Redacción (Jueves, 02-01-2013, Gaudium Press) La voluntad humana tiene una tendencia hacia la autosuficiencia y egoísmo, entretanto, debido a la dinámica de su propio acto -amor- es también hecha para la entrega, conformidad y, en consecuencia, unión. Como afirma San Juan de la Cruz, el amor hace al amante semejante al amado; o sea, al amar a Dios, el alma se conforma enteramente a Él:
«Cuando hablamos de unión de alma en Dios, no nos referimos a la unión substancial siempre permanente, sino a la unión y transformación del alma en Dios por amor, solo realizada cuando hay semejanza de amor entre el Creador y la criatura. Por ese motivo, le daremos el nombre de unión de semejanza, así como la otra se llama de unión esencial o substancial. Esta es natural, aquella es sobrenatural, y se consuma cuando las dos voluntades, la del alma y la de Dios, de tal modo se unen y conforman que nada hay en una que contraríe a la otra. Así, cuando el alma saca de sí, totalmente, lo que repugna y no se identifica a la voluntad divina, será transformada en Dios por amor» 1.
Así, si el más perfecto amor de Dios implica en la conformidad a su voluntad, los dos pecados más graves que abalaron el orden creado -el pecado de los ángeles y el pecado original del hombre- fueron caracterizados por la expresa no-conformidad a la voluntad de Dios.
Explica Santo Tomás que el definitivo perfeccionamiento o perdición de los ángeles se dio en un solo acto de la voluntad, de modo inmediato y permanente, que es apropiado a la naturaleza angélica, «despertando» en Dios la manifestación de su perfecta justicia, pero «el hombre por su naturaleza no fue hecho para alcanzar, de inmediato, su última perfección, como sucede al ángel. Por eso, debe recorrer un camino más largo que el del ángel para merecer la bienaventuranza»2. Debido a esa debilidad de la razón, la voluntad humana es mutable y llega a las conclusiones a través de deliberación o enseñanza. El proceso de perfeccionamiento puede implicar en repetitivas caídas como también en repetitivos arrepentimientos y perdones; posibilidad esta no accesible a la naturaleza angélica.
Así, debido a la diferencia entre las naturalezas angélica y humana y esa aparente falta de dotes superiores, el pecado original de los hombres suscitó no apenas la justicia de Dios, sino también su infinita misericordia hasta entonces nunca revelada. Dios utilizó la extrema debilidad de la voluntad humana para su mayor gloria y efectuó en el género humano su mayor don: el de la Redención – rescatándolo del pecado original, conforme dice San Pablo: «Porque Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos» (Rm 11,32).
En la sabiduría divina, la misericordia de la Redención no fue ejecutada en un solo acto, sino en la vida entera de Jesucristo. Al hacerse carne, el Verbo no solamente murió por nosotros, sino también habitó entre nosotros. Antes de derramar toda su sangre por la humanidad, Él nos dejó un ejemplo clarísimo de que la vida humana debe ser empleada en obras; de manera especial, la obra de la voluntad por amor. Su amor lo llevó a someter, a cada momento, su voluntad humana a la voluntad del superior, a pesar de ser al mismo tiempo Dios. Se ve eso desde su divina infancia, en el relacionamiento con sus padres: «En seguida, descendió con ellos a Nazaret y les era sumiso» (Lc 2,51). En su vida pública: «(…) el Hijo del Hombre vino, no para ser servido, sino para servir» (Mt 20,28). «Descendí del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de aquel que me envió» (Jn 6,38).
En el célebre «Diálogo», el Padre Eterno dirigió esas palabras a Santa Catalina de Siena:
(…) Para hacer desaparecer del hombre la muerte de su desobediencia, en mi clemencia providencié, entregándoos a mi Hijo unigénito con gran sabiduría, para que así reparase vuestro daño. Le impuse una gran obediencia a fin de que el género humano se librase del veneno que se difundiera en el mundo por la desobediencia de vuestro primer padre. Así, como que cautivo de amor y con verdadera obediencia, corrió con toda la rapidez, corrió a la ignominiosa muerte sacratísima, os dio la vida, no por el vigor de su humanidad, sino de la divinidad. 3
La reparación del pecado original fue, entonces, del mismo género que la culpa. Adán había pecado por desobediencia y orgullo; Cristo expió por medio de la humilde obediencia al Padre, evidenciada en el testimonio de San Pablo: «Siendo él de condición divina, no se prevaleció de su igualdad con Dios, sino que se aniquiló a sí mismo, asumiendo la condición de esclavo y asemejándose a los hombres. Y, siendo exteriormente reconocido como hombre, se humilló aún más, tornándose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fl 2, 6-8).
Este empeño de Jesucristo de sumisión voluntaria a la voluntad del superior es el más convincente ejemplo que pueda haber. Si no fuese Él verdadero hombre, no la tomaríamos como una actitud posible de ser imitada. Si Él no fuese al mismo tiempo verdadero Dios, su sumisión no tendría esa tan conmovedora cualidad. Santo Tomás señala que, siendo poseedor de dos naturalezas distintas – naturaleza divina y naturaleza humana – Jesucristo poseyó dos voluntades distintas: una divina y otra humana 4. Él como Dios era igual al Padre y como hombre era perfectamente impecable y libremente sometió su voluntad humana en obediencia a la voluntad divina del Padre, imposibilitándonos dudar de la conveniencia de que el hombre pecador haga lo mismo.
Por la Hna. Kyla Mary Anne MacDonald, EP
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1 SAN JUAN DE LA CRUZ. Subida do Monte Carmelo.Obras Completas. 5. ed. Petrópolis: Vozes, 1998.
2 SANTO TOMÁS DE AQUINO. S.T. I, q.62 a.5
3 SANTA CATALINA DE SIENA. Diálogo.In: Liturgia das Horas. Segundo o Rito Romano. Ofício Divino renovado conforme o decreto do Concílio Vaticano II e promulgado pelo Papa Paulo VI. Tradução para o Brasil da segunda edição típica. Petrópolis: Vozes, 1999, v.4.p.403.
4 S.T. III q.18, a.1.
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