señor en el Domingo de Ramos, cuando se acercó a la Ciudad Santa y lloró sobre ella, diciendo: «¡Oh! ¡Si también tú, al menos en este día que te es dado, conocieses lo que te puede traer la paz!… Pero no, eso está oculto a tus ojos» (Lc 19, 42). Él, el «Príncipe de la paz» (Is 9, 5), que viniera a este mundo para salvar, es rechazado hasta por los suyos. Portador de divinas soluciones para todos los desórdenes de la humanidad, es despreciado por no dar asentimiento al pecado dominante en los corazones orgullosos de una generación mala y perversa.
A nosotros, sin embargo, hijos de la Santa Iglesia, la paz de Cristo no es un objetivo inalcanzable, porque no está velado a nuestros ojos quién la puede comunicar. Aunque haya ascendido gloriosamente a los Cielos, Él está presente en su Cuerpo Místico, la Santa Iglesia Católica, defensora intrépida del derecho, la vida, la justicia y la caridad. O también, como la calificó el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, «la depositaria de la Verdad, y Arca de los Sacramentos, inestimable obra-prima de Dios». 18
Convencido de que es la Iglesia la gran propulsora de la paz, comenta ese eminente líder católico: «Solo las virtudes que la Iglesia enseña, y por medio de los Sacramentos ayuda a practicar, es que son realmente el fundamento de la paz. Y, así, la virtud solo vencerá donde venza la Santa Iglesia de Dios. En otros términos, no habrá verdadera paz sino en la medida en que haya un triunfo de la Santa Iglesia. […] La exaltación de la Santa Iglesia, esto es, que la Iglesia sea reconocida por todos los pueblos en el reinado universal que de derecho le cabe sobre el mundo entero, es este el gran anhelo que debe estar indisolublemente ligado a todos nuestros anhelos de paz». 19
Que la humanidad tenga, por tanto, los ojos fijos en la Iglesia y ponga amorosamente en práctica sus sapienciales enseñanzas, he aquí el medio seguro de extirpar todos los desórdenes, individuales y sociales, que desenfrenan el mundo y son causa de las discordias, guerras, violencias y tantos otros males que afligen al mundo actual. A la Santa Iglesia se aplica con propiedad la profecía de Isaías: «He aquí lo que dice el Señor: voy a hacer la paz correr hacia ella como un río» (Is 66, 12).
Por la Hermana Hermana María Angélica Iamasaki, EP
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Notas:
8 JUAN XXIII. Pacem in terris, n.164.
9 BENEDICTO XVI. Mensagem no 20º aniversário do Encontro Interreligioso de oração pela paz, convocado por João Paulo II, 20/9/2066.
10 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Evangelium Ioannis, c.14, lect.7.
11 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica, II-II, q.29, a.3.
12 CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, n.78.
13 PÍO XI. Ubi arcano, 23/12/1922.
14 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica, II-II, q.29, a.2, ad.4.
15 PÍO XI, op. cit., ibidem.
16 SAN EFRÉN DE NÍSIBI, apud ODEN, Thomas C. (Ed.). La Biblia comentada por los padres de la Iglesia y otros autores de la época patrística. Evangelio según San Lucas. Madrid: Ciudad Nueva, 2006, v.III, p.82.
17 PÍO XI, op. cit., ibidem.
18 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Opus justitiæ pax. In: O Legionário. São Paulo. N.434. (5/1/1941); p.2
19 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Justitia et pax. In: O Legionário. São Paulo. N.517. (9/8/1942); p.2.
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