Redacción (Jueves, 18-07-2013, Gaudium Press) Cuando conseguimos alejarnos por algunos momentos del corre-corre rutinario y dejamos la selva de concreto de nuestras ciudades para aproximarnos más a la naturaleza, su belleza y ordenación nos invitan a deleitarnos con un mundo de paz y serenidad y a aprender muchas lecciones…
Nos falta tiempo para admirar el Sol que se levanta para traernos el día, esparciendo sobre el cielo colores bellos y variados. Sin nunca dejar de hacer su recorrido con constancia y puntualidad, brilla él hasta el momento de retirarse, para ceder lugar a la reina de la noche, la Luna. Y cuando la bóveda celeste ya está cubierta con el nocturno manto oscuro, titilan las preciosas estrellas, jamás se chocan unas con las otras, manteniendo siempre impecable disciplina.
La misma ordenación vemos reflejada en el reino animal: desde los mayores, pasando por los más astutos, hasta los más inofensivos, cada uno manifiesta un modo de vida regulado y constante, siguiendo con rectitud los impulsos de sus instintos naturales.
Pues es para admirar un humilde insecto que invitamos a nuestro lector a dejar sus preocupaciones por unos instantes. Observemos a las hormigas, «animales pequeños en la tierra que, entretanto, son sabios, muy sabios» (Pr 30, 24).
A pesar de que no presentan una hermosa figura, ellas provocan encanto por la perfección de su vida en sociedad. No es raro un niño, al jugar en el jardín de su casa, encontrar un hormiguero y pisarlo, quedando espantado por ver la cantidad de insectos que corren desesperados por la «tragedia» sucedida… ¡Cuántos caminos y galerías son descubiertos debajo de la tierra! ¿Cómo un lugar tan diminuto sirve de alojamiento para tantas hormiguitas? Y más asombroso todavía es ver todo tan bien organizado y dividido, habiendo, hasta incluso, reparticiones con cámaras y salones.
Allí viven las hormigas en completa armonía, ayudándose mutuamente. Muy raro es encontrar alguna solita, siempre marchan en conjunto en busca del alimento, formando verdaderos cortejos. Y es tal la unión entre ellas, que una, al pasar al lado de la otra, nunca sigue su camino sin parar para «saludar» a su compañera.
Llama también la atención la pertinacia con que estos diminutos insectos desempeñan sus trabajos: independiente del tamaño y del peso de los alimentos -muchas veces superiores a su estatura-, nunca desaniman o desisten, siguiendo siempre adelante, con ímpetu y rapidez.
Si pensamos en los desórdenes y extravíos existentes en el mundo de los hombres, desconocidos en el universo de las hormigas, es posible que sintamos tristeza. Y con razón, pues estando el hombre dotado de inteligencia y voluntad, poseyendo un fuerte instinto de sociabilidad que le da el anhelo -hasta incluso la necesidad- de convivir con los otros, y contando todavía con el auxilio de la gracia, ¿por qué vemos tanto egoísmo y violencia en la sociedad?
¡Ah… si el hombre recordase más al Creador de todas estas maravillas, sus instintos quedarían más ordenados! Si amase él a Dios sobre todas las cosas y al prójimo según el amor que Él tiene por cada uno (cf. Jn 13, 34), ¡cómo sería diferente el mundo en el cual vivimos!
A eso nos invita la imagen de la tenaz hormiguita cargando su pesado fardo. ¿Pues no es verdad que ella hace recordar a Nuestro Salvador subiendo a lo alto del Calvario cargado con el peso de nuestros pecados, sin demostrar una fimbria de cansancio o desánimo?
No es sin razón que la Escritura aconseja dirigir nuestra atención a este humilde insecto: «Ve a la hormiga, oh perezoso, observa su proceder y tórnate sabio: ella no tiene jefe, ni inspector, ni maestro; prepara en el verano su provisión, selecciona en el tiempo de la cosecha su comida» (Pr 6, 6-8).
Entretanto, no debemos restringir este consejo tan solo a nuestras fatigas físicas y terrenales, sino, sobre todo, a las espirituales, que tocan al servicio de la Santa Iglesia, para la implantación del Reino de Cristo en todo el orbe de la Tierra.
Apoyándonos solamente en nuestras propias fuerzas, sin embargo, jamás alcanzaremos la meta. Para alcanzarla, debemos recurrir a las armas de la oración con la misma pertinacia de las hormigas, pues es por medio de las gracias a través de ella obtenidas que nos vendrá la fortaleza necesaria para abandonar el camino del egoísmo y abrazar el de la virtud. Solo así se establecerá de nuevo la paz, la bienquerencia y la armonía entre los hombres.
Por Emelly Tainara Schnorr
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