Redacción (Lunes, 08-07-2013, Gaudium Press) «La obediencia vale más que las víctimas; y es mejor obedecer que ofrecer la grosura de los carneros» (1Sm 15, 22).
La palabra obediencia, derivada del latín, ‘ob audire’, significa oír o escuchar. La obediencia implica, pues, de parte de aquel que la practica, una actitud de escucha sumisa y atenta con relación a los consejos u órdenes que el superior venga a darle.
Veamos ahora los diversos grados de la perfección de la obediencia, definidos por San Ignacio de Loyola en su carta a los religiosos de Portugal 1:
1°) Obediencia de ejecución:
Como indica su nombre, se trata de una obediencia meramente natural, que ejecuta exteriormente las órdenes del superior, sin conformar la voluntad con la de éste. Esta obediencia carece totalmente de méritos sobrenaturales y más se parece al automatismo de una máquina.
2°) Obediencia de voluntad:
Implica una sumisión interna, por parte del inferior, en relación a la voluntad del superior. Aquel considera éste como representante de Dios en esta tierra y somete su voluntad alegremente, dispuesto a superar todos los sacrificios que le son exigidos, aunque experimente una involuntaria repugnancia, nacida de su naturaleza, en relación a la orden recibida. Esta repugnancia, al contrario, le proporcionará un aumento de los méritos. Así afirma Santo Tomás de Aquino:
«Si entretanto, el acto prescrito no es de manera alguna querido por sí mismo, contraria a la propia voluntad, como ocurre en las cosas difíciles, entonces queda absolutamente evidente que la orden solo es cumplida por causa del precepto». 2
Por eso Gregorio afirma: «La obediencia que se realiza plenamente cuando es agradable es nula o menor», porque la voluntad propia no parece tender esencialmente al cumplimiento del precepto, sino simplemente a la satisfacción de su propio querer. «En las dificultades, sin embargo, o en cosas difíciles la obediencia es mayor», porque la voluntad propia no tiende a otra cosa a no ser al cumplimiento del precepto.
Entretanto, la obediencia de voluntad, no alcanza todavía la suprema perfección en esta virtud. «Con la obediencia de voluntad, señala Royo Marín, cabe todavía la discrepancia de juicio». 3
3°) Obediencia de juicio:
Este último grado de obediencia es así definido por Royo Marín:
«Consiste en obedecer la orden recibida, no solamente con prontitud de voluntad, sino rindiendo inclusive nuestro juicio interior para conformarlo con el del superior». 4
Así se expresa el propio San Ignacio en su famosa carta: «Mas quien pretende hacer entera y perfecta oblación de sí mismo, más allá de la voluntad, es necesario que ofrezca el entendimiento (que es otro grado y supremo de la obediencia), no solamente teniendo un querer, sino teniendo un mismo sentir con el superior, sujetando el propio juicio al suyo, en todo lo que la devota voluntad pueda inclinar el entendimiento». 5
En breves palabras, Maucourant nos describe el estado de alma de aquel que alcanza esa plenitud: «El alma que llega a tal estado de unión permanece humana, esto es, sensible a las cosas exteriores, sensible a la tentación y a la prueba; pero su voluntad permanece irrevocablemente unida a Dios». 6
Siglos antes, San Basilio estableciera una escala en la obediencia, semejante a la definida por San Ignacio:
Hay tres modos diferentes de obedecer: separándonos del mal por el temor del castigo, y, entonces, nos colocamos en una actitud servil; o con el objetivo de alcanzar el premio ofrecido, y en este caso nos asemejamos a los mercenarios; o por amor al bien y por afecto a aquel que nos manda, y entonces, imitamos la conducta de los buenos hijos.7
La perfección se cifra en un supremo acto de amor, que llega al holocausto de la voluntad y el entendimiento, ofreciendo a Dios la entrega radical del propio ser. «Vivo, pero ya no soy yo quien vivo, es Cristo que vive en mí» (Gl. 2, 20).
Entre las muchas cualidades que caracterizan la perfecta obediencia, hay dos de capital importancia y sobre las cuales es forzoso hablar. Son ellas: prontitud y alegría.
Prontitud
«Retardar una acción que nos es mandada, explica Maucourant, es tornarla defectuosa, pues equivale a substituirse a la regla y a los superiores en una parte del acto, atribuyéndose el derecho de determinar la hora». 8
Los ejemplos en la vida de los santos nos proporcionan ampliamente argumentos para percibir cuánto Dios ama esa presteza y diligencia en obedecer. Cierta vez, cuentan las crónicas cistercienses, la campana del monasterio tocó, llamando a los monjes para las tareas de limpieza. San Bernardo se encontraba en este momento envuelto en éxtasis delante del propio Jesús que le apareciera. A pesar de eso, se dispuso a atender la voz de la campana. Al volver, encontró Jesús que lo esperaba: «Bernardo, le dijo, si tú no me hubieses dejado, te habría dejado Yo». 9
En la disciplina militar, el soldado que, recibiendo la orden de un oficial, no corre apresurado para cumplirla es condenado a algunas horas de prisión. Si así pasa entre los hombres del siglo, ¿cuánto más deberá ser entre los servidores de Dios, no por el temor del castigo, sino por el amor a Aquel que manda y que promete tantas recompensas?
Quien, pues, obedece prontamente, debe estar convencido de que, procediendo así, está acumulando méritos doblemente y se asemejará más a Cristo que «entrando al mundo» exclama: «Yo vengo a hacer tu voluntad» (Hb 10, 5.9).
Alegría
Para el obediente fervoroso, no basta apenas dar todo y con presteza, es preciso dar alegremente, pues «Dios ama al que da con alegría» (2Cor. 9, 7).
Quien obedece de mala voluntad y con quejas, no ama verdaderamente a Dios, ni los mandatos transmitidos por sus ministros.
¡Aunque haya tanta gloria, dulzura y provecho en servir a Dios, prefiere sus propios intereses a donarse enteramente!
Esa alegría que debe acompañar la obediencia es calificada por San Bernardo como «el colorido que hace la hermosura de esta y su ornamento y brillo.» 10
Finalmente, esta alegría conmueve tanto el corazón de Jesucristo, que Él, por así decir, no puede resistir, ni negar nada a aquel que así procede. Por eso dice el Salmista: «Pon tus delicias en el Señor, y te concederá lo que tu corazón desea» (Sl. 36, 4). Sirva como ejemplo de esto el patriarca Abraham que se apuró en cumplir, con alegría y confianza, la orden dada por Dios de inmolar al propio hijo y por eso mereció dar origen al pueblo de la promesa. «Porque hiciste tal cosa, y no perdonaste a tu hijo único por amor a mí, yo te bendeciré» (Gn. 22, 16).
Por la Hermana Clara Isabel Maria de la Asunción Morazzani Arráiz, EP
1 1ROYO MARÍN, Antonio. La Vida Religiosa. 2. ed .Madrid: BAC,1968, pp. 350-351
2 S.Th. II-II , q.104, a. 2.
3 ROYO MARIN, Op. cit.p.352.
4 loc. cit.
5 Ibid. p. 355
6 MAUCOURANT, F. Probación religiosa de la Obediencia. Trad. del décimo millar francés por José Domingo Corbató. París: Garnier Hermanos, Libreros-Editores, 1901, p. 90
7 FERNÁNDEZ-CARVAJAL, Francisco. Antologia de textos. 13. ed. Madrid: Ediciones Palabra, 2003. , p. 674
8 MAUCOURANT, Op. cit. p. 111
9 ROYO MARIN, Op. cit. p. 366.
10 MAUCOURANT, Op. cit. p. 114.
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