Redacción (Martes, 12-11-2013, Gaudium Press)
1. INTRODUCCIÓN
La destrucción de Jerusalén en el s. VI a.C. y el exilio subsiguiente a Babilonia marcan una gran línea de división en la historia de Israel. De un golpe su existencia nacional terminó, y con ella, todas las instituciones que eran la expresión de su propia vida; nunca más sería recriado de la misma forma. Con el Estado destruido y el culto suspendido, Israel se tornó un aglomerado de individuos arrancados de sus raíces y vencidos[1].
¿Cómo una nación cayó en tan terrible desgracia? Ciertamente este hecho histórico no pudo suceder de manera repentina, de un día para el otro. En el presente trabajo se intentará analizar la causa más profunda que desencadenó este acontecimiento de trascendental significado en la historia bíblica. Para eso, es necesario comenzar por analizar lo que podría llamarse «situación internacional» de la época.
2. DEL APOGEO ASIRIO A LA HEGEMONÍA BABILÓNICA
El imperio asirio, que bajo Asaradón (681-670) había alcanzado su apogeo, durante el reinado de Asurbanipal (669-627) comienza a sentir los primeros síntomas de decadencia. Con la independencia de Egipto, llevada a cabo por Psamético I en 663, fundador de la dinastía XXVI, se siguen revueltas en Fenicia y Babilonia. Después de la muerte de Asurbanipal, Asiria entrará en la etapa final de su existencia como potencia internacional.
Quien aprovecha el momento de crisis asiria es Nabopolasar, príncipe caldeo que consigue la independencia para Babilonia y su elección como rey (626-605). A partir de entonces emprende una serie de ataques contra su ex dominador, y en unión con el rey medo Ciáxares, conquistan Assur en 614 y la capital Nínive en 612, donde muere el rey Sinsariskun, hijo de Asurbanipal. El último monarca asirio, Asuruballit II, huye para Jarán, donde consigue -con la ayuda de Egipto- resistir durante tres años a los ataques de Nabopolasar. Finalmente, en 609, tras la conquista de Jarán, el imperio asirio llega a su fin.
En 605, Nabucodonosor II (605-561), hijo y sucesor del rey caldeo, se enfrenta y vence el ejército del faraón Necau II -que se oponía a la expansión babilónica- en la batalla de Karkemish. A partir de este momento Babilonia ostenta la hegemonía sobre el Próximo Oriente[2]; con ello Judá pasa a pagar tributo a su nuevo señor.
3. DESTRUCCIÓN DE JERUSALÉN
En la lucha entre Egipto y Babilonia, el pequeño reino de Judá siempre se inclinará por el país del Nilo -al contrario de lo que aconsejaba Jeremías-, trayendo como consecuencia sendas expediciones de Nabucodonosor, una de las cuales acabó asediando Jerusalén, que fue tomada, saqueada y arrasada. El último rey de Judá, Sedecías, fue apresado y cegado; el Templo destruido. Los objetos valiosos se llevaron a Babilonia juntamente con muchos judíos; sólo se dejó a los muy pobres para que cultivaran la tierra. El reino de Judá llegara a su fin: era el año 587 a.C.
Así lo relata el libro de Jeremías: 39,1 Y sucedió que fue tomada Jerusalén. El año noveno de Sedecías, rey de Judá, en el décimo mes, vino Nabucodonosor, rey de Babilonia, con todo su ejército a Jerusalén y la sitió, 2 y el año decimoprimero de Sedecías, el cuarto mes, se abrió la brecha, 3 y penetraron en la ciudad los jefes del rey de Babilonia y ocuparon la puerta del medio: Nergalsareser, Samgar-Nebo, Sarsakim, «camarero mayor»; Nergalsareser, «jefe de los magos», y todos los otros jefes del rey de Babilonia.
(…)
8 Los caldeos prendieron fuego al palacio real y a las otras casas y arrasaron las murallas de Jerusalén. 9 Al resto de los habitantes que había quedado en la ciudad, los huidos que se habían pasado a los caldeos y todo el resto del pueblo, los deportó a Babilonia Nabuzardán, jefe de la guardia*.
