domingo, 24 de noviembre de 2024
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Fe, Esperanza y Caridad: las tres mayores virtudes fortalecidas por la Encarnación del Verbo

Redacción (Miércoles, 09-10-2013, Gaudium Press)

Las tres mayores virtudes: Fe, Esperanza y Caridad

Estas tres virtudes son llamadas teologales porque tienen a Dios por objeto de modo inmediato. Por la fe nosotros adherimos a lo que Él reveló; por la esperanza tendemos a Dios apoyándonos en su socorro para llegar a poseerlo un día y verlo cara a cara; por la caridad amamos a Dios sobrenaturalmente más que a nosotros mismos.

Estas son, sin duda, las virtudes más elevadas, pues ellas nos hacen perfeccionar las otras virtudes morales que no alcanzan el fin último del hombre, pero sí los medios para llegar a este fin.

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Cuando Dios decidió crear – para usar un lenguaje humano, pues al hablar de Dios no se puede hablar en cuando; Él había «decidido» desde toda la eternidad todas las cosas – tuvo en vista antes que nada a Nuestro Señor Jesucristo, y no la creación, como nosotros conocemos en el orden cronológico. Toda la creación existe en función del Verbo de Dios y como un reflejo suyo.

Una vez que Dios cuando creó lo tuvo en vista en primer lugar a Él, y si éstas – fe, esperanza y caridad – son las virtudes más importantes, ¿cuál es la relación de estas virtudes con la Persona adorable del Verbo, y más especialmente con su Encarnación?

¿Podemos decir que estas virtudes fueron fortalecidas en virtud de la Encarnación? ¿Por qué son fortalecidas por el hecho de haber habido la Encarnación?

La fe fortalecida en virtud de la Encarnación

¿Por qué la fe es fortalecida en virtud de la Encarnación? El motivo por el cual debemos tener fe es la autoridad de Dios que revela las verdades que debemos creer. Dios es infalible, no puede equivocarse ni equivocarnos. El primer hombre, después de la caída, creyó en el Salvador que vendría, Abraham creyó en el Mesías que nacería de su descendencia y los profetas creyeron que Él vendría para la salvación del mundo. Pero, la fe se torna mucho más segura por el hecho de creer en Dios que vino sensiblemente a hablarnos.

Cuando Dios habla por la boca de un Moisés, un Isaías, o de un Elías, permanece oculto, inclusive cuando realiza milagros deslumbrantes como la apertura del Mar Rojo; Él permanece inaccesible.

Por eso cuando Él tomó un cuerpo semejante al nuestro en todo, menos en el pecado, nos habla con voz humana, verdadera y sensiblemente, más segura es nuestra fe. «En verdad os digo: aquel que cree en Mi tendrá la vida eterna.» (Jn 6, 47) Es mucho más seguro que cualquier profecía del Antiguo Testamento. Ningún profeta puede decir: Yo soy la verdad, apenas podían decir: Yo recibí la verdad. Nuestro Señor Jesucristo es el único que pudo decir: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.» (Jn 14, 6).[1]

Evidentemente, nosotros no vemos la divinidad de Jesús, ni con los ojos del cuerpo, ni con la mirada del alma – y por eso decimos que nuestra fe es fortalecida y no transformada en visión – pero Jesús habla con tal autoridad que cuando dice: «En verdad os digo: antes que Abraham fuese, Yo soy» (Jn 8, 58) no podemos dudar de que Él es Dios y que se hizo sensible, y nos habla para fortalecer nuestra fe. Así, los enviados de los fariseos no pudieron dejar de decir: «jamás un hombre habló como este.» (Jn 7, 46) Si cuando el cura d’Ars predicaba muchos decían «ver a Dios en un hombre» cuanto más se daba eso con Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo Único de Deus.

«¡Supongamos que no hubiese habido la Encarnación y que la predicación más elevada fuese la de un Elías o de un Isaías, cuán menor habría sido nuestra fe y cuán pobre habría sido la historia de la humanidad en comparación con la que realmente fue! La propia grandeza de los profetas desaparecería y perdería la razón de ser, pues que esta proviene únicamente del hecho de la Encarnación, y por ser ellos precursores del Salvador.»[2]

La esperanza fortalecida en virtud de la Encarnación del Verbo

La Encarnación no apenas confirma y fortalece nuestra fe, sino que también excita nuestra esperanza. Por esta virtud nosotros deseamos y esperamos el Bien supremo y tendemos a Él, pues el objeto propio de la esperanza es «un bien futuro difícil de alcanzar»[3], en otras palabras, el supremo Bien de que un día gozaremos durante toda eternidad.

