Redacción (Domingo, 27-10-2013, Gaudium Press) Fray Antonio de Sant’Ana Galvão nació en Guarantiguetá, en 1739. Su padre era Antonio Galvão de França, natural de la ciudad de Faro, Portugal, y su madre, Doña Isabel élite de Barros, nacida en Pindamonhangaba, descendía de los primeros quinientos pobladores. Ella fue madre de once hijos. Antonio fue enviado con 13 años a estudiar al Seminario dirigido por los jesuitas en la villa de Cachoeira, Bahía, a unos 130 kilómetros de Salvador. Si no fuera por las borrascas que ya se barruntaban en el horizonte, desencadenadas por el Marqués de Pombal, su padre le hubiera dejado ser jesuita. El joven Antonio acabó por ingresar en los Padres Menores Descalzos, que ejercían su apostolado en la región de Taubate. Con 21 años de edad entró en el noviciado del Convento de San Buena Ventura, de la villa de Macacu, en la Capitanía de Río de Janeiro.
Recibió el hábito el día 15 de abril de 1760. Según la costumbre de la Orden en aquel tiempo, abandonó el nombre de França, pasando a llamarse Fray Antonio de Sant’Ana Galvão.
Escogió el nombre de Sant’Ana en homenaje a la patrona de su familia, que se encontraba en un lugar destacado, en su hogar, en un bonito oratorio. Sus tres hermanas también tenían el nombre de Ana. Su madre, acunando en sus brazos al hijo, seguro que le canto muchas veces: «¡Señora Santa Ana, acuna a mi hijo, ved que lindo y maravilloso es! Este niño no duerme en la cama, duerme en el regazo de Santa Ana».
El ambiente donde nació y vivió sus primeros años era profundamente cristiano y religioso, con una nota militar fuerte, pues, además de su padre, que era Guarda- Mayor de Guaratinguetá, todos sus hermanos tuvieron empleos militares o ejercieron cargos de gobierno.
Sólo él cambió la rica casa y las posibilidades de carrera por el hábito franciscano, y ahora es San Antonio de Sant’Ana Galvão, como será recordado hasta el fin del mundo, por lo menos en las celebraciones litúrgicas en su memoria.
Generoso y dispuesto hacia las almas
De pequeño fue un niño admirable.
Nacido en el seno de una fami lia numerosa y ejemplarmente católica, se destacaba como el hijo predilecto. Su nobleza de origen le dio un corazón generoso. Desde el comienzo le atraía distribuir limosnas a los que llamaban a la puerta de su casa.
Se cuenta de su infancia que un día, estando solo, vino una pobre señora a pedir ayuda. Sin tener nada que darle, no se lo pensó dos veces: cogió un riquísimo mantel de ganchillo que estaba puesto sobre la mesa y se lo entregó a la mujer. Eran otros tiempos, y la señora se dio cuenta de que aquella pieza valiosa no había llegado a sus manos con el consentimiento de la madre del pequeño. Volvió a la casa y quiso devolverla, pero Doña Isabel – la madre del pequeño Antonio- la reconfortó diciendo:
«Si mi hijo se lo dio, está bien dado». Esta generosidad impar, Fray Galvão la conservó durante toda su longeva existencia.
Al partir hacia Bahía, con el fin de iniciar su formación académica en el colegio de los jesuitas, el joven Antonio no imaginaba que allá se manifestaría la vocación sacerdotal.
Asimiló con el máximo provecho los seis años de estudio y, al terminarlos, se sentía llamado a recorrer las vías de San Ignacio. No fue éste, sin embargo, el consejo que le dio su padre. Los vientos no eran favorables a los jesuitas y el joven Antonio podría hacer mucho más por la gloria de Dios gozando de la libertad de acción de los franciscanos.
Con calma y serenidad, aquel joven de 21 años siguió la indicación paterna y fue a hacer el noviciado en la entonces Capitanía de Río de Janeiro.
Avanzó rápidamente en virtud y sabiduría y, des después de los estudios teológicos realizados en el Seminario de San Antonio de Río de Janeiro, fue ordenado sacerdote en 1762, cuando contaba con 24 años.
A su vuelta a São Paulo, ingresó en el histórico Convento de San Francisco, que en aquellos años gozaba de su máximo esplendor. Y es allí donde hoy funciona la igualmente histórica Facultad de Derecho de USP, que desde 1827 viene formando grandes personalidades para Brasil.
Fue a partir de su labor como sacerdote y del contacto directo con las almas, que todos comenzaron a darse cuenta del tesoro que poseían: el humilde fraile curaba enfermos, entraba en lo íntimo de las conciencias, se bilocaba, conseguía conversiones, etc…
Sucedió cierta vez que Fray Galvão salió muy temprano hacia la casa de una familia muy rica. En el momento en que llamaba a la puerta, un transeúnte le vio y pensó en su interior: «Tan temprano y ya Fray Galvão está adulando a los ricos…»
Al aproximarse, lo llamó el santo y le dijo: «¡Hermano mío, no haga juicios temerarios del prójimo! Yo no vine aquí a adular al dueño de esta casa, sino a pedir una limosna para el Hogar de Nuestra Señora de la Concepción».
