Redacción (Jueves, 08-08-2013, Gaudium Press) Domingo nació en España, en Calaruega, cerca de Burgos y de la abadía de Silos, en 1170. Hijo de Félix de Guzmán y de Juana de Aza, mujer que se distinguió por una gran piedad.
A Domingo, lo que lo hizo santo, fue la educación cristiana que recibió. Instruido primeramente en la piedad por la bienaventurada Juana, y después por su preceptor, se dio al estudio con dedicación, a la oración con entusiasmo, a las lecturas piadosas con cariño y a las obras de caridad con afán.
Por espíritu de penitencia se privaba de las diversiones permitidas a su edad. Así, mientras algunos jóvenes de la ciudad, en bandos ruidosos buscaban la diversión, él, recogido buscaba a Dios.
Estudiando en escuelas publicas, vigilaba con mayor atención su corazón y sus sentidos. Siempre ocupado con las cosas de Dios, hablaba poco, y cuando tenía que hacerlo, lo hacía con moderación. Solamente conversaba con personas virtuosas. Era, por tanto, prudente y dulce al mismo tiempo.
Los ejemplos de su madre le inspiraban una gran devoción a Nuestra Señora y un amor por los pobres fuera de lo común. Por los desprotegidos se privaba de todo lo que poseía. Se deshacía de dinero, de libros, de ropa, todo para ayudar a los desamparados. De esta manera, a los veinte años, ya despertaba en su ciudad natal, la caridad de sus condiscípulos y de todos los habitantes de la ciudad de Calaruega de 1190.
A todos sus hijos, Juana proporcionó una sólida educación cristiana, imprimiéndoles el sello de Dios, tan así fue, que sus tres hijos se tornaron religiosos: Domingo sería aquel decantado Domingo que atravesaría los siglos; el más viejo profesaría en la orden de San Tiago; y el benjamín en la orden de los Hermanos Predicadores, fundada por su hermano.
Cuando Juana de Aza todavía estaba en gestación, cierto día soñó que cargaba en el vientre un perro cuya boca se encendía y apretaba fuertemente entre los dientes una antorcha de fuego vivo, ese fuego que estaba destinado a abrasar al mundo.
¿Qué significaba este extraño sueño? Era un símbolo: en la Edad Media, el perro representaba a los predicadores.
También la madrina de Domingo tuvo una premonición sobre la posición futura de su ahijado: vio, cierto día, sobre la cabeza del niño una estrella, que daba la impresión «que un día el pequeño sería la luz de las naciones y que iba a aclarar a los que yacían en las tinieblas y en las sombras de la muerte».
Es la estrella que aparece en los cuadros del Angélico.
Educado primeramente por su madre, Domingo después quedó a los cuidados de un tío, que era arcipreste en las proximidades de Calaruega, a los catorce años fue enviado a Palencia. Allí estudió con dedicación, principalmente teología, distinguiéndose por su vivacidad, amor al trabajo y virtudes. La caridad, especialmente, sobresalía entre las cualidades que lo adornaban.
El rumor de aquel mérito no tardó en llegar a los oídos del obispo de Osma. Así, apenas conoció al joven Domingo, lo invitó sin vacilar a su capítulo.
Después del año 1194, terminando con éxito sus estudios, el joven predestinado de Calaruega fue a vivir a Osma, donde se tornó uno de los soportes de la reforma introducida por el obispo.
Por nueve años, el Padre de los predicadores llevó vida de claustro. De esta época de la vida de Santo Domingo poco se sabe, sólo que fue un modelo de piedad y regularidad para todos. Giordano de Sajonia, autor de «Libellus de pincipiis ord. Praed.», cuenta que el santo «vivía confinado al monasterio», donde salió junto a Diego de Acebes, obispo de Osma, para cumplir una misión muy importante: pedir para el hijo de Alfonso VIII de Castilla, la mano de una de las princesas de Marcas.
Todo sucedió de maravilla y ambos regresaron a España para informar del éxito. El rey, satisfecho, les incumbió de la tarea de traer a la princesa, de modo que emprendieron nuevamente su viaje. Lamentablemente, al llegar a su destino, constataron que la joven que se iba a desposar con el principie había fallecido repentinamente. En lugar de regresar a Castilla, el obispo Diego envío un mensajero al rey Alfonso VIII, para ponerlo al tanto de lo sucedido, y junto a Domingo, viajó a Roma.
