Redacción (Miércoles, 21-08-2013, Gaudium Press) En la segunda mitad del s. IV, Juliano pretendió que el Imperio Romano promoviese algunas acciones caritativas en detrimento de las eficientes e innovadoras prácticas sociales cristianas. No pretendía sumar esfuerzos, sino dividir o incluso totalizar, por eso, no tardó en perseguir a los seguidores de Jesús. Entretanto, sería Juliano quien saliese de esta vida precozmente, a semejanza de sus obras, muriendo en una desastrosa campaña contra los persas. Y las obras sociales por él estimuladas, imitaciones de las acciones caritativas impulsadas por el amor, revelaron la fragilidad e inconstancia de las acciones puramente humanas.
También hoy, la solidaridad que no tiene sus fundamentos en Dios y en el amor al prójimo, corre siempre el riesgo de ser instrumentalizada y reducida a una prestación de servicios. Para no ser manipulada por intereses que se desvían del bien común y de la dignidad humana, es siempre necesaria una referencia que transcienda al hombre y su egoísmo. Ahora, el mandamiento nuevo dado por Jesús (Jn 13, 34) lleva a los cristianos a un dinamismo propio, pues continuamente están llamados a conciliar, coherentemente, la Fe y las obras (St 2, 14).
La caridad practicada por una colectividad tiene siempre tendencia a ser más eficaz que la de los individuos, pero esta corre siempre el riesgo de ser sofocada por las exigencias y desafíos contemporáneos si no cuenta con una colaboración activa y efectiva de todas las instituciones empeñadas en la construcción de un mundo más justo y pacífico. En este sentido, la Iglesia tiene un fuerte aporte para dar al Estado: transforma la Fe en un «servicio al bien común» haciendo que la sociedad camine para un «futuro de esperanza» (Lumen Fidei, n. 51). Sabe, además, que lo que es de Dios permanece…
Al orden temporal, la Iglesia recuerda en su Compendio de Doctrina Social la responsabilidad de «tornar accesibles a las personas los bienes necesarios materiales, culturales, morales, espirituales», teniendo presente que el «fin de la vida social es el bien común históricamente realizable» (n. 168). Y continúa el documento: «El bien común de la sociedad no es un fin aislado en sí mismo; él tiene valor solamente en referencia a la obtención de los fines últimos de la persona y al bien común universal de toda la creación. Dios es el fin último de sus criaturas y por motivo alguno se puede privar el bien común de su dimensión transcendente» (n. 170).
Por el Padre José Victorino de Andrade, EP.
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