Redacción (Lunes, 29-07-2013, Gaudium Press) La vida espiritual, sobre todo en su fase primaveril, nos ofrece alegrías verdaderamente indescriptibles para el vocabulario humano. Es una oración que nos encanta, una adoración al Santísimo Sacramento en la cual nos sentimos atendidos. Será, tal vez, el contacto con una persona en la cual vemos reflejadas las perfecciones del propio Dios… En fin, son torrentes de gracias que nos son distribuidas por la bondad de Dios y que nos preparan para la lucha. Para la lucha, sí, pues «militia est vita hominis super terram» – la vida del hombre sobre la tierra es una lucha -, según nos enseña Job (7, 1).
Sin embargo, como en toda guerra, es necesario atacar y defenderse. Atacar los defectos y defenderse de las insidias del demonio. Y, para eso, la Divina Providencia puso a disposición de todos, un arma casi invencible, cuando bien usada: el examen de consciencia.
¿Cómo hacerlo bien?
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Grandes doctores y espiritualistas -San Ignacio de Loyola, el P. Alonso Rodríguez y otros- indican: recomiendan ellos el examen de consciencia particular, o sea, aquel en el cual analizamos apenas uno de nuestros defectos y hacemos todo lo posible para de él corregirnos.
¿Pero no sería más útil hacer eso con todos los defectos que notamos en nosotros mismos? Veremos…
Todo hombre puede ser comparado a una fortaleza gobernada por un rey. Ella está siempre cercada por un enemigo que la rodea buscando alguna brecha por la cual pueda entrar. Si no la encuentra, va, sin duda, buscarla a fin de encontrar un punto vulnerable en el cual concentrará todos los tiros de sus cañones con la intención de invadirla. Por eso es necesario fortificar la parte débil con mucho más empeño que las partes en las cuales es suficiente una buena vigilancia. De lo contrario la derrota es segura.
Esto es lo que se da, análogamente, con nosotros. La fortaleza es nuestra alma, las murallas son las virtudes y el Rey es Dios que habita en nosotros por la Gracia Santificante. Estamos siempre cercados por nuestros enemigos -los demonios- que, por así decir, buscan alguna laguna en esa fortificación, o sea, nuestras malas tendencias, en la cual empleará todos sus engaños. Y nuestra obligación es hacer todo para defender al Rey, comenzando por robustecer la virtud que juzgamos más débil en nosotros -lo que no es tan difícil de desvendar… Esto hecho -con los medios que el propio Soberano de nuestra alma nos da- el demonio tendrá un poder mucho menor sobre nosotros.
Solidificando una virtud, todas las otras lucran, pues ellas son hermanas. Vigilando poco o cediendo en pequeños puntos, nuestra vida espiritual corre el riesgo de ser, tarde o temprano, llevada a la ruina.
He aquí la sugerencia de un método para aquellos que desean hacer un examen de conciencia serio, honesto y fructífero:
1) Descubrir en nosotros mismos un defecto moral que particularmente nos dificulta la perfecta práctica de la virtud y escogerlo como materia de examen particular. En esa elección, debemos dar prioridad a los defectos que puedan ofender o desedificar a los hermanos.
2) Realizar el examen diariamente antes de dormir -o inclusive otras veces durante el día, caso sea posible- de preferencia en lugares recogidos, del siguiente modo:
a) Pedir gracias para bien reconocer los defectos y de ellos hacer un buen examen.
b) Analizar el día, viendo las fallas cometidas contra las virtudes que buscamos fortificar.
c) Pedir fuerzas para de ellos enmendarnos, y para hacer y cumplir buenos propósitos.
Tomemos como ejemplo la bellísima virtud de la Obediencia. Se podría hacer los siguientes propósitos para fortalecerla, como aconseja el P. Alonso Rodríguez:
1) Ser puntual en la obediencia exterior: a la orden del superior, interrumpir trabajos comenzados, dejándolos para después. Buscar cumplir la voluntad del superior sin incluso esperar orden expresa;
2) Obedecer de corazón, teniendo una misma voluntad y querer con el superior;
3) Tener siempre el mismo parecer del superior, nunca dar lugar a razones contrarias a aquellas que nos manda;
4) Tomar la voz de todo y cualquier superior como si fuese la voz del propio Dios;
5) Obedecer ciegamente, esto es, sin procurar inquirir o examinar el porqué de la orden dada, bastando para obedecer la obediencia;
6) Colocar todo el gusto en obedecer y no en hacer la propia voluntad.
Evidentemente, para la confesión el examen de consciencia debe ser general, apuntando todos los pecados para de ellos recibir el perdón.
Pidamos, pues, a nuestra Madre celestial la gracia de un perfecto uso de esa arma casi infalible. Así, creceremos en la unión con Su Hijo, con Ella y con todos los santos y, al final de nuestros días en esta Tierra podremos decir como San Pablo: «Combatí el buen combate, guardé la fe: dadme ahora el premio de Vuestra gloria». (II Tim 4, 7-8)
Por Rodrigo Fugyama
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