«Si bien que la esperanza sea enteramente conforme nuestra naturaleza humana, hay en nosotros una tendencia constante para el desánimo por el hecho de estar inmersos en las luchas y dificultades de la vida.

«El misterio de la Encarnación viene precisamente a levantar nuestra confianza, pues nos da no solo el socorro divino de la gracia, sino el propio Autor de la gracia, Él es el motivo de nuestra esperanza que permanecerá con nosotros hasta la consumación de los siglos.»[4]

Si nosotros tenemos más confianza en un amigo cuando este demuestra que tiene por nosotros un verdadero y profundo afecto, cuanto más debemos tener confianza en Nuestro Señor que se hizo carne y habitó entre nosotros y padeció en una Cruz para nuestra salvación: No hay mayor prueba de amor que dar la vida por sus amigos.

¿Qué fue, sino la Encarnación, la que dio fuerza a los millares de mártires durante más de trescientos años de sangrienta persecución?

La caridad fortalecida en virtud de la Encarnación

Tal vez sea la caridad la virtud más fortalecida por la Encarnación, pues no podríamos recibir mayor prueba de amor de parte de Dios que ver a Nuestro Señor morir por nosotros en una Cruz. Él que es la felicidad en substancia, no precisaba haber creado; después de haber creado al hombre en gracia y haberlo visto pecar en el Paraíso Terrestre, podría abandonarlo a merced del destino. Entretanto, Él amó tanto al hombre que envió a su propio Hijo. Se diría que ese Hijo vendría para ser proclamado rey, ser servido y adorado, hacer de toda la humanidad sus esclavos de derecho… ¡no! Él viene para sufrir por nosotros y para abrir para nosotros las puertas del Paraíso Celeste, incomparablemente superior al primero; Él muere en una Cruz sin abrir la boca; Él viene para servir y no para ser servido; ¡Él se hace esclavo nuestro en la Eucaristía! ¿Cómo podría nuestra caridad no fortificarse con tamaña prueba de amor? «A quien mucho se perdonó, este demuestra mucho amor…» (Lc 7,47) A quien mucho se amó, este se fortifica en la caridad.

«El misterio de la Encarnación debe, en fin, excitar al más alto grado nuestro amor de Dios, pues como dice San Agustín: ‘¿Cuál es la causa principal por la cual el Verbo se encarnó sino la manifestación de su amor por nosotros? Si no sabemos amarlo, aprendamos al menos a devolver amor por amor.'»[5]

Por la caridad infundida en nosotros en el momento del bautismo, debemos amar a Dios con un amor sobrenatural, más de lo que nos amamos a nosotros mismos. Debemos amarlo como a un gran Amigo que nos amó primero y que es infinitamente mejor en sí mismo que nosotros. ¿Qué es amarlo? Es hacer en todo su voluntad: «hágase su voluntad así en la tierra como en el cielo» (Mt 6,10), hasta que lleguemos a ser en todo como Él, un verdadero alter ego: «sed perfectos como vuestro Padre celeste es perfecto». (Mt 5,48) La divina bondad de Dios es, por tanto, el objeto inmediato de nuestra caridad. Esta divina bondad ha sido manifestada especialmente por el amor supremo con que Dios nos amó enviando a su Unigénito:»Dios amó tanto al mundo que le dio su propio Hijo Unigénito.» (Jn 3, 16) Podemos decir que esta es la verdad fundamental del cristianismo, pues este acto de amor de Dios para con nosotros nos dio a Nuestro Señor Jesucristo como Salvador. La Encarnación del Verbo fortifica, así, enormemente nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad.

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[1] Cf. GARRIGOU-LAGRANGE, El Salvador y su amor por nosotros. trad. José Antonio Millán. ed. 2. Madrid: Rialp, 1977, p. 160.
[2] GARRIGOU-LAGRANGE, Idem, p. 162.
[3] GARRIGOU-LAGRANGE, Idem, p. 163.
[4] GARRIGOU-LAGRANGE, Idem, p. 164.
[5] GARRIGOU-LAGRANGE, Idem, p. 167.

 

 

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