Redacción (Lunes, 21-10-2013, Gaudium Press) Después de Dios haber creado al hombre «a su imagen y semejanza», y haberlo introducido en el Paraíso, quiso llevar la misericordia a un extremo inimaginable: lo creó en gracia, o sea, participante de su propia vida divina. Como corolario de este don descendía todos los días, en la brisa de la tarde, para conversar con el hombre.
Para el Creador no bastaba la suprema bondad de hacerlo participar de su propia vida, sino que quería además revelársele; es por eso que descendía para conversar con Adán.
Habiendo el hombre caído en pecado, perdió el Paraíso y la propia vida sobrenatural, pero Dios no permitió que él «perdiese» la Revelación. No dejó el Creador de -ya sea directa, ya sea indirectamente- revelarse a los hombres. Aunque las puertas del Paraíso, celeste y terrestre, estuviesen cerradas, las «puertas del corazón de Dios» permanecieron abiertas para que el hombre pudiese, sin sombra de duda, conocer a su Creador.
El principal medio del cual la Providencia Divina se sirvió para eso fue hablar a los profetas, por Ella escogidos, a fin de que estos transmitiesen al pueblo de Dios, aquello que Él Dios quería decirle. Y a pesar de las incontables infidelidades del pueblo, Dios siempre renovaba la Alianza y continuaba comunicándose.
En determinado momento, Dios inspiró ciertos hombres a colocar por escrito todo lo que Él tenía y estaba revelando, para que el pueblo tuviese más facilidad de no olvidarse de su Creador.
Estos escritos no tienen como objetivo principal transmitir datos históricos, sino todo aquello que Dios, en su infinita bondad, se dignó revelarnos.
«Los escritos del Antiguo Testamento contienen tres principales afirmaciones: hay un solo Dios; su reino espiritual debe expandirse por todas las naciones; el Mesías enviado por Él será Señor de ese reino».
«Es lo que podemos notar en las promesas hechas al primer hombre y a los patriarcas hasta las predicciones de David e Isaías, que llegan a precisar circunstancias de la vida del Mesías, como por ejemplo su Pasión».
«(…) de entre estos patriarcas y profetas, varios fueron pre-figuras del Salvador, tal como Abraham, padre de los creyentes; Isaac, que carga la leña en las espaldas para el sacrificio de sí mismo y se deja atar para ser inmolado; José, que vendido por sus hermanos, se convierte en salvación para ellos; Moisés, libertador, jefe y legislador; Job, imagen del Cristo enfermo; David, por sus pruebas, realeza, oraciones y salmos; Jeremías, por sus sufrimientos y el amor por su pueblo; Jonás, que el propio Nuestro Señor señala como figura de su predicación y sepultura.»[1]
Una de las pre-figuras de Nuestro Señor más elocuentes que encontramos en el Antiguo Testamento es José de Egipto, que por su inocencia suscitó la envidia de sus hermanos, que lo vendieron como esclavo, tal como Jesús fue vendido por su apóstol como si fuese un criminal.
Siempre que alguien surge como la representación de la Verdad delante de quien abrazó las vías del pecado, o los convierte o crea en ellos un odio mortal que llevará hasta el exterminio de esta «santidad viva» que está delante de sus ojos, pues la presencia de un justo es el peor tormento para aquel que no tiene la consciencia limpia.
Fue lo que ocurrió con José de Egipto, como narra San Juan Bosco.
(Mañana – La historia de José de Egipto – Semejanza entre José y Jesús)
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[1] GARRIGOU-LAGRANGE, El Salvador y su amor por nosotros. trad. José Antonio Millán. ed. 2. Madrid: Rialp, 1977. p. 104, 105.
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