Redacción (Martes, 08-10-2013, Gaudium Press) La Toledo imperial cambiaba sus habituales trajes festivos por el negro del luto aquel primer día de mayo de 1539. La muerte vino a llamar a las puertas de sus murallas acabando con la preciosa vida de la emperatriz Isabel, cuyo fallecimiento dejó a su esposo, Carlos V, y a todo el pueblo español, en una tristeza inconsolable.
El hermoso semblante de la soberana más bella de las cortes europeas ya no cautivaría más a la nobleza ni a la plebe. Sólo faltaba enterrarla junto a sus abuelos Fernando e Isabel, los Reyes Católicos. Así pues, salió hacia Granada un faustuoso cortejo fúnebre llevando sus restos mortales.
San Francisco de Borja: ingreso en la Compañia de Jesús. Catedral de Valencia – España |
El emperador confió la responsabilidad del traslado a un hombre de su plena confianza, para que ningún imprevisto viniera a aumentar su dolor, de suyo ya tan grande. Esta persona era Francisco de Borja, Marqués de Lombay, dedicado vasallo del más alto linaje, quien lamentaba como nadie el hecho de que la emperatriz hubiera dejado esta vida en el auge de su esplendorosa existencia.Silencioso y reflexivo, avanzaba a la cabeza de la comitiva que cruzó casi la mitad del país hasta llegar a Granada, donde el monarca esperaba.
«No servir nunca más a un señor que pudiese morir»
El largo recorrido le dio la oportunidad al joven marqués de tener graves y profundas meditaciones sobre el fin último del hombre, sembrando buenos propósitos en su interior, pues no es en vano que el Libro del Eclesiástico promete: «Acuérdate de tus novísimos y no pecarás jamás» (Eclo 7, 40). Lo ocurrido hizo que se desvanecieran de su mente las esperanzas hasta entonces depositadas en las honras y dignidades de este mundo, puesto que a su señora no le sirvieron de nada cuando Dios la llamó a sí.
Pero el momento decisivo estaba aún por llegar. En efecto, «pagó la emperatriz después de muerta los servicios que le hizo el marqués en vida, y nunca más bien hizo aquella reina viendo a nuestro don Francisco, que le hizo difunta, como se verá por lo que luego sucedió».1
Al llegar a Granada era necesario que el marqués testificara ante los notarios que realmente aquel cuerpo era el de la soberana. Pero al abrir el ataúd se extendió en ese instante por todo el recinto el peor de los olores y hubo de constatarse que fue imposible reconocer en aquel cadáver, ya putrefacto, los trazos de aquella cuya belleza había sido objeto de la admiración general.
Allí mismo, tras haber cumplido su dolorosa obligación, Francisco de Borja consumó con una resolución concreta las inspiraciones que le vinieron de la gracia. Una célebre sentencia, tantas veces repetidas por sus biógrafos, sellaría esa decisión: «No servir nunca más a un señor que pudiese morir».
Y así como Isabel había perecido para esta vida, el futuro Duque de Gandía moría, de ahí en adelante, para el mundo. Aún continuó desempeñando sus obligaciones y frecuentando la corte porque las circunstancias le impedían abandonarlas, pero eso sólo sería cuestión de tiempo.
Ese decisivo cambio de espíritu tuvo lugar cuando tenía 28 años, dividiendo su existencia en dos fases bien distintas. El cristiano ejemplar que había sido hasta entonces se transformó interiormente en el santo religioso cuya virtud «lavaría la mancha que otros habían arrojado sobre su nombre de familia».2
Hombre de confianza del emperador
Francisco de Borja y Aragón-Gurrea nació el 28 de octubre de 1510 en el palacio que su familia poseía en Gandía, a unos 60 km de Valencia. Era el primogénito del tercer Duque de Gandía y estaba emparentado por línea materna con el Rey Católico, Fernando I de Aragón. Siendo aún niño perdió a su progenitora y convivió muy poco con su padre, un hombre intensamente dedicado a los asuntos del Estado.
