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El Ángel de la Guarda: Un amigo fiel siempre a nuestro lado

Redacción (Viernes, 04-10-2013, Gaudium Press) Cada día aumenta el volumen de cartas, telefonemas y e-mails de personas que recurren a las oraciones de los Heraldos del Evangelio por sentirse desoladas, abandonadas y, hasta incluso, traicionadas por aquellos de los cuales esperaban recibir mayor apoyo y solidaridad. A veces, son personas unidas por los fuertes lazos de la naturaleza las que defraudan e hieren los corazones de sus más próximos.

1.jpg.pngEn una de las últimas cartas, una frase resume bien la situación de innúmeros otros remitentes: «Ya no tengo en quien confiar». Una realidad tan cruel atrae la compasión…

El principal remedio, sin duda, es la oración, ¿pero no habrá algo más que hacer para ayudar a nuestros hermanos y hermanas en esa situación dramática, tan difundida por todas partes? Lo ideal sería que cada uno de ellos tuviese un consejero fiel siempre a disposición, que, por pura amistad, los orientase, consolase, alentase. Un amigo de verdad, en quien pudiesen depositar toda su confianza. He aquí una utopía, un problema para el cual parece no haber solución, por lo menos en términos humanos.

En efecto, ¿dónde encontrar tantas personas así? Entretanto, muchos de nosotros, si miramos para atrás, para el tiempo dorado de nuestra infancia, cuando, ayudados por nuestras madres, comenzábamos a rezar nuestras primeras oraciones, tal vez nos acordemos de alguien que sabíamos que estaba siempre a nuestro lado, y a quien llamábamos de «celoso guardador». Un ser al cual tal vez hayamos recurrido mucho, y cuya figura quedó después empolvada en algún rincón de nuestros recuerdos.

Tomo, pues, la libertad de recordarle, lector, la existencia de ese amigo invisible, pero presente constante y fielmente a nuestro lado, poderoso y amable, que vive siempre en la contemplación de Dios y, al mismo tiempo, nunca deja de cuidar de nosotros: el Ángel de la Guardia.

Él quiere para nosotros todo el bien

Desde el inicio de su vida hasta el momento de pasar para la eternidad, todo ser humano es cercado por la protección e intercesión de un ángel designado por Dios para guiarlo, protegerlo y orientarlo. Así, cada uno de nosotros tiene un Ángel de la Guarda.

Probablemente, casi todos nosotros aprendemos en casa, o en las clases de catecismo, la clásica oración: «Ángel de la Guarda mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, hasta que me pongas en paz y alegría, con todos los Santos, Jesús, José y María. Amén». A pesar de eso, tal vez haya escapado alguna vez de nuestros labios una pregunta, repasada más de admiración que de duda: «¿Entonces yo tengo realmente un ángel incumbido por Dios para cuidar de mí?» Es realmente admirable el hecho de cada uno de nosotros posea un ángel cuya misión específica es favorecernos en todo cuanto se relacione con nuestra salvación eterna, pero es esa la rea¬lidad: Dios «los hizo mensajeros de su proyecto de salvación», afirma el Catecismo de la Iglesia Católica. Y dice San Pablo: «¿No son todos los ángeles espíritus al servicio de Dios, el cual les confía misiones para el bien de aquellos que deben heredar la salvación?» (Hb 1,14).

«¡Grande es la dignidad de las almas -exclama San Jerónimo-, cuando cada una de ellas, desde la hora de su nacimiento, tiene un ángel destinado para su custodia!»

Es muy reconfortante saber que un ser superior a nuestra naturaleza está continuamente a nuestro lado; que él, puro espíritu, se mantiene en la contemplación incesante de Dios y, al mismo tiempo, vela por nosotros, nos quiere todo el bien, y su objetivo es llevarnos a la felicidad perfecta e infinita del Cielo.

Cuando nos damos cuenta de la presencia de ese incomparable guardián, establecemos con él una amistad firme e íntima, como describe el gran escritor francés Paul Claudel: «Entre el ángel y nosotros existe algo permanente. Hay una mano que, aún cuando dormimos, no suelta la nuestra. Sobre la tierra donde nos encontramos, compartimos el pulso y el latir del corazón de ese hermano celeste que habla con nuestro Padre». ¡Si tuviésemos mayor confianza en ese celeste protector, en ese buen amigo que nunca falla -aún cuando de él nos alejamos, por nuestra mala conducta-, seríamos capaces de recobrar la paz y el equilibrio de los cuales tanto precisamos!

