Redacción (Miércoles, 31-07-2013, Gaudium Press) Afirmaba el Papa Pío XII que todo se refleja en los ojos: no solo el mundo visible, sino también las pasiones del alma. «Incluso un observador superficial», decía el Pontífice, «descubre en ellos los más variados sentimientos: cólera, miedo, odio, afecto, alegría, confianza o serenidad».1
En efecto, cuando dos personas conocidas se encuentran en la calle y se saludan, basta mirarse para saber cómo el otro se encuentra. Y, si uno de ellos percibe indicios de que el amigo está pasando por dificultades, buscará en seguida ayudarlo. Pues, en ciertas circunstancias, una mirada revela más que mil elocuentes palabras.
Ahora, si tanta profundidad hay en la mirada de las meras criaturas, ¿qué decir del Hombre-Dios?
De los ojos de nuestro Salvador, dice San Jerónimo, «irradiaba como que un fuego celestial y en su rostro brillaba la majestad de la divinidad». 2 Ellos eran, con certeza, riquísimos en expresión, brillo y hasta colorido, transmitiendo al interlocutor un inagotable torrente de imponderables, cuya fuente solo podía ser divina.
La mirada de Jesús, escribe Plinio Corrêa de Oliveira, era «muy serena, casi aterciopelada… En el fondo, entretanto, revelando una sabiduría, rectitud, firmeza y fuerza que nos llenan al mismo tiempo de encanto y de confianza». 3
Ahora, transcurridos más de dos mil años desde que Cristo iluminara la Tierra con su presencia, ¿se habrá cerrado definitivamente para nosotros la posibilidad de contemplar aquellos ojos que miraban llenos de amor a sus conterráneos, invitándolos a penetrar en los abismos de su Sacratísimo Corazón?
Cada pueblo tiende a considerar la figura humana de Nuestro Señor de acuerdo con su propia vocación. Así, el espíritu sereno, sin pretensiones y acogedor del pueblo portugués lo lleva a notar en Jesús especialmente su paternal solicitud y afecto.
En el país del cual el Brasil heredó la Fe, raras son las imágenes del Redentor que manifiestan la cólera divina o aquella forma de dolor lancinante, tan habitual en los crucificados y Nazarenos de la vecina España. Las pinturas y esculturas portuguesas, aunque representen una escena de la Pasión, reflejan siempre la dulzura y paciencia con que Jesús aceptó los mayores tormentos para salvarnos. Y ese es justamente el trazo que más impresiona en la imagen del Señor Santo Cristo de los Milagros venerada en la isla San Miguel, del archipiélago de los Azores.
Esculpida hace tres siglos, ella representa el momento en que Nuestro Señor, con el rostro marcado por los maltratos de los soldados romanos, era presentado por Pilatos a un populacho que gritaba: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» (Jn 19, 6).
A los que a esta imagen se aproximan, les conmueve especialmente su mirada, porque la expresión de ese Ecce Homo refleja una bondad y deseo de perdonar inefables, e invita hasta a los más empedernidos pecadores a beneficiarse del manantial de la misericordia divina.
Los ojos del Santo Cristo de los Milagros no evocan tanto el Jesús omnipotente que multiplicó los panes y los peces o atemorizó a los vendedores del templo, sino Aquel que, al inicio de su agonía, pedía la compañía de Pedro, Juan y Santiago, por estar sintiendo una tristeza mortal (cf. Mt 26, 38). A través de esa imagen, Nuestro Señor muestra a las almas lo que les falta para ser puras, mientras les suplica que dejen de herir su Sagrada Faz con pecados e imperfecciones.
Delante de tanta bondad, el alma lusitana, como la de todos los hijos de la Santa Iglesia, es invitada a permanecer unida al Corazón Divino, pase lo que pase. Recordando que, aunque a veces pueda parecer distante, Jesús sufrió por nosotros al punto de juzgarse abandonado por el Padre en lo alto de la Cruz, para obtenernos la salvación.
Por Raphaela Nogueira Thomaz
1 PIO XII. Alocução, 12/06/1954.
2 SÃO JERÔNIMO. In Matth., L.III, c.21, vers.15, B166: ML 26, 152.
3 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. O sacrossanto olhar de Jesus. In: Dr. Plinio. São Paulo. Ano VII. N.70 (Jan., 2004); p.19.
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