Redacción (Lunes, 09-09-2013, Gaudium Press) Para nadie se presenta como novedad el calificativo de esta Tierra como un valle de lágrimas. La vida con sus repeticiones y rutinas – noche y día, sol y lluvia, frío y calor, trabajo y descanso, salud y enfermedad, alegrías y tristezas – nunca constituirá un paraíso solo de delicias.
Todo en esta Tierra es pasajero, «la vida del hombre no es más que un soplo» (Sl 61,10), cantaba el salmista. Siendo así, el hombre que coloca demasiada esperanza en sí mismo y en las cosas de este mundo, todas perecibles, fácilmente cae en la desilusión.
Es lo que nos dice Cecília Meirelles en su poema: «Anda el sol por las praderas/ y pasea la mano dorada/ por las aguas, por las hojas…/ ¡Ah! todo burbujas/ que vienen de hondas piscinas/ de ilusionismo… – más nada. […] Porque la vida, la vida, la vida,/ la vida solo es posible/ reinventada» 1.
La escritora no fue la primera en describir el desencanto de las cosas terrenas. Hace más de tres mil años ya describía esa situación el más poderoso y más sabio de los monarcas que Israel conoció, el Rey Salomón, en el libro del Eclesiastés.
¡Vanidad de vanidades, dice el Eclesiastés, vanidad de vanidades! Todo es vanidad. ¿Qué provecho saca el hombre de todo el trabajo con que se cansa debajo del sol? Una generación pasa, otra viene; pero la tierra siempre subsiste. El sol se levanta, el sol se pone; se apura a volver a su lugar; en seguida, se levanta de nuevo. El viento va en dirección al sur, va en dirección al norte, voltea y gira en los mismos circuitos. Todos los ríos se dirigen al mar, y el mar no transborda. En dirección al mar, adonde corren los ríos, ellos continúan corriendo. Todas las cosas se cansan, más de lo que se puede decir. La vista no se cansa de ver, el oído nunca se sacia de oír. Lo que fue es lo que será: lo que sucede es lo que ha de suceder. No hay nada de nuevo debajo del sol. Si es encontrada alguna cosa de la cual se dice: Vea: esto es nuevo, ella ya existía en los tiempos pasados. No hay memoria de lo que es antiguo, y nuestros descendientes no dejarán memoria junto a aquellos que vendrán después de ellos.
Yo, el Eclesiastés, fui rey de Israel en Jerusalén. Apliqué mi espíritu a un estudio atencioso y a la sabia observación de todo lo que pasa debajo de los cielos: Dios impuso a los hombres esta ocupación ingrata. Vi todo lo que se hace debajo del sol, y es: todo vanidad, y viento que pasa (Ecle 1, 2-14).
Entretanto, hay una solución para ese sinsabor de la vida. La propia autora del poema nos la describe al decir: «La vida solo es posible reinventada».
¿En qué consiste, entonces, esa reinvención de la vida? En reinventar su concepto. Veamos los diversos modos de verla.
Si consideramos que el fin último del ser humano se cumple en esta Tierra y que todo acaba con la muerte, que no existe una realidad superior más allá de la que constatamos con nuestros sentidos, entonces realmente todo es vanidad, ¡todo es ilusión!
Pero otra es la certeza que nos da la fe católica: el hombre está en esta Tierra apenas como peregrino, su existencia aquí es una preparación para la verdadera vida que se inicia después de su muerte, y que es eterna. Siendo así, todo lo que el hombre hace, siente y quiere tiene una repercusión en la eternidad y nada constituye una repetición tediosa y sin sentido, sino en un mérito o desmérito conquistado para la vida futura.
Además, Dios, Padre providente, está siempre orientando y actuando en la Historia de la humanidad. Es esa una bella reinvención de la vida: contemplar el actuar de Dios, sea en la naturaleza – como una bella puesta de sol o una suave nevada -, sea en el alma de nuestros semejantes, como, por ejemplo, el candor de un niño inocente o el desvelo cariñoso de una madre. Atentos a esas maravillas proporcionadas por el Altísimo, nos abstraemos de lo material y cotidiano de la vida y desvendamos, así, su verdadero sentido.
Reinventada de este modo, la vida se tornará no solo posible, sino también bella y atrayente.
Por la Hna. Maria Teresa Ribeiro Matos, EP
_____
1MEIRELES, Cecília. Flor de poemas. Rio de Janeiro: José Aguilar, 1972, p. 94.
Deje su Comentario