Al pasar por Francia, Flandes, Renania e Inglaterra, Domingo quedó preocupado al constatar la extensión de las grandes herejías, los cátaros, valdenses y otras herejías procedentes del maniqueísmo oriental. Estos negaban muchos dogmas de la fe católica, incluso la Redención por la Cruz de Cristo y los Sacramentos.
En Roma, el objetivo del Obispo Diego de Acebes, era tratar con el Papa un tema que venía pensando hace bastante tiempo: dejar libre el obispado, pues quería dedicarse de tiempo completo a la evangelización de las tribus nómadas y de los idolatras de Cumaná, en la región de Don y del Volga, deseo que el buen obispo no vio satisfecho, pues en vista de las herejías que entonces devastaban la cristiandad, el Papa Inocencio III se negó a tratar el caso de Diego de Acebes, ya que en otros campos de acción eran importantes la dedicación y el celo del obispo y del compañero.
En Languedoc, por ejemplo, una nueva herejía estaba surgiendo y debía ser combatida: los albigenses.
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Apenas se establecía la religión cristiana, y en su seno surgían diversas herejías.
Los primeros siglos de la Iglesia fueron los que produjeron mayor número de sectarios, a cuya cabeza se encontraba, casi siempre, obispos y arzobispos.
En aquellos tiempos aparecieron sucesivamente los gnósticos, que enseñaban que bastaba la fe sin las buenas obras, y cuyos adeptos se arrogaban un conocimiento sublime de la naturaleza y de los atributos divinos; los nicolaítas, que defendían que las mujeres debían ser comunes; los arrianos, que negaban la consubstancialidad, o sea, la igualdad de substancia del Hijo y del Padre en la Trinidad…(…)
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Del siglo XII al siglo XIII, vivía tranquila y pacíficamente entre el Garona y la orilla izquierda del Ródano, una población compuesta de hombres sencillos, sensatos y valientes, que la historia, más adelante, llamaría con el nombre de albigenses, hombres que, contaminados por predicaciones apasionadas que amenazaban a la Iglesia, se tornaron heréticos, rechazando la autoridad papal y no admitiendo la mayor parte de los sacramentos. Por el año 1200, estos herejes de Albi, se encontraba esparcidos por casi toda Europa, pero más y en mayor número y peligrosidad, a lo largo de curso inferior del Danubio, en el norte de Italia y el sur de Francia.
La doctrina filosófica de la secta era plagiada de un viejo principio pagano: la existencia de dos divinidades, uno bueno que creó las almas y otro malo que creó el mundo de los cuerpos. Y, enseñando que los hombres debían tener cuidado de todo aquello que fuera corporal, enseñaban a sus adeptos a rechazar el matrimonio, la vida en familia y todo aquello que juzgaban fuera en contra de la pura espiritualidad.
Por lo tanto, los más ardorosos, los más celosos, pasaban muchas veces a desear la muerte.
Tanto por la filosofía como por el modus vivendi, tales herejes, eran naturalmente enemigos de la Iglesia Católica.
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El Papa Lucio III, alarmado por la consistencia que tomaban los albigenses, los valdenses, restauradores del donatismo y otras herejías, reunió en 1184, un gran concilio en Verona, del cual participó espontáneamente, el emperador Federico I.
Aquél Concilio de Verona, tomó las medidas más severas contra los herejes: decretó que los condes, barones y otros señores feudales jurasen ayudar, de ser necesario a mano armada, para descubrir y castigar a los herejes, bajo la pena de ser excomulgados y de perder bienes y derechos.
A los demás, también bajo juramento, que prometieran denunciar al obispo o a los delegados y a todas las personas que se sospechase vivían en la herejía o formaran sociedades secretas.
La disciplina canónica, decretada por el concilio de Verona de aquel 1184, hace creer que el establecimiento de la Inquisición data de aquella época.
