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¿Es necesario ser pacífico?

Redacción (Martes, 23-07-2013, Gaudium Press) Al recorrer las bienaventuranzas – código sublime de la santidad – enunciadas por el Divino Maestro en el Sermón de la Montaña, retomando las promesas hechas al pueblo electo desde Abraham, se encuentran los medios por los cuales el verdadero cristiano puede alcanzar la felicidad eterna: la visión de Dios, la participación en la naturaleza divina, la vida eterna, el reposo en Dios.

1.jpgPor ahora trataremos de la séptima bienaventuranza: «Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
¿En qué consiste propiamente el ser pacífico, para ser llamado de hijo de Dios? Pacífico es aquel que busca primero establecer el orden en sí mismo, en seguida en los otros y, como consecuencia, en todas las cosas, analizando todo bajo el prisma sobrenatural, o sea, de la visión del propio Dios. Y ser llamado hijo de Dios, heredero de Cristo, es el supremo premio de esta bienaventuranza.

A la práctica de cada bienaventuranza evangélica somos asistidos con una virtud y un don del Espíritu Santo. En cuanto a la séptima, de la cual estamos tratando, cabe la virtud teologal de la caridad, la más excelente, la virtud prínceps, reina de entre todas, que sobrepasa los umbrales de la eternidad, sin la cual nada se hace, como afirma el Apóstol: «Aunque yo hablase las lenguas de los hombres y de los Ángeles, sino tengo caridad, soy como el bronce que suena, o como el címbalo que retiñe» (cf. Cor 13, 1).

Ya el don correspondiente a esa bendita máxima es el de sabiduría, a través del cual el alma en gracia pasa a juzgar todas las cosas por sus últimas y más altas causas, en una contemplación altísima del orden del universo, participando, así, de la visión del Creador.

Bossuet aconseja a aquellos que desean ser «hijos de Dios» que tengan «siempre palabras de reconciliación y de paz, para dulcificar la amargura de nuestros hermanos contra nosotros o contra los otros; que busquen siempre amenizar las malas referencias, evitar las enemistades, las frialdades, las indiferencias, en fin, reconciliar a los que están en desacuerdo. Eso es hacer la obra de Dios y mostrarse hijos suyos, imitando su bondad».1

Así, podemos afirmar que la filial sumisión a los designios de Dios torna al hombre de tal modo equilibrado y fortalecido en la virtud, que pacifica todo a su alrededor. Donde está un santo, allí hay gran paz, porque él ordena todas las cosas de acuerdo con el estado de su interior. Y los justos desean ser pacíficos para ser llamados hijos de Dios (cf. Mt 5, 9).

Por Bruna Corrêa

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1 BOSSUET. Meditations sur l’Évangile. Versailles: Lebel, 1821, p.18-19.

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