Después de haber recibido la más completa educación que el siglo de oro español podía ofrecer, fue a servir como paje en la corte, donde desempeñó un brillante papel. El emperador Carlos no tardó mucho en percibir la valía de este joven, en el que estaban concentradas todas las cualidades que se podría esperar de alguien de su linaje, sustentadas y sublimadas por notable humildad.
A los 18 años, por consejo de la emperatriz, Francisco contrajo matrimonio con una de las más nobles y virtuosas damas de la corte: Doña Leonor de Castro Melo y Meneses. Con ella tuvo ocho hijos, todos educados según su ejemplo de justicia y piedad.
Con ocasión de este casamiento, Carlos V le otorgó el título de Marqués de Bombay y le nombró Caballerizo Mayor de la emperatriz. Y, poco después de la muerte de la soberana, le confió el encargo extremamente arduo y delicado de Virrey de Cataluña, porque «juzgó a Borja competente para empezar por el gobierno más difícil».3
No eran pocas ni de poca monta las obligaciones que el espinoso cargo le imponía. Sin embargo, en medio de todas ellas, el marqués se mantenía asiduo en la oración y cultivaba la costumbre de la Comunión diaria, siglos antes de que se volviera común entre los fieles.
«El duque santo»
Con el fallecimiento de su padre, en 1543, Francisco de Borja se convirtió en el nuevo Duque de Gandía, título que traía anexa la dignidad de Grande de España, del cual disfrutaban tan sólo los principales veinticinco nobles del reino. Enseguida sus súbditos se dieron cuenta cómo eran beneficiados en todos los sentidos por este gobernante poco común y empezaron a llamarle «el duque santo». En él se vislumbraba la bondad de su alma «armoniosa, serena, digna y delicada», cualidades a las que habían contribuido «su educación noble, su ferviente, implacable y constante ascética».4
San Francisco de Borja Parroquia de los Jesuítas – Barcelona |
Pero el anhelo de abandonar el mundo hablaba en su corazón más fuerte que todas las grandezas terrenas. Y la muerte de su esposa en 1546, cuando él tenía tan sólo 36 años, hizo posible la realización de sus deseos de entregarse por entero a la vida de perfección.
Un hecho ocurrido mucho más tarde, cuando fue de visita a Portugal, ya como miembro de la Compañía de Jesús, ilustra el impacto provocado por esa decisión. Al ser invitado de improviso a predicar en la catedral de Évora, el santo lamentó no estar preparado para tanto y pidió permiso para no hacerlo. El cardenal infante Enrique de Portugal, no obstante, salió con esta réplica: «Como sermón es suficiente que mis ovejas vean en el púlpito a un hombre que ha dejado tantas cosas por Dios».5
Admitido en secreto en la Compañía
En esa época, otro español de noble estirpe, que había abandonado todo para dedicarse exclusivamente al servicio de Dios, consolidaba en Roma su providencial fundación, cimentando con sabiduría una obra iniciada con audacia: era Ignacio de Loyola que estaba extendiendo la Compañía de Jesús.
Francisco de Borja admiraba a esa nueva familia espiritual, por entonces en sus primeros años de existencia. Cierto día de 1541, en calidad de Virrey de Cataluña, le escribió a Ignacio una carta. Cuando la tuvo en sus manos, el santo fundador pronunció un sorprendente vaticinio: «¿Quién iba a creer que, con el tiempo, este señor entrará en la Compañía y vendrá a gobernarla en Roma?».6
Cerca de siete años después, el Duque de Gandía -ya viudo e ignorando esa previsión- procuraba saber en qué orden religiosa Dios lo quería. Ante la duda consultó a su confesor, el franciscano fray Juan de Tejeda, que le respondió: «Su Excelencia debe entrar en la Compañía de Jesús». 7 El consejo venía realmente al encuentro de sus aspiraciones interiores, hecho que le llevó a escribir a San Ignacio, y éste le admitió enseguida en la Orden de los Jesuitas. Sin embargo, le recomendó que por el momento mantuviera todo en secreto hasta que se viera libre de las obligaciones inherentes al Ducado de Gandía y a su familia.
Así, en febrero de 1548 hacía su profesión, mostrando una impresionante compenetración, aunque continuaba ejerciendo sus importantes funciones públicas. En agosto de 1550, recibió el doctorado, terminando los estudios preparatorios para el sacerdocio, firmó su testamento y transfirió provisionalmente el gobierno del Ducado de Gandía a su heredero, Carlos.
