Redacción (Martes, 31-12-2013, Gaudium Press) En el orden puramente natural, Dios Creador nos comunica, a través de nuestros padres, el ser y la naturaleza específica del hombre, pero no su propio ser y su naturaleza divina. El hombre fue creado a imagen de Dios, según el Génesis: «Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, creó el hombre y la mujer» (Gn 1,27), pero no le fue dada la naturaleza divina en el momento de la creación. Es una simple criatura salida de las manos de Dios, aunque muy perfecta; inferior apenas a los ángeles.
Conforme explica el padre Royo Marín, «toda verdadera filiación -sea de que orden fuere- consiste en recibir, por vía de generación natural, la vida y la naturaleza específica del propio padre. No hay otro procedimiento posible para establecer la relación padre-hijo -hablando propiamente y en sentido estricto- que la vía de causalidad generadora».1
Es la gracia que da al ser humano la condición de hijo de Dios. Desde el principio Dios elevó al hombre al orden sobrenatural, constituyéndolo fundamentalmente por la gracia y justicia original, sin que jamás haya existido para el hombre un estado de simple naturaleza. Desde el primer instante de su existencia, nuestro primer padre, Adán, «recibió de Dios la santidad y la justicia» (D 788), o sea, fue creado en el estado de gracia santificante. Es lo que expresa el Concilio Vaticano I: «Dios, por su infinita bondad, ‘ordenó al hombre a un fin sobrenatural’, esto es, a participar de los bienes divinos que sobrepujan totalmente la inteligencia de la mente humana, pues, en verdad, ‘ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre probó lo que Dios preparó para los que lo aman’ (1 Cor 2,9; Can. 2 e 3)» (D 1786).
De manera clara y simple se puede decir, entonces, que la gracia es, pues, un don divino, que Dios infunde en el alma humana, dándole una participación en su propia naturaleza divina, haciendo al hombre semejante a Él en su propia divinidad. Lo que quiere decir, tornándolo hijo, por esta participación en su propia naturaleza. Divinizando a cada uno, con «d» minúscula.
Un ejemplo muy ilustrativo, basado en San Buenaventura y presentado en una conferencia por Mons. João Clá Dias, EP, fundador de los Heraldos del Evangelio, permite comprender bien lo que sería la naturaleza en estado puro o tomada por la gracia: sería el de una catedral, llena de vitrales, pero a la medianoche y sin ninguna iluminación. Todo oscuro. Se entra a tientas y se van acostumbrando a las vistas. Se consigue divisar un pequeño punto de luz roja brujuleando al fondo, y es la pequeña lamparita del Santísimo, única y tenue iluminación visible. Pasa el tiempo, comienza a amanecer el día y a iluminarse los vitrales.
«Llega una cierta hora en que el sol bate fuerte en los vitrales y aquella luz toda se extiende por el piso con colores y más colores. Es una feria que eleva el alma y la persona queda extasiada por ver los magníficos vitrales iluminados por el sol. ¿Qué es el vitral a la medianoche? Es el alma humana sin la gracia. El vitral bañado por el sol es el alma bañada por la gracia. Es el vitral que, sin ser luz, pasa a iluminar, por la luz del sol que él incorpora. Así es el alma humana que, sin ser Dios, incorpora la vida divina en sí misma y ve las cosas, las comprende de dentro de la vida de Dios, por la gracia».2
Pero el hombre, infelizmente, no fue fiel a las exigencias que le fueron impuestas por esta elevación gratuita al orden sobrenatural. El hombre transgredió el mandamiento de Dios y pecó. Aclara Royo Marín que «por el pecado original, nuestros primeros padres perdieron, para sí y para todos sus descendientes, el inmenso tesoro sobrenatural que habían recibido de Dios, y que habrían heredado todos sus hijos, si no lo perdiesen irremediablemente por el pecado». 3
Todas las gracias, virtudes y dones que había recibido de Dios fueron perdidos. La filiación divina quedó manchada, pues no puede un hijo de Dios, en el sentido más exacto del término, desobedecer a las leyes prescritas por Él mismo. Quedó manchada toda la creación humana.
