Redacción (Viernes, 27-12-2013, Gaudium Press) El gran dilema del hombre es en esencia el mismo que tuvo Satanás: depender o no depender de Dios.
Lucifer, que antes era la Luz Resplandeciente de la Creación, se dijo un día que él era bello sin Dios, y se trasformó en la más horrenda de las criaturas. Tras iguales pasos, una nefasta mañana Adán y Eva escucharon las insinuaciones de esa misma serpiente que les decía que si incumplían la orden divina serían como dioses, y cometieron el pecado que afeó esencialmente su hermosura original y la de todos sus descendientes.
Por ello nuestros primeros padres se escondieron de Dios, ellos que todas las tardes conversaban con el Creador. Tal vez la muestra más manifiesta de su pecado -después de esa asqueante sensación de desorden interno comparada con su situación anterior- fue cuando vieron a un fruto de sus entrañas quitar la vida de otro. Todo crimen ya había nacido.
Niño Jesús Museo episcopal de Cuzco, Perú |
Pero el mal no prevalecería, pues Dios, que conocía de antemano la tragedia, había reservado la mejor de sus joyas para después, para la restauración inimaginada: el nacimiento de un Hombre-Dios, que restablecería la justicia original, y por medio del cuál la Creación alcanzaría una altura inconcebible, la altura de la Divinidad.
Entretanto, Dios respeta la libertad del hombre.
El Reino que Dios-Hombre vino a instaurar ya se realiza en los santos. Un jardín habitado por santos, ese es el Reino celestial. Pero está en el hombre seguir los pasos de los santos y acceder a reparar la alianza con Dios, la alianza que quebró Adán.
A veces parecería que en la mente de ciertos cristianos no está claro el gigantesco regalo del Dios-encarnado y de la Iglesia por Él fundada. «¿Cristo? Sí, es verdad, Él es Dios, su Palabra es divina, Él es el Camino, la Verdad y la Vida». Pero de ahí, muy poco más. Son cristianos que no entienden la necesidad de la gracia de Dios, del recibir continuamente los sacramentos, de recurrir perpetuamente a la oración, del referir constantemente todo a Dios. «Dios es Dios, pero Yo soy Yo, y Yo puedo…», parecen querer decir. Es el famoso ateísmo-práctico, bastante denunciado, pero tan poco realmente prevenido.
Sin embargo, y más hoy que otrora, sin Dios, de seres de luz, los humanos se convierten en receptáculos de maldades. Pero el orgullo humano es del tamaño de la Torre de Babel, y el hombre prefiere dar coces contra el aguijón, a doblar su cerviz e implorar el auxilio y el perdón de Dios.
Esto es lo que llamamos el Gran Dilema del Ser Humano: o doblar la rodilla ante Dios, o hundirse en el lodo con la cabeza erguida y finalmente quebrada, bajo el peso del pecado.
¡Qué orgullo tan repugnante, tan nefasto y resistente ese, el del pobre ser humano! Un orgullo sin sentido; y pensar que hasta el propio Dios en la Tierra continuamente nos dio el ejemplo cuando muchas veces oró…
Tal vez sea esa una razón a más para que Él viniera a la Tierra bajo el ropaje de un Niño y no de adulto. Es más fácil al orgullo humano aceptar la dulzura y la bondad que provienen de la infancia.
Que la dulzura del Divino Niño logre finalmente abrir la tapa de hierro de nuestro duro corazón; que la ternura de la Madre del Niño consiga que Dios resquebraje la pétrea coraza de nuestro orgullo; que Dios nos dé la gracia, de a todo momento, sentir la necesidad de Dios, de escuchar la voz de Dios que nos llama a conversar con Él, en la misma o mayor intimidad con la que conversaba con Adán, esas maravillosas tardes, de sol multicolor, en el arroyo, al lado del Árbol de la Vida y el de la Ciencia del Bien y del Mal.
Por Saúl Castiblanco
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