Encuentro con San Ignacio
Gozando ahora de la plena libertad de los hijos de Dios, Francisco se dirigió a Roma para conocer a Ignacio de Loyola. Salió con sobrenatural ansia por llegar pronto, pero no pudo librarse de una ilustre comitiva de clérigos y nobles. A finales de octubre llegaba a la puerta de la Casa Profesa de los jesuitas, donde le esperaba San Ignacio, al frente de toda la comunidad. Los dos santos se arrodillaron uno frente al otro y Francisco besó repetidamente las manos de su fundador.
Desde allí, el 10 de enero de 1551, le escribiría al emperador Carlos V en estos términos: «Habiendo, pues, tras la muerte de la Duquesa, sopesado mi elección, y habiendo pensado durante cuatro años, y habiendo hecho orar, por esta intención, a varios siervos de Dios, y creciendo cada día mi deseo y desapareciendo las tinieblas de mi corazón, aunque no mereciera ser empleado en la viña del Señor, sobre todo llegando tan tarde y limitándose hasta ahora mi tarea de arrancar las vides, que otros plantaban; aún así, siendo sin medida la bondad divina y su clemencia un océano inmenso, les pareció bien a los siervos de la Compañía de Jesús admitirme en su Orden, en la que desde hace mucho tiempo deseo vivir y morir».8
Un mes después, en una carta dirigida a Guillermo de Prat, Obispo de Clermont, mostraba lo convencido que estaba del importante papel de la Orden de los Jesuitas en aquellos que fueron los años más candentes de la Contrarreforma: «La divina sabiduría gastó, en otros tiempos, otros medios de proveer las necesidades de la Iglesia; hoy parece haber escogido esta Compañía para que por la palabra, por el ejemplo y por todas las obras de caridad, socorra a su Esposa».9
Convivencia con el fundador
Ciertamente que Dios quiso compensar los sinsabores que sufrió San Ignacio en los primeros años de la Orden recién fundada enviándole a ese hijo de oro. En Roma todos se mostraban asombrados con su modestia. Ésta le llevaba, por ejemplo, a servir la mesa o lavar la vajilla con la misma naturalidad con la que poco antes había gobernado Cataluña. Y no le podía encantar más a los circundantes que oírle hablar sobre la Virgen María, pues, cuando lo hacía, tenía el don de aumentar la devoción de sus oyentes.
San Francisco de Borja –
Santa Cueva – Manresa |
Los meses que pasó junto a su fundador fueron intensos y fecundos. Al igual que San Francisco Javier, fue uno de los que conocieron más en profundidad su corazón y supo reflejarlo de una forma más integral en el suyo propio. Siguiendo el ejemplo de fidelidad a San Ignacio dado por el Apóstol de las Indias, Francisco de Borja fue confidente y, más tarde, ejecutor de los grandes anhelos de su fundador, pues es sabido que durante ese período inicial, «los dos santos se comunicaban detalladamente sus proyectos». 10 A lo largo de algún tiempo de convivencia, pudo recibir el carisma ignaciano en su pureza y plenitud.
Grande también en la hora del dolor
De regreso a España, el Duque de Gandía renunció ante notario público a todos sus Estados, títulos y bienes, se revistió de la sotana jesuita y fue ordenado sacerdote el 23 de mayo de 1551.
Celebró su primera Misa pública al mes siguiente, ante una asistencia de diez mil personas, y todos los que comulgaron quisieron recibir la Sagrada Eucaristía de sus manos. Peregrinó al Castillo de Loyola, en cuyo oratorio celebró una Misa, y finalmente se estableció en Oñate, en el País Vasco, lejos de la corte y de sus parientes.
A pesar de sus anhelos, no consiguió pasar desapercibido en aquellos parajes, incluso porque su apostolado movía multitudes. Pero el éxito inicial no impidió la llegada de indescriptibles sufrimientos que se entrelazaron en un dramático cuadro. Unos venían de la hostilidad del rey Felipe II, que tenía quejas contra la familia Borja, otros procedían de problemas internos de la Compañía, a los que se sumaron una larga serie de enfermedades.