El advenimiento de Inocencio III al pontificado en 1198, marcó una era memorable de la historia de la Inquisición. Este Papa, al ver que la herejía de los albigenses triunfaba sobre las bulas pontificias, insatisfecho con la manera en que los obispos y delegados ejecutaban las medidas decretadas por el concilio de Verona, terminó optando por la adopción de comisarios que serían encargados de reparar el mal que los prelados no habían extirpado. Y si no se atrevió rápidamente a privarlo de la intervención en asuntos relativos a los herejes, encontró medios de hacer con que la autoridad episcopal se tornara casi nula.
En 1203, Inocencio III envió a Pedro de Catelneu y a Raúl, ambos monjes del Cister, a predicar contra los albigenses. Tales predicaciones tuvieron éxito. Así, le pareció al Papa que era el momento para introducir en la Iglesia inquisidores dependientes de los obispos, que tuviesen el derecho de perseguir a los herejes.
Diego de Acebes y Domingo de Guzmán, se volvieron famosos persiguiendo a los herejes con calurosas predicaciones.
En 1208, en Francia, bajo el reinado de Felipe II y bajo el Pontificado de Inocencio III, se dio el establecimiento definitivo de la Inquisición.
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Algunos meses antes de la muerte de Inocencio III, Santo Domingo, cuyo celo en actuar contra los herejes apreciaba mucho el Santo Padre, se presentó en la corte romana con el objetivo de pedir autorización para fundar una orden destinada a predicar contra las herejías.
El Papa acogió la idea con gran satisfacción, no pudiendo esconder su alegría que le nacía del alma.
Dada la autorización, Domingo, inmediatamente, puso manos a la obra: organizó el instituto e impuso la regla de San Agustín, porque el concilio Lateranense de 1214 prohibía nuevas reglas para órdenes religiosas.
Dice Joergensen, que habían surgido numerosas Ordenes en torno al año de 1200 y para poner fin a la confusión que esto derivaba, el concilio formalmente decretó, que en el futuro, ninguna orden nueva sería aprobada por la Iglesia y que el que quisiese fundar una nueva orden, o construir un nuevo convento, sería obligado a aceptar una de las antiguas reglas, ya aprobadas.
Y continúa, hablando de Santo Domingo:
Entre los primeros fundadores alcanzados por este decreto estaba Santo Domingo. Y, en una nota en su libro, dice Joergensen:
Este hecho bastaría para destruir la afirmación del escritor danés Bierfreund, según el cual Domingo, al contrario de Francisco, habría sido siempre el favorito del Papa y de la corte romana y siempre había obtenido los privilegios pedidos. Y continúa el texto:
Según Giordano de Sajonia, el Concilio de Letrán reconoció tanto a los frailes dominicos como a los frailes menores: pero ninguno de los dos pudo obtener la aprobación pontificia de su Regla. El propio Domingo, fue expresamente invitado a volver a casa, a deliberar con sus frailes sobre la elección de una regla entre las de las órdenes ya existentes.
Como es sabido, los dominicos escogieron la regla de San Agustín; y Honorio aprobó su elección, declarando, de modo bastante claro, que los dominicos eran «una orden de cánones según la Regla de San Agustín».
Muerto Inocencio III, Honorio III ascendió al trono imperecible de San Pedro.
Satisfecho con la conducta de Domingo y de sus compañeros, el nuevo pontífice autorizó la propagación de la orden en toda la Cristiandad, de modo que, en poco tiempo, España e Italia sentían sus efectos.
Los dominicos, por lo tanto, vinculados con la Inquisición, fueron apóstoles de la cruzada contra los albigenses, que el conde de Tolosa, señor feudal, protegía, conde que llegó al extremo de asesinar al delegado de la Santa Sede, Pedro de Castelnau.
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Uno de los medios más eficaces de Santo Domingo que empleó para obtener de Dios la conversión de los herejes, y al mismo tiempo instruir a los fieles, fue la practica y la institución del Santo Rosario, práctica que consiste en recitar quince Padrenuestros, y después de cada Padrenuestro, una decena de Avemarías, para honrar los quince principales misterios de la vida de Jesús y de su Santa Madre. El tercio es su tercera parte. Rezarlo bien es unir la oración del corazón con la oración vocal.
