Redacción (Martes, 17-12-2013, Gaudium Press) Falta poco para el día de Navidad. Ya estamos dentro de la novena que antecede tan importante conmemoración. Tal vez sea esta la ocasión oportuna para introducirse en el ambiente de las celebraciones navideñas con mucho provecho: acercándose al pesebre. Este artículo tiene esa intención:
¡Gloria! ¡No existe nadie que no la desee! Y cuántos hay que la buscan, en vano… |
En una noche fría y silenciosa, por las montañas y campos de Judea, resonó un cántico sonoro y festivo, trayendo un mensaje a la humanidad: «Gloria a Dios en lo más alto de los Cielos, y paz en la Tierra a los hombres, objeto de la buena voluntad de Dios» (Lc 2, 14)! A lo largo de los tiempos, en cada Navidad los labios de los fieles repiten este himno, mientras sus corazones se sienten, una vez más, invadidos por las armonías celestiales que impregnaron aquella Noche Santa en que «el Verbo Se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14).
Por los siglos venideros, la Iglesia jamás cesará de recordar el jubiloso homenaje que los coros de los Ángeles prestaron al Dios Niño, nacido en Belén: «Gloria a Dios en lo más alto de los Cielos».
¡Gloria! ¡No hay quien no la desee! Y cuántos corren atrás de ella… Entretanto, pocos la encuentran. Hay algunos que basándose en los propios dotes – reales o imaginarios – creen ya haberla conquistado, atribuyendo al propio mérito aquello que de Dios recibieron o que su fantasía forjó para sí. Tal gloria, con todo, es enteramente subjetiva, pues solo es comprobada por la propia persona.
Otros, aunque constatando sus deficiencias, buscan revestir sus acciones de una apariencia extraordinaria, con la intención de ser tenidos en gran cuenta y ganar los aplausos de los demás. También esta es una gloria irreal, ya que, lejos de fundamentarse en hechos, procede de la opinión errónea de otro.
Ahora, la gloria verdadera alcanza su ápice cuando alguien, notando en sí la excelencia de una virtud, reconoce no estar en él el origen de ella, sino en una dádiva divina.
Ejemplo incomparable encontramos en el pesebre de la Gruta de Belén. Allí está reclinado el dulce Niño Jesús. Él tiene un conocimiento absoluto de Sí y de su origen eterno, como Unigénito de Dios, como también tiene perfecta consciencia, como Hombre, de la gloria que le fue concedida por el Padre al entrar en el mundo y ser constituido centro del universo, Juez de los vivos y de los muertos.
De los hombres, pobres criaturas, Él apenas exige un reconocimiento simple: nuestras alabanzas nada le agregan, sin embargo, solo el tributo humilde del homenaje que le debemos, como podrían ser las aclamaciones hechas por niños, colocadas a la orilla del camino, a un vencedor en su desfile triunfal.
Dios es el único Ser que merece toda la gloria. En esta Navidad, unamos las voces de nuestros corazones a los cánticos angélicos y acerquémonos al Pesebre donde reposa el Divino Infante para rendirle nuestra adoración. ¡Confesemos nuestra contingencia y reconozcamos su infinita grandeza, que se dignó asumir nuestra carne para tornarnos partícipes de su gloria por toda la eternidad!
Por la Hermana María Beatriz Ribeiro Matos, EP
(In Revista Arautos do Evangelho, Dezembro/2013, n. 144, p. 50-51)
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