Atónito, el hombre ya no pudo dudar de que aquél era, de hecho, un varón de Dios.
Fama de santidad
Sobre la fama de santidad de Fray Galvão, habla con ardor y autoridad la Hermana Celia Cadorín, postuladora de su causa de canonización en declaraciones a los Heraldos del Evangelio.
Resalta que es indispensable que la fama de santidad de un candidato sea evidenciada en vida, en la muerte y después de la muerte. Con este motivo, escudriñó los archivos de la Prefectura de San Pablo y del Instituto Histórico, de la Curia provincial de los franciscanos y, sobre todo, del Monasterio de la Luz. No faltaron las pruebas ni los documentos.
«El proceso entero ocupó casi diez mil páginas conteniendo un relato sintético de más de ocho mil gracias alcanzadas», explica la Herma na Celia. Y, de entre los documentos adjuntos, cita como ejemplo un acta contemporánea del santo, de la Cámara de San Pablo, en la cual se dice: «Este hombre es queridísimo para toda esta ciudad y villa de la Capitanía de San Pablo. Es un hombre religiosísimo y de consejo prudente.
Todos acuden a hacerle pedidos. Es un hombre de paz y caridad».
Que toda la ciudad pensase así, quedó probado con el siguiente caso: por oponerse Fray Galvão, juntamente con un monje benedictino, a la ejecución de un soldado, el gobernador resolvió exiliarlos a Río de Janeiro.
El monje benedictino afirmó que no iría, pero Fray Galvão solamente dijo: «Yo soy franciscano, soy hijo de la obediencia…»
Recogió unas pocas ropas y se fue. Cuando el pueblo lo supo, se armó de palos, varas, azadas y otros utensilios de labor y cercó la casa del gobernador.
Asustado, mandó en seguida mensajeros al fraile, que ya se encontraba lejos. ¡Y él volvió para alegría de todos!
El Monasterio de Nuestra Señora de la Luz
Pero, si queremos citar la mayor obra de su vida, que marcaría para siempre a la gran ciudad de São Paulo, debemos hablar del Monasterio de Nuestra Señora de la Luz. De tal manera Fray Galvão unió su existencia al monasterio, que no podemos nombrar esa institución sin que su nombre nos venga inmediatamente a la memoria, así como no podemos referirnos al santo religioso sin acordarnos de ese convento.
Fray Galvão recibió, en el inicio de sus incumbencias sacerdotales, tres encargos: el de predicador de la orden franciscana, el de portero -que lo hizo muy conocido- y el de confesor del Hogar de Santa Teresa, donde vivían algunas monjas. Era el único establecimiento de religiosas existente en aquella época en São Paulo. Se llamaba Hogar, porque en aquellos tiempos de persecución religiosa el término «monasterio» era imprudente delante del gobernador.
En esta singular comunidad que Fray Galvão empezó a dirigir, vivía un alma elegida: La Hna. Elena María del Sacramento. A esta devota monja le fue revelado que era un deseo de Dios que Fray Antonio de Sant’Ana Galvão fundase un nuevo convento en la ciudad de São Paulo. ¡Caso peligroso y complicado! Por un lado estaba la prohibición formal por parte del Marqués de Pombal de recibir novicios en cualquier institución bajo pena de muerte y, por otra, la naturaleza de aquella revelación haría dudar a muchos. El propio santo reflexionó mucho tiempo, consultó a canonistas y, sobre todo, analizó aquella alma. Su conclusión: es de hecho un deseo inspirado, fundemos un nuevo convento. Se escogió el Campo de la Luz, donde había una antigua capilla dedicada a Nuestra Señora de la Luz, en una región totalmente despoblada y no muy distante del río Anhembí. Comenzó a partir de ahí un calvario de sinsabores y privaciones, que para el santo se traducían en pruebas visibles de ser éste un deseo de Dios. La pequeña comunidad que allí se trasladó a vivir en instalaciones provisionales sufrió de todo: el mandato de que fuese clausurado el Hogar, el hambre y la miseria que casi las llevaron a la muerte, la privación de la asistencia de Fray Galvão hasta pasar la tormenta… Sin embargo, el Señor quería «construir la casa sobre la roca» y, en la raíz de esa heroica fundación, era necesario el sufrimiento de todos.
Por fin, después de obtenidas las debidas licencias, Fray Antonio de Sant’Ana Galvão inició la construcción del hermoso monasterio que hasta hoy se mantiene en sus líneas generales.
El hijo del Capitán-Mayor de Guaratinguetá se hizo mendigo por la obra de Dios. Consiguió fondos y obreros para la construcción, hizo largos y penosos viajes -siempre a pie- divulgand o y movilizando a la población para contribuir a una causa tan noble. Las donaciones llegaban, pero no bastaban. En una palabra, él mismo fue la piedra angular de esa casa de María Santísima y de su Divino Hijo, llegando a trabajar personalmente en aquel duro oficio. Pero… ¡que consolación!