Ellos están a nuestro lado, incansables, solícitos, bondadosos

La Bienaventurada Hosana Andreasi, de Mantua (Italia), con seis años de edad, tomó el gusto de pasear por las márgenes del Río Po, extasiada con la belleza del panorama. Un día se encontraba sola en ese lugar, cuando de repente vio surgir delante de sí un bello joven, alto y fuerte. Nunca lo había visto antes… Sorprendida, pero no asustada, oyó al recién-llegado decir con voz clara, al mismo tiempo suave y firme: «La vida y la muerte consisten en amar a Dios». Su sorpresa aumentó cuando el «joven» la levantó del piso y, mirándola directamente a los ojos, agregó: «Para entrar en el Cielo, usted precisa amar mucho a Dios. Ámelo. Todo fue creado por Él, para que las personas lo amen». Fue este el primero de numerosos encuentros que Hosana tuvo, hasta su fallecimiento (en 1505), con su Ángel de la Guarda. Casos como ese, de relacionamiento intenso con los ángeles, no son nada raros. Santa Gemma Galgani (1878-1903), por ejemplo, tuvo la constante compañía de su ángel protector, con quien mantenía un trato familiar. Él le prestaba todo tipo de ayuda, hasta incluso llevando sus mensajes para su confesor, en Roma.

3.jpg.pngMás próximos de nosotros, encontramos los episodios frecuentes ocurridos con San Pío de Pietrelcina (1887-1968), gran incentivador de la devoción a los Ángeles de la Guarda. En diversas ocasiones él recibió recados de los Ángeles de la Guarda de personas que, a la distancia, necesitaban de algún auxilio de él. El Beato Juan XXIII, otro gran devoto de los ángeles, decía: «Nuestro deseo es que aumente la devoción al Ángel Custodio». Nuestros ángeles guardianes están al lado de cada uno de nosotros, incansables, solícitos, bondadosos, listos para ayudarnos en todo cuanto precisamos – inclusive en nuestras necesidades materiales, pero especialmente para proporcionarnos los bienes espirituales, auxiliándonos a caminar en la vía de la virtud.

Estimado lector, quiera Dios que esos pensamientos, sacados de la Revelación y del tesoro de la Santa Iglesia, puedan ayudarnos a tornarnos más próximos de esos fieles amigos celestiales, consolándonos y animándonos. Y aumentar nuestra voluntad de conocerlos sin los sagrados velos de la fe, cuando nos encontremos allá en lo alto, en el Reino de los Cielos. ²

Los otros ángeles…

Además de los Ángeles de la Guarda, otros espíritus angélicos vagan por la tierra y tienen un extremo interés en nosotros… para nuestra perdición: los demonios, ángeles decaídos, que anteriormente formaban parte de la corte celestial.
Rebelándose contra Dios, pasaron a trabajar con un objetivo diametralmente opuesto a aquel para el cual Él los creó. Su preocupación única y obsesiva es la de hacernos perder la posibilidad de contemplar a Dios por toda la eternidad. A eso los mueven el odio a su Creador, cuyo plan para la humanidad desean obstruir, y la envidia del género humano, pues somos capaces de alcanzar aquella felicidad eterna que ellos perdieron para siempre.

Si los demonios tanto nos persiguen, ¿por qué no recurrimos al Ángel de la Guarda, pidiendo su protección? Ciertamente, crecer en el relacionamiento con él significará estar más defendido de las acciones de los espíritus malignos, y ser más ayudado en la lucha contra las tentaciones. Dice San Juan de la Cruz: «Los ángeles, más allá de llevar a Dios noticias de nosotros, traen los auxilios divinos para nuestras almas y las apacientan como buenos pastores (…) amparándonos y defendiéndonos de los lobos, los demonios». Confiándonos enteramente a nuestros Ángeles de la Guardia, no precisamos temer a los demonios. Al final, estos últimos nada consiguen contra el poder de aquellos.

Por P. Carlos Werner Benjumea

 

 

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