lunes, 25 de noviembre de 2024
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San Pedro Fabro: un nuevo santo para la Iglesia

Ciudad del Vaticano (Miércoles, 18-12-2013, Gaudium Press) El Beato Pedro Fabro nació el 13 de abril de 1506, en Villaret, Alta Saboya (Francia).

Su adolescencia la pasó apacentando los rebaños de su padre en un valle de los Alpes.
Él estudió en una modesta escuela de su región y fue iniciado en las letras por un fervoroso maestro, el Padre Pierre Veillard. Una formación que, sumada a la que recibió de su católica familia, fue determinante para el florecer de su fe profunda.

3.jpgCuando Pedro Fabro dejó su familia en Saboya y fue a París él respondía a un apelo de su corazón y de su inteligencia que no encontraban satisfacción en su pequeña aldea. Él deseaba proseguir sus estudios, pero en verdad, estaba respondiendo «sí» a un llamado de Dios. Además de maestro en humanidades, Pedro quería ser sacerdote: esta era la verdad.

En París, Pedro se sumergió en el ambiente universitario con toda la disposición posible y contó para eso con la ayuda de su tío sacerdote. Por cerca de diez años estudió en la Ciudad Luz.

En ese sumergir tuvo la posibilidad de intercambiar experiencias con estudiantes de diversos países. La época era de tensiones y cambios en el campo religioso y también en el mundo de las ideas y costumbres.

Inicialmente él ingresó al Colegio Monteigu y, más tarde, Pedro Fabro fue al Colegio Santa Bárbara. En este colegio, estando ya con 19 años, tuvo como compañero de cuarto un joven de su misma edad. Era descendiente de una familia noble de la región de Navarra y tenía pretensiones de tornarse un gran abogado. Los dos, además de compartir todo lo que tenían, compartían también la misma Fe en Dios. El nombre de su compañero era Francisco Javier.

Algún tiempo después llegó un tercer colega. Este era un poco mayor, era de origen vasco y su nombre también era vasco: Iñigo. Iñigo venía de Loyola deseoso de convertir el mundo a Dios. Deprisa se tornara amigo y Javier pasó a ser su profesor.
La amistad creció mucho entre ellos, a punto de rezar juntos, compartir sus deseos, sus dudas, sus certezas, sus esperanzas, la comida y hasta la bolsa. En verdad una convivencia entre hombres de valor y de grandes ideales. Juntos hacían sus profundizaciones en la religión y en el conocimiento de las ciencias.

De esa convivencia que conducía a los más altos páramos surgió mucho más que el embrión de una sociedad humana buena, nació una Orden Religiosa. Una orden Religiosa que se colocaba al servicio de la Iglesia y del Santo Padre y, por la gracia de Dios, se tornó la mayor y más influyente Orden del mundo – ¡la Compañía de Jesús!

El Beato Pedro Fabro fue, entonces, uno de los primeros jesuitas, amigo de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier. Fabro se tornó maestro en humanidades y filosofía y ordenado sacerdote, el primero de los siete compañeros de San Ignacio.

En medio al torbellino vivido en la época, el grupo de amigos fortalecía la comunión por medio de la oración y de la búsqueda de un camino común. Hicieron los Ejercicios Espirituales bajo la orientación de Ignacio de Loyola.

La vida de Pedro Fabro fue breve, murió a los 40 años. Los últimos diez años fueron de intenso servicio apostólico en el centro y norte de Italia, Francia, Bélgica, Portugal y Alemania, que comenzaba a dividirse por el protestantismo naciente y donde hizo sus conquistas San Pedro Canisio.

Pedro Fabro se consideraba «un contemplativo en la acción». Dotado de una profunda espiritualidad, ejerció gran influencia sobre muchos hombres de todas las condiciones que él fue encontrando a lo largo de su camino.

«Él tenía una dulzura alegre y una cordialidad que nunca encontré en nadie. Entraba, no sé cómo, en la intimidad de los otros, actuaba poco a poco sobre los corazones, y tan bien que por su modo de proceder y el encanto de su palabra, los llevaba al amor de Dios», dice una testigo. Uno de los trazos más característicos de su vida interior era la gran apertura a la moción del Espíritu, que lo llevó a una amplia apertura de corazón a los otros, a un universo fraternal.

Un día en que sintió que «el corazón se cerraba» con personas cuyos defectos él veía y lo inquietaban, oyó como que una respuesta interior: «Teme antes que el Señor te cierre el corazón a su alegría….Si conservares un corazón generoso para con Dios, Él deprisa te mostrará que todos se abren a ti y que tú puedes acoger a todos».

Iñigo, o mejor, Ignacio y Javier fueron canonizados y colocados, el primero como patrono de los Ejercicios Espirituales, el segundo, como patrono de las Misiones.

Ahora, recibirá la gloria de los altares, como santo, el primer sacerdote jesuita, Pedro Fabro.

Los corazones de tres hombres de Dios: Fabro, Javier y Loyola, se unieron en la Universidad de París para hacer el bien, para buscar la voluntad de Dios para sus vidas. Colocaron a Dios por encima de todo y todo lo demás consideraban como muy poco.
Sus bienes, sus inteligencias, voluntad y afecto, las propias vidas, todo fue colocado al servicio del anuncio de la buena nueva, del Reino de Cristo.

Pedro Fabro fue llamado por el Papa para participar del Concilio de Trento.

Falleció en Roma el 1º de agosto de 1546. Fue beatificado por el Beato Pío IX el 5 de septiembre de 1872. (JSG)

De la redacción, con informaciones Radio Vaticana.

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