Redacción (Jueves, 25-07-2013, Gaudium Press) «Cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con sabiduría; la tierra está llena de tus criaturas» (Sal 103, 24), exclama el Salmista, inundado de admiración al contemplar la inconmensurable variedad de criaturas que pueblan el universo.
En los esplendores de la aurora, atravesando las nubes, los rayos victoriosos del sol derraman su generosa claridad sobre la inmensidad de la tierra. La luz desciende por las montañas, alcanza laderas y valles, fecunda plantaciones, suscita el canto de las aves y despierta a los rebaños. Se diría que el astro rey tiene prisa en volver a derramar sus beneficios, y que la tierra, hasta entonces oscura, llena de añoranzas, exulta finalmente por ese reencuentro.
A su vez, en el transcurso de las estaciones y de los tiempos, el mundo vegetal se apresura en distribuir sus incontables riquezas, y parece regocijarse en derrocharlas. Trigales dorados e innumerables plantaciones para el hombre, pastos copiosos para el ganado, frutos a raudales para los pájaros, abundancia para todos. La generosidad también se presenta como la regla de este universo vivo de raíces, hierbas y troncos que el suelo dadivoso se complace en sustentar y fortalecer.
¡Cuánta prodigalidad! La naturaleza se revela como inmensa sinfonía, en la que seres irracionales o inanimados, cumpliendo perennes designio del Creador, multiplican los favores y persisten en la donación generosa, o son beneficiados y reciben de otros lo necesario para su subsistencia. Podriamos obtener numerosas lecciones de tanta maravilla, pero, sin duda, hay una que llama la atención a unbuen observador: el orden de la Creación brilla ante nosotros como magnífico espejo de la CARIDAD.
¡Caridad! Virtud desconocida en el paganismo y sólo vislumbrada en el Antiguo Testamento, bajó a la tierra con el Verbo de Dios y se difundió en la humanidad como divino perfume del mismo Jesucristo. Por ella todos se armonizan: grandes y pequeños, poderosos y desvalidos. Movidos por la caridad, numerosos hombres y mujeres más dotados de fortuna se convirtieron, a lo largo de la Historia, en auténticos ángeles de protección y dedicación a los pobres y miserables. Por el impulso de la caridad, los corazones y los bolsillos se abrieron: se edificaron hospitales, fueron distribuidos alimentos, sufrimientos aliviados, lágrimas enjugadas y cuerpos helados calentados. ¡Qué bellos espectáculos protagonizó la caridad en las relaciones entre ricos y pobres!
¿Qué sería de los pobres si no hubiera ricos para consolarlos con su ayuda? Y si no existiesen los pobres, ¿cómo podrían los ricos practicar ese amor de misericordia, del que el Sagrado Corazón de Jesús es el horno ardiente?
¡Caridad! Regla perfecta de una sociedad verdaderamente conforme al Evangelio, en la cual los ricos, sin tener que renunciar a su riqueza, son hermanados en Cristo con los pobres; y éstos, aun no enriqueciéndose, ven en aquellos la mano dadivosa de Dios. En esa sociedad germinará y florecerá, hasta el fin de los tiempos, el ideal descrito por el Apóstol:
«La caridad es paciente, es benigna; la caridad no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecorosa ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; (…) Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. La caridad no pasa nunca» (1 Co 13, 4-8)
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