El Concilio de Trento definió así esta doctrina:
«Si alguien no cree que el primer hombre, Adán, al transgredir el mandamiento de Dios en el Paraíso, perdió inmediatamente la santidad y justicia en que había sido constituido (…), sea anatema (D 788).
Si alguien afirma que la prevaricación de Adán solo perjudicó a él, y no a su descendencia; o que la santidad y justicia recibida de Dios, perdida por él, la perdió solo para sí, y no también para todos nosotros; o todavía que, manchado él por el pecado de la desobediencia, transmitió al género humano solamente la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado, que es la muerte del alma, sea anatema, pues contradice al Apóstol que declara: ‘Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y, por el pecado, la muerte, por tanto todos pecaron'». (Rom 5,12) (D 789)
El Pecado Original trajo consecuencias desastrosas para la humanidad. El hombre quedó con su naturaleza desordenada, con sus pasiones desenfrenadas, con un egoísmo desmedido y fue capaz de cometer muchos otros actos malos, o sea, otros pecados personales.
Se define, pues, el pecado, según la Suma Teológica:
El pecado, según fue dicho, es el acto humano malo. Un acto es humano desde que sea voluntario, o de modo elícito, como el querer y el escoger; o de manera imperada, como los actos exteriores de la palabra o de la acción. Un acto humano es malo porque le falta la debida medida. Toda medida de una cosa se toma por comparación a una regla, de la cual, si ella se aleja, será sin medida. Para la voluntad humana hay dos reglas. Una, bien próxima y homogénea, que es la propia razón humana. La otra, que sirve de regla suprema, es la ley eterna, de cierto modo la razón de Dios. Es ahí que Agustín afirmó dos cosas en la definición de pecado. Una dice respecto a la substancia del acto humano, y es por así decir la materia del pecado, al decir: ‘dicho, hecho, deseado’. La otra se refiere a la razón de mal, y es por así decir la forma en el pecado al decir: ‘contra la ley eterna’.4
El pecado es, por tanto, la violación consciente y voluntaria de la ley de la razón, de la consciencia y de la ley de Dios.
Perdida la vida divina sobrenatural con el pecado, el hombre quedó reducido a sus propias fuerzas, que de sí mismas jamás podrían reparar la catástrofe producida por el pecado original o por sus pecados personales, por el abismo infinito que existe entre Dios y el hombre. Era imposible cubrir esta distancia por las potencias humanas, tan debilitadas por las consecuencias del pecado.
Así como la gracia fue dada gratuitamente por Dios, también la reparación del pecado lo fue. Dice el Apóstol Pablo, revelando el gran misterio de nuestra redención y reconciliación con el Creador:
Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio la vida por Cristo -gratuitamente fuimos salvados – y nos resucitó y nos dio asiento en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la excelsa riqueza de su gracia por su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús. Pues gratuitamente fuisteis salvados por la fe; y esto no viene de vosotros, es don de Dios (Ef 2,4-8).
De ese modo, Cristo pasó a ser, después del pecado, la única fuente de la vida sobrenatural, por tanto de la gracia. Aclara además Royo Marín que «No se concedió, ni se concederá jamás al género humano una sola gracia sobrenatural a no ser por Cristo o en atención a Él, pues de ‘su plenitud recibimos, todos, gracia sobre gracia’ (Jo 1,16). El mismo Cristo manifestó expresamente, con inefable amor y misericordia, que vino al mundo ‘para que los hombres tengan vida, y la tengan en abundancia’ (Jo 10,10)».5
Con la redención, el hombre no solo puede seguir siendo hijo de Dios, a través del bautismo, recuperando la gracia perdida con el pecado, sino que se puede tornar todavía más semejante a Él en la hermandad con Jesucristo encarnado.
Por la Hna. Juliane Campos, EP
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1ROYO MARÍN, Antonio. Teología de la Salvación. 4. ed. Madrid : B.A.C., 1997. p. 3
2CLÁ DIAS, João S. Conferencia. São Paulo, 25 nov. 1996.
3ROYO MARÍN, António. Op. cit. p. 10
4SANTO TOMÁS DE AQUINO. S.Th. I-II, q.71, a.6
5ROYO MARÍN, António. Op. cit. p. 11.
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