Redacción (Mércoles, 09-10-2013, Gaudium Press) Tengamos cuidado. La Divina Providencia permite misteriosamente a almas muy de su intimidad unas noches oscuras tenebrosas donde la fe tiende a apagarse. Santa Teresita la vivió de forma dramática. Estaba muy enferma pero no le decía nada a la comunidad que la veía agotarse, pálida y débil. Sin embargo ella asistía a todos los oficios religiosos, se dormía rezando, vivía con fiebre, comía muy poco, caminaba despacio. La tuberculosis la estaba minando, ella presentía pero no decía nada a nadie y se mantenía firme como virgen guerrera, como la santa Juana de Arco que había emulado un día en una obra de teatro escrita por ella en su adorable Carmelo de Liseux.
Una noche después de una bendecidísima vigilia de jueves santo llena de consolaciones y alegrías sobrenaturales en la capilla, hubo el consabido cambio de turno y ella se fue a acostar. Cuando se estaba desvistiendo en la oscuridad de esa celda fría sin las comodidades de una celda de monja de hoy día, le vino una tos y ella sintió que le había llegado a la boca algo tibio y espeso. ¡Es sangre!, pensó. ¡El Señor viene por mí! Se puso feliz. Le pareció bellísimo y un buen detalle de su esposo, al que quería tanto y del que se sentía una niña consentida y muy amada, que se la llevara para el Cielo en la Pascua que comenzaría ese domingo con un buen desayuno de la comunidad y una fiesta de Resurrección maravillosa donde todas las monjas se ponían su hábito más nuevo y se arreglaban mejor para celebrar esa victoria de Jesús, compensando las austeridades, penitencias y ayunos de la cuaresma y la semana santa. Sin embargo ese domingo santo Teresita comenzó la última etapa de su vida con una aridez tremenda, una desolación interior, una inapetencia del Cielo, unas dudas sobre la fe, un fastidio con las cosas santas, una piedad cansativa y adormecedora, una irritabilidad controlada y desconocida para ella que le duró esos últimos dieciocho meses de vida hasta que cayó postrada en cama y finalmente murió. En la parte C de sus memorias, que se llaman hoy «Historia de un alma», ella dice que no se atreve a explicar más detalladamente lo que siente porque teme blasfemar.
Que le venga a uno una noche oscura, ya pasa, pero que esté tuberculoso y enfermo, y le haya tocado oír, como le tocó a ella, la conversación de dos monjas que decían que esa niña se moría sin haber hecho nada importante en el convento y que en la circular de defunción para enviar a los otros Carmelos realmente no habría nada interesante para comentar sobre ella, es algo terrible. Con certeza ella se ofreció como víctima expiatoria por los que no tenemos fuerza para soportar esos momentos de noche oscura del alma que la Providencia permite en nuestras vidas. ¡Qué bueno caer en cuenta de eso e invocar su intercesión cuando los estemos padeciendo!
¡Y pensar en todos los esfuerzos y apelos que ella hizo para conseguir poder entrar al Carmelo y vivir allí nueve años! Toda su singular batalla de la infancia espiritual para que Jesús la hiciera santa. Todos los sacrificios y mortificaciones grandes y pequeños que hizo durante su corta vida como religiosa. ¡Todo eso para terminar así! Dieciocho meses de aridez y desolación de los cuales los últimos los pasó postrada en una cama esperando no más la muerte, porque, como ella misma lo confesó,… ya ni apetecía con las alegrías de antaño ir al cielo, mientras algo allá adentro de sí le gritaba «¡Volverás a la nada, volverás a la nada!».
Incomprendida por todos los directores espirituales que consultó acerca de esa fenómeno del alma que la consumía dolorosamente, escribe finalmente a Jesús que «Si por un imposible tú mismo llegaras a desconocer este mi sufrimiento, yo aún me sentiría feliz de padecerlo si con el pudiese impedir o reparar un solo pecado contra la fe».(1)
Por Antonio Borda
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(1)L.C. Pg.260
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