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Sixto V aprobó la antigua costumbre de recitar el Rosario. Gregorio XIII instituyó la fiesta del Rosario. Clemente VIII la introdujo en el Martirologio. Clemente XI la extendió a toda la Iglesia. Benedicto XIII la agregó en el Breviario Romano.
León XIII, en la Encíclica Diuturni temporis, de 1891, hablando sobre la fiesta del Rosario, dice:
Nosotros, en un testimonio perpetuo de aprecio por esta forma de piedad, además de haber decretado que dicha fiesta y su Oficio sean celebradas en toda la Iglesia, co-rito doble de segunda clase, también quisimos que el mes de octubre en su totalidad fue consagrado a esta devoción. En cualquier caso, disponemos que en las Letanías Lauretanas, sea agregada esta invocación: «Reina del Santísimo Rosario» como augurio de la victoria en la presente lucha».
El Papa León XIII, sobre el Rosario de Nuestra Señora dejó varias Encíclicas. En su Octobri Mense, entre otras cosas, sobre la excelencia del Rosario, origen y glorias, escribe:
Bueno, como quiera que, entre las diversas formas y maneras de honrar a la divina Madre, son de preferencia aquellas que por si mismas son juzgadas más excelentes y a ella más agradables, nos complace señalar de manera explícita y vivamente que recomendamos el santo Rosario.
A este modo de rezar doy, en el lenguaje común, el nombre de corona, porque ella también recuerda, en un feliz enredo, los grandes misterios de Jesús y de María: sus alegrías, sus dolores y sus triunfos.
Si los fieles meditaran y contemplaran devotamente, en su debido orden, estos augustos misterios, les auguro un admirable auxilio y si quieren alimentar su fe y preservarse del contagio de los errores, ya sea para aumentar y fortalecer la fuerza de su espíritu. De hecho, por ese modo el pensamiento y la memoria de quien reza son, a la luz de la fe, atraídos con suavísimo ardor para esos misterios. Centrados e inmersos en ellos, nunca se cansaran de admirar la obra inenarrable de la Redención humana, llevada a cabo a precio tan alto y con una sucesión de tan grandes acontecimientos. Y, delante de estas pruebas de la divina caridad, el alma se inflamará de amor y de gratitud, consolidará y aumentará su esperanza, y ávidamente procurará la recompensa celestial, preparada por Cristo para aquellos que le hubieren unido por la imitación de sus ejemplos y por la participación de sus dolores.
Mientras tanto, con los labios se pronuncian las oraciones enseñadas por el propio Cristo, por el Arcángel Gabriel y por la Iglesia. Oraciones tan llenas de alabanzas y sanas aspiraciones no podrán ser repetidas sin producir siempre nuevos frutos de piedad.
Que, pues, la propia Reina del Cielo haya ligado a esta oración una gran eficacia, lo demuestra el hecho de haber sido instituída y propagada por el ínclito Santo domingo, por impulso e inspiración suya, en tiempos especialmente tristes para la causa católica, y bien diferentes de los nuestros, e instituída como un instrumento de guerra eficacísimo para combatir a los enemigos de la Fe.
En efecto, la secta herética de los albigenses, ya sea en forma velada, ya abiertamente, había invadido numerosas regiones, y cual sorprendente descendiente de los maniqueos, repetía sus monstruosos errores, y renovaba sus hostilidades, sus violencias y su odio profundo contra la Iglesia.
Contra esta turba tan perniciosa y arrogante, ya ahora poco o nada se podía contar con los auxilios humanos, cuanto del socorro manifiesto de Dios por medio del Rosario de María.
Así, gracias a la Virgen, gloriosa y debeladora de todas las herejías, las fuerzas de los impíos fueron abatidas y quebradas, y la fe de muchísimos quedó salva e intacta. Y se puede decir que semejantes hechos se verificaron en el seno de todos los pueblos. ¡Cuántos peligros conjurados! ¡Cuántos beneficios alcanzados! La historia antigua y moderna está ahí para demostrarlo con los más luminosos testimonios».
(Vida de los Santos, Padre Rohrbacher, Volumen XIV, p. 94 a 114)
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