sábado, 23 de noviembre de 2024
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El Cristianismo es una alegre noticia

Redacción (Viernes, 03-01-2013, Gaudium Press) Por su propia naturaleza, el hombre vive constantemente en busca de la felicidad, y todo lo que hace o planea hacer tiene como objetivo ese fin, implícita o explícitamente.

A lo largo de la Historia, cada civilización ha ideado una forma para conseguirla y en ella ha puesto sus mejores esfuerzos. Así, para los griegos el éxito consistía en el dominio de la filosofía; los romanos anhelaban el poder político; el renacentista rendía culto a las artes; la revolución industrial sobrevaloró la producción de bienes materiales; por último, en el siglo XX, se intentó obtenerla mediante la abolición de todas las reglas morales.

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Anunciación, cuadro expuesto en el Museo San Pío V, Valencia, España

Sintetizando el auge de ese estado de espíritu libertario, la Revolución de Mayo del 68 dogmatizó: «¡Prohibido prohibir!». Y con la capacidad de contagio de las pasiones desordenadas, más el gancho de la cultura francesa, esa meta utópica conquistó en poco tiempo enormes espacios de la opinión pública internacional, haciéndonos creer que los restos de padrones de orden aún vigentes eran las únicas barreras que separaban al hombre de la felicidad completa.

Casi medio siglo ha pasado desde entonces, ¿y cuál ha sido el resultado? ¿Ha encontrado la humanidad, finalmente, lo que tanto buscaba? ¿Rebosa de felicidad la juventud de hoy día? ¿Vivimos el apogeo de la civilización soñado por tantas generaciones a lo largo de la Historia?

Basta que el hombre contemporáneo abra un poco los ojos para constatar que algo ha salido errado y que los frutos de esa pretendida liberación están lejos de ser como se lo imaginaba. ¿Por qué?

Para responder a esta pregunta, pocas reflexiones podrían ser más oportunas que las hechas por el Papa Benedicto XVI en el discurso pronunciado el pasado 8 de diciembre. En él, el Vicario de Cristo advertía sobre los falsos remedios que el mundo propone para llenar el vacío de alma generado por el egoísmo, y señalaba a María Inmaculada como modelo:

[Ella] nos habla de la alegría, esa alegría auténtica que se difunde en el corazón liberado del pecado. El pecado lleva consigo una tristeza negativa que induce a cerrarse en uno mismo». Al contrario, decía, «el cristianismo es esencialmente un ‘evangelio’, una ‘alegre noticia’, aunque algunos piensan que es un obstáculo a la alegría». Y añadía: «La alegría de María es plena, pues en su corazón no hay sombra de pecado.

Así es, el alma inocente es feliz, y sirve al Señor «con alegría y gratitud» (Dt 28, 47). Excelente conocedor de esta verdad, San Juan Bosco estableció una única regla para el recreo en los colegios salesianos: prohibido estar triste. Su vida misma fue un ejemplo de júbilo en el camino de la santidad. En esto residía el secreto y la fuerza de atracción de su apostolado.

Urge precaver a las nuevas generaciones contra ese dañino equívoco que aparta a tantas almas de las sendas del bien: la verdadera felicidad no se encuentra en el pecado, sino en la virtud. Y el desorden de los vicios no puede traer la tan anhelada paz interior. ?

(Editorial – Revista Heraldos del Evangelio – Febrero 2013)

 

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