Redacción (Lunes, 07-10-2013, Gaudium Press) Después de una época de escepticismo y materialismo triunfante, durante la mayor parte de los siglos XIX y XX, el Occidente volvió a demonstrar una definida apetencia por el mundo de los espíritus. Si hasta dos o tres décadas atrás, hablar de ángeles era considerado por mucha gente como señal de inmadurez o de falta de cultura, hoy en día se vuelve moda.
Abundan las películas y libros retratando seres extraordinarios, poderosos, dotados de cualidades sobrenaturales, seres súper-humanos ante los cuales el común de los mortales es impotente. ¿No será eso un síntoma de interés por el mundo angélico? Al lado de la fantasía y del mito, obras esotéricas de gran divulgación presentan una visión distorsionada de esos seres espirituales, y la ignorancia religiosa solo hizo aumentar los equívocos en esta materia. Si queremos saber la realidad sobre los ángeles, ¿dónde encontrar la verdad en medio de tanta desinformación?
Las Sagradas Escrituras
Mucho antes de las definiciones teológicas de los últimos siglos, la enseñanza sobre los ángeles se encuentra fundamentada en la autoridad de las Sagradas Escrituras y de los Padres de la Iglesia. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, numerosos pasajes nos muestran los ángeles en acción, en la tarea de proteger y guiar a los hombres, y sirviendo de mensajeros de Dios. El versículo 11 del Salmo 90 menciona claramente a los Ángeles de la Guarda: «Dios confió sus ángeles que te guarden en todos tus caminos». Si en algunas ocasiones los ángeles de la más alta jerarquía celeste son los encargados de misiones en la tierra -casos de San Gabriel y San Rafael- en muchas otras se trata por cierto de una actuación del ángel guardián de la persona concernida, incluso si la Biblia no lo mencione específicamente. Se tiene esa impresión en la lectura del profeta Daniel, salvado de ser devorado en la cárcel por fieras hambrientas, pues él declara al rey Darío: «Mi Dios envió a su ángel, que cerró la boca de los leones, los cuales no me hicieron mal alguno» (Dn 6, 22). Del mismo modo, en los Hechos de los Apóstoles, cuando vemos a San Pedro ser liberado de la prisión por un ángel (cf. Hch 12, 1-11). Nuestro Señor hace una referencia muy clara a los Ángeles de la Guarda, cuando dice: «Ved, no despreciéis uno solo de esos pequeñitos; pues os declaro que sus ángeles en los Cielos ven incesantemente el rostro de mi Padre, que está en los Cielos» (Mt 18,10). San Pablo, en la Epístola a los Hebreos, enseña que todos los ángeles son espíritus al servicio de Dios, el cual les confía misiones en favor de los herederos de la salvación eterna (cf. Hb 1,14).
Los Padres de la Iglesia
A raíz de las Sagradas Escrituras, la mayoría de los Padres de la Iglesia trata de los ángeles como nuestros guardianes. San Basilio Magno, en la obra ‘Adversus Eunomium’, declara: «Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor, para conducirlo a la vida».
En el siglo II, Hermas, en la obra «El Pastor», dice que todo hombre posee su Ángel de la Guarda, el cual lo inspira y lo aconseja a practicar la justicia y a huir del mal. En el siglo III, la creencia en los Ángeles de la Guarda de tal manera estaba arraigada en el espíritu cristiano, que Orígenes le dedica varios pasajes. Y sobre la misma materia encontramos bellos textos de San Basilio, San Hilario de Poitiers, San Gregorio Nacianceno, San Gregorio de Nisa, San Cirilo de Alejandría, San Jerónimo, los cuales nos enseñan: el Ángel de la Guarda preside las oraciones de los fieles, ofreciéndolas a Dios por medio de Cristo; como nuestro guía, él solicita a Dios que nos guarde de los peligros y nos conduzca a la bienaventuranza; él es como un escudo que nos envuelve y protege; él es un preceptor que nos enseña a venerar y a adorar; nuestra dignidad es mayor por tener, desde el nacimiento, un ángel protector.
Desdoblamientos posteriores
En el siglo XII, Honorio de Autun promovió la doctrina de que cada alma, en el momento en que es unida al cuerpo, es confiada a un ángel cuya misión es inducirla al bien y dar cuenta de sus acciones a Dios. San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, enseñaron, con San Pedro Damián, que el Ángel de la Guarda no abandona ni siquiera al alma pecadora, pero busca llevarla al arrepentimiento y reconciliación con Dios. En 1608, el Papa Pablo V instituyó la fiesta de los Santos Ángeles de la Guarda. Posteriormente, en 1670, le tocó al Papa Clemente X fijar su conmemoración de modo definitivo en el día 2 de octubre, tornándola obligatoria para toda la Iglesia. El Catecismo de la Iglesia Católica trata de la misión del Ángel de la Guarda en relación a nosotros, diciendo: «Desde el inicio hasta la muerte, la vida humana es cercada por su protección y su intercesión» (nº 336). Y el Papa Juan Pablo II, en la Audiencia General del 6 de agosto de 1986, acentúa que «la Iglesia confiesa su fe en los Ángeles Custodios, venerándolos en la Liturgia con una fiesta especial, y recomendando el recurso a su protección con una oración frecuente, como en la invocación al ‘Santo Ángel del Señor’.»
Oraciones al Ángel de la Guarda
La más popular oración al Ángel de la Guarda fue compuesta por el Papa Pío VI, en 1796:
Santo Ángel del Señor, mi celoso protector, ya que a ti me confió la piedad divina, siempre rígeme, guárdame, gobiérname e ilumíname. Amén.
Existen muchas otras oraciones, inspiradoras de sentimientos de piedad hacia esa criatura espiritual, tan íntima de nuestra vida en el día a día. Una de ellas, de autoría de San Anselmo, Arzobispo de Cantuaria, es especialmente bella:
Oh Espíritu angélico, a cuyos próvidos cuidados me entregó Dios Nuestro Señor, os ruego que siempre queráis guardarme, protegerme, asistirme y defenderme de todo asalto del demonio, ya sea yo esté despierto, o dormido. ¡Sí, asísteme noche y día, a toda hora y todo momento! Permanece siempre a mi lado, donde quiera que yo me encuentre. Llevad para lejos de mí todas las tentaciones de Satanás.
Y, del misericordiosísimo Juez y Señor Nuestro, que os constituyó mi guarda y a vosotros me confió, obteniéndome por vuestra intercesión la gracia, que de todo desmerecen mis actos, de permanecer inmune de toda culpa en mi vida. Y si por infelicidad yo me encamino en la estrada del vicio, haced todo para reconducirme, por la senda de la virtud, a mi Divino Redentor. Cuando me vieres oprimido por el peso de las angustias, hacedme experimentar la ayuda de Dios Omnipotente. Os pido también que me reveléis, si esto es posible, el término de mis días, y no permitáis que mi alma, cuando se desprenda del cuerpo, sea aterrorizada por los espíritus malignos, o venga a ser objeto de escarnio para ellos, o de ellos sea presa desesperada. No, no me abandonáis jamás, hasta que me hayáis conducido al Cielo, para gozar de la vista de mi Creador y ser eternamente feliz en compañía de todos los Santos. Me sea dado alcanzar esa felicidad, por medio de vuestra asistencia y por los merecimientos de Nuestro Señor Jesucristo.
Por Guy de Ridder
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