Bogotá (Viernes, 08-11-2013, Gaudium Press) Chartres es un verdadero encanto, resumen del ‘embrujo’ medieval, síntesis de la arquitectura de las épocas de las catedrales y los caballeros. Realmente una era que produce tales maravillas, no puede ser oscura sino luminosa.
Fotos: Sergio Hollman / Gaudium Press |
En 1194, un incendio dio paso a que sobre las ruinas de la catedral románica despuntase el gótico, además de diversos tipos, desde el originario hasta el flamígero de los tiempos tardíos. Sin embargo el incendio no fue tan voraz que impidiese que las aún bellas y útiles ruinas sirvieran de pedestal al nuevo estilo. De ese resto románico que se negó a fenecer declarándose inmortal, son ejemplo en la fachada el Portal Real, y campanarios de arcos de medio punto en torres con cúpulas ya góticas.
Dicen los historiadores que no hubo un solo Gran Maestro de Obra en Chartres, sino que a lo largo de los años varios se sucedieron, dando diversos énfasis en la construcción que se iba desarrollando. Entretanto, el visitante no encuentra allí desarmonías o rupturas contrastantes entre elementos irreconciliables. Por ejemplo las dos torres son muy variadas, entre ellas y en sí mismas. Pero es una variedad en la unidad, definición ésta la más clásica y pura de la belleza.
Estaríamos tentados a decir que Chartres son sus torres, porque ellas mayormente simbolizan lo que creemos que sí es su esencia, que es su capacidad de elevar, su grandísima virtud ascensional. «Todos los elementos arquitectónicos siendo unánimemente concebidos para conducir las fuerzas hacia el suelo, [en Chartres] el visitante es irresistiblemente atraído hacia lo alto» dice con justicia la página web de la Catedral. Sin embargo, no caeremos en esa tentación, pues afirmamos que Chartres es su todo: son sus torres sí, pero también sus campanarios, sus rosetones, sus vitrales gigantescos, su azul, sus portales, sus naves, sus arbotantes…
Entretanto, sí queremos rendir un tributo, un merecido tributo a las Torres de Chartres.
Torres maravillosas que parecen desproporcionadas con respecto al cuerpo de la basílica. Pero aparente desproporción que es más bien un salto inicial hacia lo alto, hacia la absoluta altura. Una bella ‘desproporción’ que se percibe incluso en el augusto par de torres, que no son de la misma altura, enseñándonos que los padrones forzadamente simétricos, estandarizados y monótonos de los tiempos modernos no deberían suplantar la armoniosa espontaneidad habida antes del inicuo imperio de la máquina.
Torres equilibrantes y restauradoras, porque nos auxilian a combatir esa monomanía viciosa del espíritu moderno, torres que nos dicen que lo extremamente delicado está hecho para combinarse y complementarse con lo fuerte y lo robusto, por ejemplo en el ‘frágil’ encaje del esculpido flamígero que sonríe y nace a partir de la piedra casi no labrada, de la roca sin matices, simplemente fuertemente presente.
Torres que también nos recuerdan que la virtud no es el pasajero hechizo de una superficial y fácil risa frívola, sino que proclaman que el bien -más hoy- es arduo, es fruto de la lucha, de la perseverancia que vence las caídas, de la constancia que paso a paso y roca a roca va construyendo la fortaleza, aquella que finalmente terminará resistiendo los embates, esa que termina escuchando con serenidad los aullidos de las tempestades, que pasan, mientras ella permanece.
Torres que suben y nos hacen subir, torres que pueden ser llamadas torres de Dios, que reflejan a Dios, que evocan a Dios, que conducen a Dios.
Por Saúl Castiblanco
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