Redacción (Jueves, 21-11-2013, Gaudium Press) Entre la admiración y el placer que se suscita ante lo bello hay indiscutiblemente una relación que puede ser armónica, pacífica, ‘sinérgica’ se diría hoy, pero que también puede ser tormentosa y destructiva. Miremos cómo.
Foto: Poncho Equihua |
La mesa está pronta, para la cena de Navidad. Hay algo en todo lo relacionado con el nacimiento del Niño Dios que aún nos recuerda la pura alegría de la inocencia y que se percibe en la foto adjunta.
Los detalles de la nochebuena están por doquier: El árbol de pino perfectamente cónico, con sus bolas de colores platinados y su coronación en estrella luminosa; las guirnaldas matizadas de luces delinean y adornan el aparador. Muñecos y moños de diversos tipos hacen igualmente fresca alusión a la Navidad.
La mesa ya está servida a la espera de las viandas, y la vela solitaria, aún virgen, atiende paciente el momento en que con su luz matizada y respetuosa iluminará el ambiente. Hay platos de entrada sobre platos principales, debidamente acompañados por sencillas copas y servilletas aprisionadas en delicados racimos. Sólo faltan los comensales, que deben ingresar con alegría pero con sutileza, para no expulsar el ángel que allí se encuentra, que es alegre sí, pero elegante y discreto.
El ambiente no es de gran gala, es más bien modesto-hogareño, pero suscita la serena admiración de su sencilla belleza, al tiempo que impulsa el deseo de ser uno de aquellos felices que van a disfrutar de la cena. Y si permitimos a la imaginación volar, ya podríamos sentir en el paladar el placer de la rica entrada, por qué no de mariscos o de una alcachofa bien adobada. Es decir, en la contemplación de la escena hay admiración y placer; son naturales, son espontáneos.
Miremos otro cuadro.
Es una panorámica superior del tal vez más bello salón del mundo, el Salón de los Espejos de Versalles, modelo de salones para el orbe entero.
Foto: Barnyz |
La luz que entra por los ventanales de arcos de medio punto, que se multiplica y ‘explota’ al interior en contacto con los simétricos espejos; la abundancia de lámparas cristalinas que a pesar de producir más luz no sacian al contemplativo; los demás candelabros, los frescos heroicos de su techo abovedado; el parqué que no se ve pero que se ‘toca’ con los pies: todo concurre para imaginar a Luis XIV en su trono, pasando inquisitiva revista a la alta nobleza gala, que desfila a su frente acompasada por los acordes de un minueto. Una escena que produce admiración. Y si dejamos volar la propia imaginación, podríamos pensarnos presentes en una de esas gran galas, contemplando los aristocráticos danzarines, admirando la rica luminosidad nocturna del Salón de los Espejos, observando de reojo la majestad serena o circunspecta del Rey Sol, atendiendo el paladar con los ofrecidos entremeses y mazapanes. Imaginación ésta que produce placer.
En ambos cuadros -la mesa de navidad y el Salón de los Espejos- hay dos sentimientos que pueden evocarse, la admiración ante la belleza y el placer que su contemplación produce.
En nota anterior hablamos del placer [1] y recordábamos que él no puede ser intrínsecamente malo pues fue también creado por Dios. En la propia definición de belleza, Santo Tomás dice que ella es eso que contemplado agrada, es decir, que considerado por el hombre produce un tipo de placer. Es decir, la admiración de la belleza comúnmente trae conexo el placer.
Entretanto, hay placeres de placeres…
Hay un placer que mejor llamaríamos deleite, un tipo de placer espiritual, que puede llevar hacia el Absoluto, hacia Dios; y otro, un placer «carnal», que conduce al egoísmo y finalmente al pecado. La distinción es sutil, delicada, porque uno y otro tienen elementos de su «contrario».
El placer espiritual fruto de la contemplación del Salón de los Espejos de Versalles tiene su componente «carnal», en el sentido de que se suscitó por una noticia que entró por los sentidos, y que, producido, conmociona también el cuerpo humano: el hombre no es espíritu o cuerpo sino espíritu y cuerpo, y todas sus facultades y elementos están íntimamente en relación. Algo análogo ocurre con el placer que hemos llamado «carnal».
Entretanto, la diferenciación termina siendo no tan difícil: Aquel que admira con desinterés la belleza en su estado puro, es decir, en cuanto reflejo y participación de una Belleza aún más perfecta, este sin duda sentirá el deleite propio de la contemplación de la belleza, pero ese estilo de placer no será el obstáculo sino la ocasión para volar hacia esa Belleza escondida detrás de la belleza creada. Para imaginar incluso un Salón de los Espejos aún más bello, por ejemplo el Salón de los Espejos del Reino celestial.
En cambio, quien ya se puso en el centro de los deleites de la belleza, para solo considerar el placer que puede fruir, dejando desprotegida y abandonada a la belleza, este no amó verdaderamente la Belleza sino su egoísmo personal. Este sentirá el placer animal que la belleza puede producir, pero como cortó el camino al Absoluto, ese placer en determinado momento lo podrá enviciar y lo hastiará.
Es que incluso, aún viendo el asunto desde la óptica del egoísmo, lo mejor es la admiración desinteresada y pura de la belleza, reflejo y camino hacia la Belleza infinita.
Por Saúl Castiblanco
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[1] El Placer y el Absoluto. 9-IX-2013. In: https://es.gaudiumpress.org/content/50566-El-Placer-y-el-Absoluto
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