El hagiógrafo da la fecha precisa de este hecho tan doloroso para el pueblo judío. Al decir el décimo mes del noveno año del rey de Judá, se refiere a diciembre 589-enero 588 (incluso en el c. 52,4 está dicho el día diez del referido mes) como inicio del asedio de Jerusalén por los soldados babilonios, mientras Nabucodonosor dirigía todo desde su cuartel general instalado en Ribla, en la Alta Siria. El comandante de las tropas en Jerusalén era Nabuzardán. Según el v. 2, el cerco duró un año y medio -con una breve interrupción debido a la aproximación de un ejército egipcio-, lo que indica que los caldeos entraron en la ciudad en junio-julio del 587 a.C.[3]
La Biblia nos dice que algunos judíos huyeron a Egipto (Jr c. 42-44); un grupo permaneció en Jerusalén (39,10) y un gran número de habitantes fue deportado para Babilonia (39,9). «Sobre las rutas de la Media Luna fértil caminaba de nuevo el pueblo de la Promesa, como en los días de Abraham, pero no ya con fe y esperanza, sino con miseria y abatimiento»[4].
4. CAUSAS DE LA CATÁSTROFE
¿Cómo los habitantes de Judá se precipitaron rumbo a su propia ruina? ¿Cuál fue la verdadera causa de tanta desgracia?
Durante el reinado de Sedecías, Jeremías siempre desaconsejó la alianza con Egipto, mostrando que era voluntad divina que Judá cayera en poder de los caldeos, en consecuencia de tantos pecados cometidos. En un primer momento el rey siguió los consejos del profeta; sin embargo, y probablemente instigado por el faraón Hofra, a finales de 589 Sedecías comete un error irreversible: decide rebelarse contra Babilonia.
Pero es el pasaje 37,2 del libro de Jeremías que nos apunta con claridad la causa más profunda de la caída de Jerusalén: «Y no obedecieron él [Sedecías], sus siervos y el pueblo de la tierra a las palabras que había hablado Yahvé por medio de Jeremías, profeta». La afirmación «no obedecieron» es muy importante pues permite percibir la verdadera causa de tanta decadencia y la subsiguiente caída de Jerusalén. El término usado en el texto hebreo[5] es [m;v’ shama, del verbo «escuchar». Así, el inicio del versículo podría haber sido traducido como: «Y no escucharon Sedecías y sus siervos…», esto es, no quisieron oír las palabras del profeta.
San Jerónimo, sin embargo, opta en la Vulgata por la expresión latina «non obœdivit» (no obedecieron) que se mantiene en la mayor parte de las traducciones actuales.
Es interesante notar que no existe oposición al traducir «no escucharon» o «no obedecieron», puesto que el verbo «escuchar» en hebreo tiene un sentido amplio. No se trata apenas de prestar atención, sino también de abrir el corazón, poner en práctica, obedecer[6]. Es necesario cambiar de actitudes; adaptarse a la voluntad divina. ¿De qué sirve seguir las propias inclinaciones si no es eso lo que Dios quiere para cada uno?
Si hubieran hecho caso de las palabras de Jeremías el castigo podría evitarse; pero no quisieron: «La frase última [37,2] nos remite a la vocación de Jeremías, que con la palabra recibe poder «sobre reyes». Pudo ser poder para «edificar», la catástrofe fue evitable; al no escuchar, el pueblo provocó el poder «para arrancar»»[7].
Jeremías siempre desaconsejó la alianza con Egipto. No es una actitud derrotista, ni mucho menos traidora; es realista[8]. Las palabras del profeta entran en choque con las actitudes del rey y del pueblo. Jeremías, por inspiración divina, predicaba la sumisión a los babilonios, pues Dios había decidido entregar Jerusalén a Nabucodonosor. Esto era algo muy duro para el pueblo, porque significaba renunciar a su independencia; pero esa es la voluntad de Dios.
