Redacción (Martes, 24-09-2013-Gaudium Press) Como nos lo demuestra nuestra propia experiencia, cabe a una planta vivir según su naturaleza vegetal, en suma: nacer, crecer, multiplicarse y en el tiempo establecido por la voluntad del Creador, tener su ocaso. No difieren mucho los seres que están una categoría arriba: los animales. También ellos tienen su ciclo de vida como los vegetales, viven cada uno conforme su especie. Arriba de estos seres irracionales, está el hombre que, a su vez, debe vivir de acuerdo con su naturaleza: pensar y actuar a manera de los seres racionales. Por ser una criatura muy superior, y tener alma, le compete obrar de modo propio a su condición y organizar su vida terrena en este prisma. Con todo es él imagen de su Creador (Gn. 1, 26), refleja la belleza y en algunos casos las acciones divinas, cuando obra con la gracia; entretanto, cuando hace mal uso de su libre arbitrio, lo que verificamos son acciones malas, que son lo contrario del reflejo divino.
Hay todavía un Ser infinitamente superior al hombre, que a su vez obedece también él a Su naturaleza y vive de modo esplendoroso, bastando a sí mismo: Dios; cuyas acciones son esencialmente perfectas y buenas. Así como las plantas viven a la manera de los vegetales, los animales a la manera de ellos y los hombres como seres racionales, Dios también vive a su modo, que es intrínsecamente bueno: de manera divina. Entretanto, pensamos ¿qué maravilla es esta de vivir divinamente? Si no fuese la encarnación de Cristo Jesús, nos sería difícil tarea, entretanto nos podemos figurarla, y en la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Esta, habiéndose hecho carne habitó entre nosotros y nos hizo entrever lo que es vivir a la manera divina. Podemos afirmar que, de entre otras cosas, verificamos el modo de actuar de un Dios, por los milagros. Tales hechos maravillosos, muy por encima de la naturaleza que circunda al hombre, marcaron del comienzo al fin la vida terrena de Nuestro Señor Jesucristo, que pasó entre los hombres haciendo el bien. Nos revelaron ellos la psicología, la bondad, el obrar, en suma todo el modo de ser, que es propio de Dios.
Así como Jesús vivió y habló como Dios, es consecuente que Él haya actuado como tal, y que haya señalado el bien por los milagros.
Buscamos restringir nuestra simple pesquisa a un punto: los milagros obrados por el Mesías, en el tiempo de su encarnación y vida terrena entre los hombres; las necesidades y conveniencias de estos.
Infelizmente, muchos no creen que Nuestro Señor haya obrado milagros, o entonces, buscan atribuir los milagros a simples hechos naturales, cancelando todo lo sobrenatural, y hasta lo maravilloso de las obras del Verbo Encarnado. De entre las diversas escuelas filosóficas que inspiraron una exegesis bíblica equivocada, y que niegan los divinos milagros, se destacan los Positivistas y los Racionalistas. En efecto, para los primeros, conceptos generales de la metafísica y cuestiones referentes a las causas del ente son rechazados. Alegan ellos que lo que va más allá de la frontera del mundo físico es absolutamente inaccesible a nuestros medios de investigación, de este modo lo maravilloso de los hechos del Redentor son negados, no los podemos comprobar, visto que sobrepasan nuestro mundo material.
Ya los Racionalistas atribuyeron a la razón natural aquello que solo es cognoscible por la luz de la fe [1], materializando lo que sería obra divina y reduciendo a la razón lo sobrenatural.
Sobre, los que niegan los milagros de Dios, dijo, no sin una cierta ironía, el famoso filósofo del iluminismo, Jean-Jacques Rousseau: «¿Puede Dios hacer milagros? ¿O sea, puede Él revocar las leyes que Él estableció? Esta cuestión, tratada de modo serio sería impía, si ella no fuese absurda. Sería honrar en demasía el hecho de punir a aquel que la resolviese de modo negativo: bastaría encarcelarlo. [2]
En efecto, en el Catecismo de la Iglesia Católica, encontramos que los milagros de Nuestro Señor son dignos de fe, ellos acompañaron exteriormente la Revelación: «El motivo de creer no es el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos ‘por causa de la autoridad de Dios que revela y que no puede ni engañarse ni engañarnos’. Todavía, para que el obsequio de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios quiso que los auxilios interiores del Espíritu Santo fuesen acompañados de las pruebas exteriores de su Revelación. Por eso, los milagros de Cristo y de los Santos, las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y estabilidad ‘constituyen señales segurísimas de la Revelación, adaptados a la inteligencia de todos’, ‘motivos de credibilidad’ que muestran que el asentimiento de la fe no es ‘de modo alguno un movimiento ciego del espíritu’.» [3]
También fue definido sobre los milagros del Redentor, en el Concilio Vaticano I, que «Si alguien dice que no puede haber milagros y que, por tanto, todas las narraciones sobre ellos, también las contenidas en la Sagrada Escritura, se deben relegar al reino de la fábula y del mito; o decir que los milagros nunca pueden ser conocidos con certeza, ni se puede por ellos probar el origen divino de la religión cristiana: sea anatema (Dz 3034).
De hecho, muchos intentaron e intentan de alguna forma negar los milagros de Nuestro Señor. Resultan de estas contestaciones que refutan al mismo tiempo la misión salvífica del Redentor, niegan que Él fuera enviado por el Padre, y así hacen caer por tierra el mensaje y las doctrinas explanadas por el Mesías.
Por el Diác. Michel Six
(Mañana: Jesús cura al ciego – Jesús cura al leproso)
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[1] Cf. Fides et Ratio (52).
[2] Cf. « Dieu peut-il faire des miracles? C’est-à-dire peut-il déroger aux lois qu’il a établies? Cette question sérieusement traitée serait impie si elle n’était absurde. Ce serait faire trop d’honneur à celui qui la résoudrai négativement que de le punir : il suffirait de l’enfermer. » Lettres écrites de la Montagne, in BONNIOT, 1895, p.35.
[3] Cf. C.I.C. 156.
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