De su sufrimiento brotaron innumerables vocaciones que no tardaron en presentarse, y al Monasterio de Nuestra Señora de la Luz pronto se le conoció como «un vivero de santas», formadas en las luminosas vías indicadas por su fundador. ¿Cuántas gracias no habrán sido obtenidas a través de lo sacrificios ofrecidos por estas vírgenes consagradas?
Las «píldoras» de Fray Galvão
Entre las numerosas gracias recibidas por la intercesión de Fray Galvão se destacan por su simplicidad y por la maravillosa confianza que encierran en la Madre de Dios, las píldoras milagrosas.
Esa costumbre tan característica de nuestro Santo -ininterrumpidamente seguida por millares de fieles desde que estaba vivo y hasta los días de hoy- se comprueba, por las gracias y hechos portentosos que opera, no ser una mera creencia popular. La Hermana Celia Cadorín explica el origen de las píldoras.
Dice la historia que cierto día presentaron a Fray Galvão un joven con muchos dolores, que no podía expulsar unos cálculos renales. El santo religioso, movido de compasión, después de rezar tuvo una súbita inspiración. Escribió en tres papelitos la siguiente frase del oficio de la Santísima Virgen María: «Post partum Virgo inviolata permansisti: Dei genitrix intercede pro nobis» . O sea: «Después del parto, oh Virgen, permanecisteis intacta; Madre de Dios, interceded por nosotros».
Enrolló los papelitos en forma de píldora y se los dio al joven para que los tomase como medicina. Pasado un tiempo el joven expulsó un gran cálculo y quedó curado. Otro día un hombre afligido buscó a Fray Galvão diciendo que su esposa, que iba a dar a luz, estaba muy mal. Nuevamente él se recordó de los versículos del oficio de la Ssma. Virgen; escribió, enrolló y mandó las píldoras a la mujer. Después de tomarlas, dio a luz sin ningún problema.
Estos y otros hechos se propagaron rápidamente y las peticiones de los célebres papelitos, o píldoras, fueron en aumento.
Fray Galvão enseñó a las hermanas del Hogar a hacer las píldoras, de modo que, aún en su ausencia, ellas las pudieran dar a las personas que viniesen a pedirlas a la portería del Convento.
Al comienzo las píldoras eran buscadas sobre todo por las parturientas. Con el tiempo, sin embargo, comenzaron a ser usadas por quienes sufrían de enfermedades diversas, de modo especial de problemas renales, cálculos o piedras en los riñones. Y hasta para la conversión de los pecadores. Hoy en día son solicitadas por hombres, mujeres y jóvenes que en las enfermedades – principalmente cáncer – o en dificultades de toda clase, invocan la intercesión del siervo de Dios y las toman con fe.
Animam suam in manibus suis semper tenens
La muerte encontró a Fray Galvão con la misma serenidad que mantuvo durante la vida, y sus últimos días fueron una expresión fiel del altísimo grado de santidad que había alcanzado.
Si quisiéramos definir la vida de este perfecto hijo de san Francisco, no encontraríamos mejores palabras que aquellas que figuran en su epitafio en el Monasterio de Nuestra Señora de la Luz: «Animam suam in manibus suis semper tenens» – Siempre tuvo su alma en las manos. En efecto, después del pecado cometido por nuestros primeros padres, el género humano perdió aquella completa armonía de sus inclinaciones, que era el don de la integridad.
Reducidos a la dura prueba de luchas contra sí mismos más que contra cualquier adversidad de su existencia, los hombres pasaron a depender en mayor grado de la gracia divina de que de sus propias fuerzas, porque ya no encontraban en su naturales el antiguo estado de perfección. Y es precisamente en esa docilidad a la voluntad de la Providencia en detrimento de la suya propia que brilló la santidad de Fray Galvão: flexible al soplo del Espíritu Santo, se olvidó por completo de sí mismo y sepultó sus deliberaciones en el Corazón del Divino Maestro.
De ahí le vino la poco común virtud de la fortaleza, a la cual nadie resistía: era amado por el pueblo, respetado por las autoridades, obedecido por las religiosas, procurado por los niños.
Con cuánta razón dijo san Agustín: «Es necesario que la mente sea más poderosa que la pasión, y la domine. Cuanto más una virtud fuera noble y sublime, más será fuerte e invencible. Ningún alma viciada puede dominar otra provista de virtudes» (1).
Al recibir la merecida honra de los altares, quiera San Antonio de Sant’Ana Galvão continuar concediendo tantos favores cuanto los que ya ha obtenido para la nación que él tanto deseó ver firme en la fe. ¡Feliz Brasil por tener tal hijo! ¡Feliz la Iglesia por tener tal Santo! ² 1) O livre-arbítrio, Paulus, São Paulo, 1995, pp. 48-49
(Revista Heraldos del Evangelio, Mayo/2007, n. 65, pag. 20 a 25)
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