No cabe duda que la predicación de Jeremías trajo como consecuencia que algunos de sus contemporáneos lo acusaran de estar vendiéndose al oro de Babilonia. Pero Jeremías era más sensato que los políticos de su tiempo; y no se guiaba apenas por su sensatez, sino que, y sobre todo, era el cumplimiento de la voluntad divina lo que interesaba al profeta[9]. Y es precisamente este punto que los contemporáneos de Jeremías no comprendieron. A pesar del peligro inminente, el profeta no es escuchado; sus palabras no encuentran acogida entre sus conciudadanos. Esta es la verdadera consecuencia de la catástrofe.
5. CONCLUSIONES
Al finalizar este breve estudio, todo lleva a concluir que fue la desobediencia de los dirigentes del pueblo judío a las palabras del profeta Jeremías la causa principal de la desgracia nacional. De este hecho puede hacerse una aplicación para la actualidad ¿Cuántos son los que están dispuestos a escuchar la voz de Dios y a obedecerle?
Dios había suscitado el profeta de Anatot para advertir al pueblo judío el mal camino que estaba tomando y cuales serían las consecuencias caso no hubiese arrepentimiento; mas el pueblo no quiso escucharlo.
«Por medio de hombres y al modo humano Dios nos habla, porque hablando así nos busca» (San Agustín)[10]. Así como en el AT Dios habló a su pueblo por medio de hombres, es enteramente posible que a la humanidad actual Él también se manifieste a través de personas. Y no sólo de esa forma; puede ser por medio de señales, acontecimientos, etc. Por eso es importante procurar saber cuál es la voluntad divina; qué es lo que Dios quiere para cada uno y colocarlo en práctica.
Sin embargo, es necesario tener presente como fondo de cuadro la perspectiva de que Dios quiere «que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4). Por tanto, si Él castiga, no lo hace para condenar, sino para corregir; lo punitivo siempre tiene un designio de salvación, pues la justicia y la gracia divinas no son opuestas, sino que una complementa a la otra[11]. Así lo pide el propio Jeremías: «Corrígeme, Yahvé, pero conforme a juicio, no con ira, no sea que me aniquiles» (10,24).
Por Alejandro Javier de Saint Amant
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[1] BRIGHT, John. História de Israel, 7ª ed., Editora Paulus, San Pablo, Brasil, 2003, p. 411.
[2] Cf. COUTURIER, Guy P. Jeremías. En: Comentario Bíblico «San Jerónimo», tomo I. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1971. p. 791-792.
* Los textos bíblicos utilizados en este trabajo fueron extraídos -con pequeñas adaptaciones- de la versión española Nácar-Colunga, 55.ed. BAC, 2001.
[3] GARCÍA CORDERO, Maximiliano. Biblia Comentada. Profesores de Salamanca, Vol. III, 2.ed. Madrid: BAC, 1967, p. 633.
[4] ROPS, Daniel. Historia Sagrada. Barcelona: Editor Luis de Caralt, 1955, p. 229.
[5] Biblia Hebraica Stuttgartensia. 5ª ed. Stuttgart, 1997. p. 858.
[6] Léon-Dufour, Xavier. Vocabulario de teología bíblica. Barcelona: Editora Herder, 1965. p. 250.
[7] SCHÖKEL, L. Alonso y SICRE, J. L. Profetas, Vol. I. 2ª ed. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1987, p. 588.
[8] NOËL, Damien. En tiempo de los imperios. En: Cuadernos bíblicos, nº 121. Navarra: Editora Verbo Divino, 2004, p. 15.
[9] SCHÖKEL y SICRE, Op. Cit., p. 410.
[10] Citado por SCHÖKEL y SICRE, Op. Cit., p. 17.
[11] GARCÍA CORDERO, Maximiliano, O.P. Teología de la Biblia, vol I, AT. Madrid: BAC, 1970, p. 250.
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