Al probarlo de esta forma, la Providencia manifestaba, desde un nivel más alto, la predestinación de Francisco, que fue grande en todo, especialmente en el dolor.
Sucesor de San Ignacio
Tras la muerte de San Ignacio, en 1556, el P. Diego Laínez gobernó la Compañía durante nueve años: dos como vicario general y siete como superior general. Falleció en 1565. En su lecho de muerte, se quedó mirando largamente al P. Francisco de Borja, como una premonición del futuro que le aguardaba. Las elecciones realizadas ese mismo año confirmaron su mudo presagio, pues fue él el escogido. La unanimidad con que todos se volvieron hacia el santo era una prueba de lo convencidos que estaban de cómo él representaba el espíritu de la institución.
De este período de su vida llegaron hasta nosotros preciosos documentos, como su diario y cartas. Las misivas redactadas por él como general revelan el perfil del santo y del hombre de gobierno: con un lenguaje claro y directo, ofrecen directrices dadas por quien conoce tanto las agruras de los caminos como la fragilidad del hombre que los sigue.
A los superiores locales demasiado severos con sus subalternos les exigía mayor flexibilidad y afabilidad. A los misioneros tentados de desánimo por las fatigas del apostolado no les escondía cómo su corazón de padre era sensible al valor que venían dando muestras: «Anímense todavía pensando en la consolación que nosotros, en Europa, sentimos, alabando al Señor por la valentía que Él da a los que allí lejos luchan por su amor»,11 escribió en 1568 al P. Gregorio Serrano, en misión en el Brasil recién descubierto.
Sin embargo, ante los religiosos empedernidos sabía valerse de la autoridad que el cargo le facultaba y no admitía contemporizaciones. En caso de necesidad, comenta uno de sus biógrafos, «era enérgico, diciendo que San Ignacio prefería ver salir de la Compañía a un mal sujeto que ver entrar en ella a uno bueno».12
Partida hacia la gloria eterna
Durante siete años estuvo gobernando la Compañía de Jesús. En este tiempo le correspondió la grave responsabilidad de formar a la primera generación de religiosos que no conocieron a su fundador, tarea desempeñada con eximia fidelidad. Bajo su generalato la Orden adquirió estabilidad, abrió numerosos colegios y se consolidó en las misiones. En tan corto período, 66 jesuitas fueron martirizados, entre ellos Ignacio de Azevedo y sus 39 compañeros.
El fallecimiento de San Francisco de Borja, ocurrido en Roma, en la madrugada del día primero de octubre de 1572, fue una salida hacia la Patria Eterna llena de alegría, propia de quien dio todo por Dios y estaba dispuesto a recibir de Él incomparablemente más.
Aguijón en la conciencia de los mundanos y los poderosos
Al inspirado carácter del cuarto Duque de Gandía le debe la Santa Iglesia dos notables beneficios: la institución de las casas de noviciado, adoptada por otras órdenes y congregaciones religiosas en vista de los buenos resultados obtenidos por los jesuitas, y la fundación de la Universidad Gregoriana de Roma.
En un plano menos inmediato, que los siglos de distancia nos permiten distinguir mejor, vemos en él a un exponente de la Contrarreforma, cuyo ejemplo fue un aguijón en la conciencia de los mundanos y los poderosos de su tiempo, quienes, al abrir las puertas de sus almas al fermento neopagano del Renacimiento, «eran ya los legítimos precursores del hombre codicioso, sensual, laico y pragmático de nuestros días, de la cultura y de la civilización materialista en la que nos vamos sumergiendo cada vez más».13
Hoy, aunque nuestro contexto sociocultural sea diverso de aquel en el que vivió ese Grande de España y general de la Compañía de Jesús, su entusiástica fidelidad a Cristo y a la Iglesia nos invita a pedir hombres que en la época presente y con los métodos actuales hagan obras aún mayores a las realizadas por él en la suya. Roguemos que, desde el Cielo, San Francisco de Borja nos conduzca a las más osadas y valerosas iniciativas evangelizadoras que la mayor gloria de Dios tanto merece.
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